Esto no es un hombre

domingo, 11 de febrero de 2018 · 09:36
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La desaparición efectuada por la policía del Defe y, más tarde, presentación de un preparatoriano de 17 años llamado Marco Antonio Sánchez volvió esta semana a traslucir la idea tan genuinamente fascista que tiene una parte de los opinólogos de guardia. El periódico La Razón, por ejemplo, tituló en su portal la detención ilegal y desaparición forzada del joven: “No estaba muerto, andaba de parranda”. Lo mismo que hizo con los asesinatos políticos de la colonia Narvarte, los de la activista Nadia Vera, el fotorreportero Rubén Espinosa, Yesenia Quiroz y Milé Virginia Martín, cuando insistió en que había prostitución, drogas, y orgías telefónicas. En las redes sociales, algunos políticos y exfuncionarios –como el panista Arne aus den Ruthen–, al ver las fotografías y videos del estudiante Marco Antonio, flaco, golpeado y deso-rientado, aseguraron que era drogadicto, delincuente o que estaba loco. Dice mucho de cómo, por ejemplo, el gobierno de Felipe Calderón separó a una parte de los ciudadanos como no susceptibles de derechos, y justificó así su exterminio. O cómo la derecha –la que no cree en la igualdad de todos por el solo hecho de nacer– separa a los humanos de los no-humanos, a los que merecen tener derechos o no. Una campaña en redes sociales para no asumir que la policía de Miguel Ángel Mancera lo había secuestrado, golpeado, y dese-chado en el Estado de México, terminó clarificando quiénes, para los gobernantes y sus voceros, tienen derechos individuales: los que no son jóvenes, ni se van de fiesta, ni usan drogas ni son peatones, ni son pobres. El propio candidato presidencial del PRI ha recurrido a esa medida de repudio y degradación al usar el término “ni-ni” –“Ni trabaja ni estudia”– como insulto, como si la falta de presente para los jóvenes fuera algo voluntario en ellos y, por tanto, justificación para separarlos del resto. Veo las fotografías del joven aparecido. La prensa se permite diagnósticos psiquiátricos: “desconectado de la realidad”. Reviso la descripción que hace el superviviente de Auschwitz Jean Améry en Más allá de la culpa y la expiación, de las víctimas finales de los campos de concentración nazis, los llamados “musulmanes”: Muselmann, así se le llamaba al prisionero que había abandonado toda esperanza y había sido abandonado por sus compañeros; no poseía más un ámbito de conciencia en el que bien y mal, nobleza y bajeza, pudieran confrontarse. Era un cadáver ambulante, un manojo de funciones físicas ya en agonía. El musulmán no provocaba compasión en nadie ni podía esperar la simpatía de nadie. Los compañeros de reclusión, que temían continuamente por la propia vida, no se dignaban siquiera a mirarlos. Para los presos colaboracionistas con los nazis, eran fuente de rabia y preocupación; para los SS, solamente inútil basura. Todos pensaban sólo en eliminarlos, cada uno a su modo. De acuerdo con Giorgio Agamben, el término “musulmán” se debía a la noción de estar cerrados como en la oración a Alá, de ser una especie de cáscara, sin relación con el mundo. De estar –diría yo– separado por el resto, por aquellos que sufren otras formas de alejamiento y disolución pero no quieren admitir la cercanía con ese no-hombre. En efecto, cada vez que separamos a unos del resto para defender la sentencia de que deben morir o de que son culpables de su propia caída, Auschwitz se repite. Es como si nos evadiéramos de lo que de “musulmanes” llevamos al señalar al otro como ese “extremo”. Un límite que tiene connotaciones morales y políticas. Creyendo que el “musulmán” podía ser una consecuencia de la falta de alimento en los campos de concentración, los médicos estudiaron su sangre, sus posturas, su lenguaje. Pero fue el psicoanalista Bruno Bettelheim –que aparece de sí mismo en Zelig, de Woody Allen– el que vinculó la psique de los prisioneros con el autismo: “Lo que es la realidad exterior para los ‘musulmanes’, en los niños autistas es su interior. En ninguno de los dos existe el reconocimiento de relaciones reales de causalidad”. Hasta que fue amnistiado por Hitler por intercesión de la esposa de Roosevelt, Bettelheim fue prisionero de los campos de Dachau y Buchenwald. Sabía lo que era la exclusión radical, poner a alguien justo en el extremo entre ser-todavía un hombre y ya no serlo. El “musulmán” es la forma en que el poder se hace presente en forma de agonía. No le interesa matar porque, entonces, se quedaría sin lugar para ejercer su fuerza. Lo que busca es el doble individual de lo que colectivamente hace con el estado de excepción. Por eso la mención del padre indignado de Marco Antonio Sánchez a la Ley de Seguridad Interior no parece un exabrupto: “Si esto le hicieron hoy a mi hijo, imaginen lo que sería con esa nueva ley”. “Si el primer día no te volvías loco –dicen varios testimonios de los supervivientes de campos de exterminio–, al segundo empezabas a acostumbrarte”. Eso le ocurrió durante 12 años a la sociedad alemana después de decretado el estado de excepción al día siguiente de que los nazis tomaron el poder: lo extremo se hizo cotidiano. Dentro de los campos, los que sobrevivían a duras penas evitaban a los “musulmanes”, esos cadáveres vivientes que deambulaban sin emitir palabra alguna. Me pregunto si la moda de los zombies no tiene su carácter inconsciente en esta idea de convivir a diario con víctimas dañadas, con heridos de la vida, con desaparecidos, migrantes, mujeres mutiladas, descuartizados. Eso nos ha ocurrido a los que vivimos estos 12 años en México: tratar de esconder por todos los medios que cada uno de nosotros tiene un “musulmán” tratando de salir. Decirnos que todo ha sido una excepción, un periodo necesario de limpieza de “los malos elementos” de los que –como dice el gobernador de Veracruz– “no eran hombres de bien”. Tratar de disimular que, al no ver, nos hemos convertido también en no-humanos. ¿Hasta qué punto somos ya una cultura de zombies? El punto de inflexión entre ser y no humano lo refiere el propio Bettel-heim, no a la inanición, a la pobreza, a la extenuación de los cuerpos, sino a la libertad. Si se quería sobrevivir como hombre, aunque fuera abatido, herido y degradado, lo que tenía que tenerse en cuenta era lo que llamó “el punto de no retorno”, es decir, la conciencia de un límite a la obediencia, una posición en que, costara lo que costara, no podía ya someterse al opresor. Sin ese punto, la vida pierde sentido: “Se habría sobrevivido pero con el respeto por sí mismo completamente destruido”. Por eso, Bettelheim no sólo describe a los zombies prisioneros, sino al oficial que se encarga de someterlos, humillarlos, y asesinarlos como muñecos, Rudolph Höss: Desde el momento en que asumió el mando en Auschwitz, él se convirtió en un cadáver viviente. No era un “musulmán” porque estaba bien nutrido y bien vestido. Pero se había despojado por completo del respeto de sí mismo y del amor propio, de todo sentimiento, de toda personalidad, hasta no ser más que una máquina cuyos botones de mando eran maniobrados por sus superiores. Y es que tanto alegato cargado de moralina contra los pobres, los jóvenes sin porvenir, los que usan drogas, lo que revela es una ausencia de puntos de no retorno. No puede existir una ética que deje fuera a una parte de la especie humana, aunque a algunos les resulte poco decoroso voltearla a ver. Existe, lamentablemente, una vida después del fin de la dignidad y algunas franjas de nuestra opinión pública parecen ya no-humanas. Esta columna se publicó el 4 de febrero de 2018 en la edición 2153 de la revista Proceso.

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