Y en El Salvador la amnistía no disparó la violencia

lunes, 7 de mayo de 2018 · 18:32
SAN SALVADOR (Proceso).- El 20 de marzo de 1993 la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, cuyo principal efecto fue, durante los últimos 24 años, la impunidad de los crímenes de lesa humanidad que cometieron la Fuerza Armada y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en la guerra civil de los años ochenta, y no el aumento de los asesinatos posteriormente a la firma de los Acuerdos de Paz, como lo afirmó Ricardo Anaya, candidato presidencial de Por México al Frente. Desde principios de 1980 hasta enero de 1992 el Estado salvadoreño y los insurgentes se enfrentaron por el control del poder. El resultado: 75 mil muertos y 8 mil desaparecidos. En promedio morían violentamente 17 salvadoreños cada 24 horas. El 16 de enero de 1992 el Estado salvadoreño y la guerrilla firmaron la paz en la Ciudad de México, lo cual sólo fue posible por la declaración francomexicana que reconoció a los guerrilleros como actores políticos y beligerantes. Uno de los puntos de ese acuerdo fue la instalación de la Comisión de la Verdad de la ONU para investigar los crímenes de guerra cometidos por los dos bandos. En enero de 1993 el informe ya estaba listo. En marzo se conoció su principal resultado: la Fuerza Armada y los cuerpos de seguridad bajo sus órdenes (Policía Nacional, Guardia Nacional, Policía de Hacienda) eran responsables de más de 90% de los crímenes de guerra, lo que convirtió a los mandos militares en autores intelectuales y materiales de las peores masacres contra la población civil. Ejemplos de ello fueron la matanza de los sacerdotes jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA) en noviembre de 1989; la masacre del Mozote, con más de 600 víctimas; y la del Sumpul, con más de 700. En su informe, la comisión recomendó “sancionar las conductas”, es decir, llevar ante la justicia a los criminales de guerra. Sin embargo, el entonces presidente Alfredo Cristiani Burkard impulsó una estrategia de protección de los altos mandos militares que concluyó en la amnistía que aprobaron los diputados en 1993. El resultado inmediato fue la obstaculización de las investigaciones de los asesinatos de opositores a la dictadura militar, así como de las desapariciones, torturas, violaciones y desplazamientos forzados. Mientras avanzaba el proceso de “perdón y olvido” que impusieron por decreto el gobierno de Cristiani y sus aliados, el Estado se reacomodaba para cumplir los Acuerdos de Paz: los viejos cuerpos de seguridad fueron sustituidos por cuerpos civiles, el Órgano Judicial expulsó a sus peores jueces y se instituyó el Ministerio Público, entre otras medidas. Esta reconfiguración explica que de 1994 a 1996 la Fiscalía General de la República clasificara como “homicidios” los asesinatos y las muertes accidentales. Así, en 1994 se registraron 9 mil 135 homicidios; en 1995, 7 mil 877; y en 1996, 8 mil 47. En este periodo la tasa de homicidios llegó a 139 por cada 100 mil habitantes. El asesinato, como máxima expresión de la violencia, no se limitó al periodo de la guerra. Desde los años treinta del siglo pasado se tiene constancia de que las muertes violentas ocurrían todos los días. En 1934, por ejemplo, fueron asesinadas mil 388 personas, es decir, un promedio de tres a cuatro cada día, de acuerdo con un artículo publicado en La Prensa Gráfica el 14 de diciembre de 2014. Muchos de esos crímenes fueron cometidos en reyertas entre borrachos y robos. A finales de los años sesenta la tasa de asesinatos era de 30 muertes por cada 100 mil habitantes; para 1974 se incrementó a 33. Después vino el conflicto armado. Los Acuerdos de Paz cerraron ese ciclo de violencia política, pero uno nuevo se gestaba. En 1993 una encuesta del Instituto Centroamericano de Opinión Pública de la UCA (IUDOP) advirtió que casi la mitad de los salvadoreños dijo que padecía el acoso de las pandillas en su comunidad. Tres años después la misma casa de estudios realizó otra encuesta y la principal conclusión de los salvadoreños fue: la “violencia criminal” es “mucho peor” que la guerra porque “si uno no se metía en política no lo mataban; ahora sí: en la casa puede estar uno y ahí lo matan”. Los pandilleros deportados de Estados Unidos regresaron al país, de donde habían huido por la violencia y la pobreza. La delincuencia se enquistó en familias desintegradas y en las comunidades marginales que fundaron en terrenos privados las masas poblacionales desplazadas de las zonas rurales durante la guerra, con viviendas hacinadas, sin acceso a educación, salud y empleo. “Al ser deportados algunos de ellos, por sus actividades fuera de la ley, encontraron un caldo de cultivo en la desintegración de comunidades pobres, con alto nivel de exclusión, y el fenómeno pandilleril creció exponencialmente”, escribió el exdiputado Héctor Dada Hirezi en su artículo La situación de El Salvador: antecedentes, evolución y retos, publicado en septiembre de 2017. Entre mediados y finales de los años noventa, el país volvió a quedar atrapado entre la pobreza y la marginación social, lo que favoreció la violencia criminal. Después de la mano dura El 23 de julio de 2003 el entonces presidente Francisco Flores ordenó la implementación del plan Mano Dura con el propósito, según sus intervenciones públicas, de desarticular las bandas delictivas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13). Ese año la Policía Nacional Civil (PNC) registró 2 mil 197 asesinatos, una tasa de 39.7 homicidios por cada 100 mil habitantes. El 31 de agosto de 2004, el nuevo mandatario Elías Antonio Saca lanzó el plan Súper Mano Dura, que también se concentraba en detenciones masivas de supuestos pandilleros, militarización, encarcelamiento indiscriminado, entre otros métodos. El resultado: de 2004 a 2009 la tasa de homicidios aumentó de 49.7 a 71 por cada 100 mil habitantes, y de 2 mil 773 asesinatos a 4 mil 382. En 2009 ganaron las elecciones Mauricio Funes y el FMLN. De 2010 a 2011 se registraron 8 mil 347 asesinatos. La tasa osciló entre 64.8 y 70.1 homicidios por cada 100 mil habitantes. Entre febrero y marzo de 2012, sin embargo, esos crímenes disminuyeron notablemente. El gobierno auspició la tregua entre las pandillas. Fue un proceso completamente diferente al ocurrido en los años noventa con la exguerrilla. El promedio de muertes violentas cayó de 14 a cinco diarios. Pero la tregua terminó. En 2014 asumió la presidencia Salvador Sánchez Cerén y se distanció de Funes. En 2015 fueron asesinadas 6 mil 670 personas, aunque al año siguiente la cifra bajó a 5 mil 278. Durante la tregua no se conoció, ni oficial ni extraoficialmente, que los cabecillas de las bandas fueran amnistiados. Hacerlo, además, habría implicado reconocer lo que no eran: actores políticos. El Estado, al darles concesiones, lo hizo sin dejar de tratarlos como delincuentes. Una vez terminada la tregua, esas concesiones terminaron. El incremento de la violencia fue atribuido a la guerra entre pandillas, a los asesinatos que cometieron grupos de exterminio formados por policías y militares, así como a la guerra entre el Estado y la delincuencia organizada.  Este reportaje se publicó el 6 de mayo de 2018 en la edición 2166 de la revista Proceso.

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