El juicio de las víctimas

martes, 8 de mayo de 2018 · 10:46
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En su ensayo “El día del juicio”, dedicado a la fotografía, Giorgio Agamben describe lo que se considera la primera fotografía en donde aparece una figura humana, el daguerrotipo del boulevard du Temple, que Louis Daguerre fotografió desde la ventana de su estudio en 1839: sobre la acera, junto a la calle desierta, se ve la pequeña figura de un hombre que se lustra las botas. Esta imagen hace pensar a Agamben en el Juicio Universal, el que según la tradición bíblica se llevará a cabo al final de los tiempos. En ella, la muchedumbre humana y anónima no se ve “porque –dice Agamben– el juicio concierne a una sola persona, a una sola vida: esa, precisamente y no otra”. En esa persona que, rescatada del anonimato de la muchedumbre, quedó fija en el tiempo por un daguerrotipo, está el peso de una vida entera que, aunque imprecisa en su pequeñez, exige también, como toda fotografía donde aparece un rostro, su nombre –el nombre que en la tradición bíblica es su identidad y su destino– y su presencia rescatada para la vida. En México –en el que desde hace 12 años vivimos no el final de los tiempos en el que el Juicio Universal sucederá, pero sí, por su violencia y su crueldad, un tiempo del fin–, las víctimas de la violencia aparecen siempre con las fotografías de aquellos que fueron asesinados o están desaparecidos. Donde quiera que irrumpan, lo que enarbolan en esos rectángulos es el rostro del hijo, de la hija, del hermano, de la hermana, del padre, de la madre, del amigo o de la amiga, en el instante en el que una cámara capturó su cotidianidad antes de que el crimen las destruyera y el Estado las olvidara. Sus presencias, fijadas en un papel o en una camiseta, son, en sus individualidades destruidas, un grito mudo, una mirada que nos observa, nos acusa de su olvido y nos llama a recordarlas y devolverles su nombre. Tal vez por ello, durante el segundo diálogo con Felipe Calderón en el Alcázar del Castillo de Chapultepec en 2011 y cuando Enrique Peña Nieto entregó la Ley General de Víctimas en 2013 en Los Pinos, Gobernación no quería que las víctimas entraran con sus fotografías en los recintos del poder. Tal vez por ello, por la infinita vergüenza que genera su juicio, el propio Calderón y los arquitectos que diseñaron y construyeron el Memorial a las Víctimas de la Violencia (Gaeta, Sprinall y López) se negaron a que aparecieran en él los nombres de los asesinados. Esas imágenes –que el 8 de mayo, durante la reunión que tendrán con los candidatos a la Presidencia de la República en el Museo de Memoria y Tolerancia, estarán otra vez presentes como un bosque de fotografías– son, en su debilidad, en su presencia cotidiana –que resume sus vidas–, una acusación, un desafío, una humillación y un juicio al aparato que las destruyó; son también una exigencia de verdad, memoria y justicia que, al olvidarlas, el poder les debe. En esas fotografías, las víctimas rescatadas del anonimato de la guerra, de su reducción a cifras, a “bajas colaterales”, a porcentajes, a abstracciones, al olvido de las fosas, repiten al infinito el mismo gesto, la infinita recapitulación de sus existencias vulneradas de manera injusta y arbitraria. No son, por lo mismo, retratos artísticos a la manera de Cartier-Bresson y Sebastián Salgado que, admirables en más de un sentido, permiten críticas como las del fotoperiodista Mario Dondero para el que el primero pecaba de construcción geométrica y el segundo de esteticismo. Son, más bien, fotografías de ocasión, semejantes a las de Dondero, rostros que, dice Agamben, a la vez que son historias para contar y geografías para explorar (como lo han hecho, en justicia, muchos periodistas y escritores en esta larga y oscura noche que vive México con muchas de esas víctimas fotografiadas), son también, en el sentido mesiánico de Benjamin, una exigencia de redención. De allí que Benjamin, en su Pequeña historia de la fotografía, reclamara el nombre de cada una de las pescadoras retratadas por Davis Hill en New Haven. Para Benjamin, que leyó el marxismo con la mirada mesiánica de la tradición judía, la esperanza no nace de una confiada actitud de que la historia sigue un curso necesario, en el que las víctimas son, como para Calderón, sacrificados necesarios y sin importancia para la grandeza del futuro, carne en la tabla del carnicero, sino de los que habitan en medio de la desolación. La redención no será de los que sobrevivan para festejar su existencia sobre los osarios de las fosas. Será la de la restitución de todos los que han sido destruidos, arrasados, olvidados, de todos aquellos que han sido lanzados más allá de la historia por la imbecilidad de los asesinos; la restitución que, como una prefiguración y un juicio brutal en su aparente cotidianidad, se encuentra ya en las fotografías de las víctimas. Sus rostros que estarán presentes el 8 de mayo de cara a los candidatos a la Presidencia, los estarán juzgando tanto hoy como en el último día. ¿Serán capaces de restituirles lo que les deben y que no han dejado de reclamar desde que por primera vez aparecieron en las plazas y en los recintos públicos? O como Calderón y Peña Nieto lo eligieron: ¿aguardarán a la ira del último día, cuyas palabras me erizan los pelos por la autoridad de quien las dijo: “Apártense de mí, malditos­ […]”.­­ Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE. Este análisis se publicó el 6 de mayo de 2018 en la edición 2166 de la revista Proceso.

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