Marx enamorado

domingo, 20 de mayo de 2018 · 09:18
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En 1837 Karl Marx le escribió un poema a la que sería su esposa, Jenny von Westphalen, para describir ese momento en que uno se despierta en la cama acompañado. Una cosa más para ti, niña, debo decir: Feliz este poema de despedida, mi canto final; Estas últimas olas de latido y marea plateadas a las que el aliento de mi Jenny prestó su música. Rápidas sobre el golfo y cayendo inminentes, A través de cascadas y bosques, Las horas ligeras de la vida se acelerarán hasta El puro final de la perfección que en ti encontrarán. Valientemente vestido con túnicas sueltas de fuego, el corazón orgulloso y elevado transformado por la luz, Capitán ahora liberado de los amarres por completo, Firmemente dejo mi huella por espacios, libre. Destruyo el dolor antes de que tu rostro se despierte, Mientras los sueños se apagan hacia el Árbol de la Vida. El Marx literario, admirador de Goethe y de Shelling, que recitaba en los días de campo versos de Shakespeare, es también el de sus biógrafos. De él, Edmund Wilson logró una definición en Hacia la Estación Finlandia (1940): “Marx es el poeta de las mercancías”. Es desde la imaginación que el pensador pudo asociar los datos de la economía con el terror de ver aparecer mercancías en los pasajes comerciales: objetos sólidos que ocultaban a las personas que los habían fabricado, su tiempo robado, el despojo de sus obras. Las mercancías como fantasmas de una relación real entre un hombre que las fabrica y otro que se las quita a cambio de un salario que jamás pagará por todo el tiempo que llevó hacerlas. Wilson descubre el mismo impulso de El Capital en el Ulises de Joyce, la escritura como acción –después de todo, Marx era un periodista–, y en su coloratura moral. Las descripciones de la vida en los tugurios obreros de Inglaterra también pueden leerse en las caminatas de Leopold Bloom por la miserable Dublín. Pero los que tratan de hacer un retrato o una biografía de Marx se topan con una obvia paradoja: si la historia es un proceso colectivo de choque y síntesis de clases, ¿qué relevancia tiene un hombre exiliado al que se le murieron cinco de sus ocho hijos antes de los 25 años, que tuvo un hijo natural de su sirvienta, que vivió un tiempo de los préstamos de su amigo Engels y que con frecuencia andaba iracundo? La respuesta está en el estilo como un modo de desear. A Marx le podemos atribuir una forma de leer el mundo: un fantasma recorre Europa; la historia se presenta dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa; el fetichismo de las mercancías es que parece que los objetos tienen relaciones entre ellos, lejos de los humanos. Sus metáforas provienen de un mundo lleno de objetos animados, fuerzas que se desplazan sin ser vistas, deterioro de sucesos y personajes que ya sólo son estatuas oxidadas. Sus descripciones del capitalismo industrial van de Dickens a Edgar Allan Poe, en un mundo en el que sólo lo material determina la conciencia de los hombres. El empuje tecnológico oculta dos posibles desen-laces: que emerja el monstruo negado –el proletariado– o todo se venga abajo con furia y ruido. Pero existen como verdades, no como opiniones; están en contacto con lo que de infinito tiene lo real: la historia, las fuerzas sociales, la conciencia de clase y el predominio de los intereses. Para Marx, los obreros son individuos pero no son sujetos sino hasta que toman conciencia de su infinitud, es decir, de su despojo. Por eso Marx analiza los acontecimientos de la Comuna de París, del ascenso de Luis Bonaparte, porque es sólo a través de ellos que puede verse a los individuos convirtiéndose en sujetos. Hay en el escritor tres Marx: el que quiere extraer de los datos de la economía –la plusvalía de los capitalistas– una dinámica de la historia como desarrollo de contradicciones; el que mira el decrecimiento de la tasa de ganancia de los empresarios como una profecía de una crisis recurrente; y el que, de todo ello, extrae una línea política de transformación revolucionaria. Es un historiador, un economista y un político que cree en los acontecimientos como rupturas, jamás inevitables, para humanizar a los individuos. El comunismo de Marx no es ineludible, como se vulgarizó durante todo el siglo XX; no es más que una forma para darle al movimiento una aspiración histórica, la posibilidad de que los sucesos tengan un significado universal. El comunismo es contra lo que se miden los hechos y sus alcances. Por supuesto que en Marx quieren ver sus biógrafos la tentación de la dictadura del proletariado –tanto como en los anarquistas hay cierto neoliberalismo– pero, como dice el filósofo Alain Badiou, es casi como decir que el catolicismo es sólo la Inquisición. Para el Marx literario –el del deseo por escrito– el comunismo no es un poder, sino un movimiento, es la política de un orden sólo imaginado. Por eso escoge al proletariado como posibilidad de impulso hacia ese horizonte, porque son nada, los despojados, los excluidos, los que son individuos sin ser sujetos. La universalidad de los obreros es que son lo negativo, lo todavía vacío, los que se levantan para desaparecerse como clase. Sólo lo que no-es-todavía puede aspirar a hablar en nombre de todos. Una vez más, la metáfora de Marx es shakespeariana: el hombre que se revela contra su destino sólo para desaparecer en él. Héroe épico y trágico, el proletario es, como Marx, un ewxiliado, una conciencia de lo universal como residuo. La farsa son los poderosos, los rentistas, los burgueses, que están organizados claramente para conservar el orden. Los invisibles encarnan una paradoja: ¿cómo representar lo que es irrepresentable? La respuesta del Partido Comunista nunca dejó de preguntarse a sí misma. A 200 años del nacimiento de Karl Marx, la lectura que de él tenemos como el patriarca inmisericorde que señala la ruta única de la Historia, se la debemos a los rusos y a los partidos comunistas por todo el mundo. Su tesis de licenciatura sobre Epicuro no nos deja mentir: reivindica el hedonismo prudente de los griegos como antídoto contra la fatalidad y la necesidad. Puede decirse que en el manifiesto que redacta para dotarle de un programa a “la liga de los justos” de Bélgica, su segundo puerto de exilio, El Manifiesto Comunista, reduce esta idea a un esquema que parece inevitable, pero no es el militarismo de Lenin ni de Stalin. Cree en la disolución de las clases para dar paso a una sociedad en que el trabajo no sea el del despojo, sino el creativo. No propone la perpetuación de una clase social que, por todo lo que explica, tiene como objetivo su propia desaparición. No le tiene mucha fe a la democracia parlamentaria porque ha visto en lo que terminan las revueltas por toda Europa a partir de 1848: el afianzamiento de las oligarquías. Como sea, el Manifiesto no será reivindicado sino muchos años después del exilio, al siguiente año, de los Marx en Inglaterra. Ahí y durante una década, de 1852 a 1862, se convertirá en el corresponsal del New York Daily Tribune. Publica dos veces por semana y a esa escritura periodística se debe que lo teórico jamás abandone el dato, el nombre, la descripción de sucesos. En una sala de la biblioteca del Museo Británico escribe El Capital, la primera parte de una obra inconclusa que se llamaría “Mercado Mundial”. Resulta de extraer un análisis económico de Oliver Twist. Las últimas décadas de Marx, enfermo, con muchos duelos a cuestas, son las de su fama como pensador del movimiento por la igualdad económica. Es por su valoración de la Comuna de París de 1871 que se vuelve a publicar el Manifiesto y se le invita a formar parte de la Primera Internacional. Él y Engels se convertirán en los que separen a los anarquistas de Bakunin de los comunistas. No sin dudas, le dirá a un reportero: “Lo que puedo decir es que yo mismo no soy marxista”. También dirá que la democracia sólo es posible tras la revolución que iguale las condiciones materiales de los ciudadanos. Y, al cartearse con Vera Zasulich de las comunas campesinas rusas, dirá que pueden darse saltos del feudalismo al comunismo. Esos errores tácticos aún se le reprochan. Marx entendía más de literatura, datos económicos e historia, que de política. Marx muere en 1883 de una úlcera en un pulmón, tras una dolorosa enfermedad de la piel. Engels habla en su funeral y, según la reciente biografía de Steadman, es el que asocia su imagen con la de Darwin y Freud. No hay una adaptación del Partido a Marx, sino al revés. Su idea más asombrosa hasta la fecha es la de un mundo organizado para el trabajo creativo, no coercitivo. Por supuesto, nunca ha existido tal cosa pero, como dicen que dijo Sócrates cuando Platón propuso su República ideal: “Que no exista entre nosotros no significa que no exista en otra parte”. O, como el Marx poeta escribió: Para mí, no la Fama terrena, Esa que viaja muy lejos a través del planeta y la nación para mantenernos apasionadamente en la esclavitud con su lejana reverberación. Vale más la pena mirar, cuando brilla por completo tu corazón, cuando está caliente con exaltación. O dos lágrimas profundas que caen, exprimidas de tus ojos por la emoción de una canción. Con mucho gusto exhalaría mi alma En los profundos y melodiosos suspiros de la lira, Y si el mismísimo Maestro muriera, ¿Podría alcanzar el objetivo exaltado? ¿Podría ganar el premio más justo? Para calmarte de ambos, de tu alegría y tu dolor. Esta columna se publicó el 13 de mayo de 2018 enla edición 2167 de la revista Proceso.

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