Caminos de Carlos Monsiváis (1938-2010)

sábado, 19 de mayo de 2018 · 09:43
Este perfil concentra las mil y una facetas desplegadas por el cronista, nacido el 4 de mayo de 1938, hace 80 años. Figura excepcional de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo XX, Monsiváis –cuenta el escritor, editor, director de la revista Cultura Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México– “se puso en medio de la calle a militar en la protesta, desmontó las mentiras de las retóricas vacías”. Y desde un peculiarísimo estilo, como se asienta aquí, “fue el cronista del tumulto, de la muchedumbre organizada que llamamos público, el incisivo y mordaz crítico de la vida social y de la vida política”. CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Carlos Monsiváis, más que hacer una obra literaria, más que ser el cronista ubicuo de la vida mexicana de los sesenta hasta 2010 –año en que muere en el Hospital de Nutrición de la Ciudad de México–, es una literatura. Fue un niño precoz, lector de páginas y páginas, libros y libros y revistas de todo género y tipo, un adolescente que pronto se dio cuenta de que tenía que escribir y escribir casi al vertiginoso ritmo con que leía y leía. Fue el escritor joven de mayor influencia, acaso, en la historia de las letras mexicanas. De seguro porque dio a conocer su brillo a muy temprana hora y desde luego porque su curiosidad no dejó de hacerlo buscar y ver lo que antes nadie había buscado y visto. Tales búsquedas y tales miradas fueron realmente novedosas, tanto como el estilo que pronto comenzó a dominar, y que no pudo nunca ser imitado. ¿Cuál fue el estilo de Carlos Monsiváis? No parece que se haya planteado muchas veces la pregunta, y menos aún que se la haya respondido con suficiencia. Fue un estilo de fulguraciones, de síntesis vertiginosas muy a menudo hilvanadas con ironía, una mordacidad que tan podía semejarse a un cartón periodístico como al sinsentido de un gag cinematográfico. Si algo hay en este caudal denso y veloz es la ausencia total de florituras, en aras de una ristra –con frecuencia meras enumeraciones– de frases sintéticas, redondas y sin falta contundentes. El ensayo mexicano, y no sólo la crónica, tiene en muchísimos textos de Carlos Monsiváis a un innovador, un creador. “Monsiváis no es un hombre de ideas, sino de ocurrencias”, afirmó célebremente Octavio Paz en una famosa polémica en Proceso (números 57, 58, 59, 60, 61 y 62, entre diciembre de 1977 y enero de 1978). No es extraño que de este modo percibiera el poeta la forma de discurrir de su interlocutor de entonces. En la prosa de Monsiváis bien puede extrañarse la presencia de enlaces, de goznes gramaticales, explícitos, o de adjetivos, que suelen dar a los textos elegancia en los ritmos, ciertas cadencias, una dimensión estética que, es cierto, no parecía contar entre los intereses primarios del autor. Pero a todas luces la negación y la afirmación de Paz parecen ser más laterales recursos útiles, o no, en una polémica, que proposiciones de peso, y ciertas. No es que la forma del discurso monsivaíta sea difícil de seguir; tal vez la dificultad está –estuvo entonces, en aquel caso específico– en aceptar aquella forma, más que aquel discurso (serio y corrosivo, de apariencia juguetona y de indudable contundencia). Monsiváis había nacido en el Distrito Federal en 1938. Según recordaba José Emilio Pacheco, su amigo durante medio siglo, Pavel Granados ha dicho que el nacimiento ocurrió en el edificio donde estuvo la Universidad Obrera y donde luego se instaló el Teatro del Caballito, primera sede de Poesía en Voz Alta. Existe otra versión: Monsiváis vino al mundo en el barrio de La Merced, del que se desplazaría con su familia, en la infancia, a la colonia Portales. El Distrito Federal estaría en el corazón de su biografía y de su obra. Conoció la ciudad cuando aún podía conocérsela, sin someterse a prejuicio alguno. La lectura –“a sus 19 años, nadie de nuestra edad había leído tanto como él... Monsiváis a esa edad tenía ya una gran cantidad de libros perfecta y críticamente asimilados” [JEP]– ampliaba el alcance de su mirada, alimentaba su curiosidad, le indicaba caminos que serían interminables. Un libro fundamental: la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano Valera, “obra maestra del Siglo de Oro español” [JEP, de nuevo], lectura iniciática de un niño protestante inserto en una comunidad (escolar, de barrio) católica. Una infancia en desventaja, vivida al margen. Un principio: pronto aprende Monsiváis a decir que No. Sus afirmaciones viven en los libros, en la música, en manifestaciones grandes o pequeñas de la cultura popular, en el cine (del que parece saberlo todo también). Las negaciones, mucho menos numerosas pero de peso enorme: al poder autoritario, la impostura, los mecanismos de la intolerancia, la discriminación, la injusticia. No sería extraño que uno de los textos que más veces publicó, aquí y allá, con modificaciones mínimas, fuera el que dedicó a “Los 41” (homosexuales reprimidos por la policía en pleno porfiriato mientras celebraban una fiesta, y cuyos dígitos se volverían una suerte de marca de identificación condenatoria de “lo gay” mal visto). Del poder y su cinismo torpe y muchas veces tan ridículo como ominoso hizo burla dejándole casi enteramente libre el campo de expresión: “Por mi madre, bohemios”, columna donde recogía declaraciones de personajes de la vida pública que comentaba con un simple recurso: la aplicación de una lupa, instrumento del asombro tácito. El ‘sic’ de ‘la R.’ [Redacción], el sicazo, servían a la vez como interjecciones y como discurso. Un discurso eficaz, veloz y robusto, a las claras mucho más un cuerpo de ideas que un surtidor de meras ocurrencias. La ciudad, el país. Escenarios de la constante violación de los derechos humanos, un concepto, este último, en que se finca el largo y variado activismo social y político de Monsiváis. “Salí en la tarde del Palacio de Bellas Artes. Sobre la avenida Juárez pasaban una manifestación en apoyo a la revolución cubana y otra contra la reciente represión de los cuerpos policiacos a jóvenes estudiantes. Intempestivamente aparecieron de nuevo los granaderos. Golpearon, reprimieron, aprehendieron a algunos”, me contó hace unos años el escritor al conversar acerca del movimiento de 1968. “Después vino lo que todos recordamos: las marchas, la toma de Ciudad Universitaria... Y la masacre. ¿Cuáles eran las demandas, cuál el pliego petitorio? Cosas menores, en el sentido en que no ponían en peligro al régimen. Pero sobre todo cosas que resumo en una: el respeto a los derechos humanos. La represión desembozada da razón a las exigencias. En el país no había respeto a los derechos humanos, como el de la protesta.” En el que tal vez sea su libro mayor, Días de guardar (Ediciones Era, 1970), Monsiváis apuntó que en 1968 “la voluntad democrática (con sus errores) se enfrentó a quienes decidieron inexpugnables, inmodificables, incluso en mínima medida, a las instituciones y a las costumbres. La transformación de 1968: en El proceso, de Kafka, ningún veredicto es dictado jamás; aquí, kafkianamente, ningún proceso se inicia a menos que el acusado sea, desde antes de cometer acción alguna, culpable. Para ser absuelto, el requisito es no haber sido acusado jamás. Los presos políticos se vuelven el filtro, el tamiz impalpable, las más de las veces ignorado, a través del cual las noticias y las existencias pierden o adquieren fuerza, trascendencia, seguridad”. ¿Puede explicarse suficientemente lo que nada más manifiesta caras absurdas? Sí, se atiende a las raíces, intuidas, padecidas por los estudiantes de modo tan irracional como cruento y trágico, y sufridas por millones de campesinos y obreros, ajenos a aquel “México pop” instaurado por la burguesía (aún era de uso común el término) y una clase media alta de crecientes ambiciones. Prosigue Monsiváis: “Lo inexplicable de lo sucedido en la Plaza de las Tres Culturas es lo explicable de la necesidad de dominio de una clase en el poder”. En el centro del problema: la clase (aquella burguesía que ahora conocemos como “los grandes empresarios”) y el poder (en manos de los políticos de un partido que servía a sus propios intereses y a los de aquella clase sobre todo mediante el ejercicio de recursos varios: la simulación de la democracia, las monocordes excitativas a la unidad nacional vertidas en una retórica en la que cada vez más “las palabras quedan abandonadas a su propio sonido”, aquí la captación del hecho que da origen a “Por mi madre, bohemios”), y, cuando se requería, una bien orquestada represión. Evoca José Emilio Pacheco: “Me han hablado de tres crónicas preparatorianas [el estreno monsivaíta]: una sobre la protesta por la invasión de Guatemala, otra sobre el velorio de Frida Kahlo y una tercera sobre el cantante y pianista cubano Bola de Nieve”. Se trata de tres constantes entre los temas preferidos del autor: la crónica de la inconformidad, ligada necesariamente a una toma de posición política que el autor no hace totalmente explícita pero que aparece en las perspectivas adoptadas, fieles al ánimo de los indignados; la crónica de un acto que implica la definitiva ausencia de un personaje de la vida del arte mexicano, de la política marginal u opuesta a la vigente en el país y en el país que lo domina, un acto que reúne a otras altas presencias, en especial la del pintor Diego Rivera. La crónica restante discurre por un campo en el que Monsiváis se sentirá a sus anchas: el de la música popular, fina y sentimental, interpretada en este caso por la voz profunda, áspera y cadenciosa de Bola de Nieve, un cantante de boleros que llegó a ser muy querido y seguido aquí. Sería más fácil precisar de qué mitos, conflictos, autores, géneros, vertientes y géneros del arte no se ocupó Monsiváis que dar registro de lo que no despertó su curiosidad (casos aislados: el futbol, los toros, acaso los rituales de la infancia). Fue el cronista del tumulto, de la muchedumbre organizada que llamamos público, el incisivo y mordaz crítico de la vida social y de la vida política, inteligente e infaltable compañero de las feministas, los homosexuales, los separados de los caminos del “progreso”. Asombrosamente disciplinado, se dio tiempo para saberlo todo o casi de los géneros musicales que lo apasionaron (el bolero, el godspell), del cine (fue experto, por ejemplo, en el cine alemán, y muy especialmente en el mexicano, esa maquinaria de arquetipos melodramáticos que educó sentimentalmente a generaciones varias, en cuya historia principal situó a actores de reparto que lo fueron también de primera línea, como Agustín Isunza, Emma Roldán o Fernando Soto Mantequilla), de la historia de la fotografía, de la caricatura periodística, del cómic, de barrios populares (como La Merced, y sobre todo el Centro de la Ciudad de México, del que nunca dejó de lamentar su venida abajo al crearse en el sur capitalino la Ciudad Universitaria). Ha de haber sido él mismo quien dijo alguna vez que para leer la obra entera suya sería necesario contar con una beca. A la dirección de La Cultura en México –el suplemento que dirigió por lustros y donde hizo célebre su columna “Por mi madre, bohemios”– hay que añadir sus colaboraciones en un sinnúmero de revistas (incluida Tele-Guía), lo que hizo que una de aquellas publicaciones jugara aclaratoriamente: “En esta revista NO publica Carlos Monsiváis”. Fue siempre un inconforme, un escritor, una presencia ubicua y lúcida, que supo vincular sus amores y su íntima moral con los mundos amplios de la calle, la plaza, entre la multitud caótica y “la sociedad que se organiza”. Desde el comienzo: en su Autobiografía, publicada hacia la mitad de los sesenta por invitación de Emmanuel Carballo, ajusta cuentas ya. Concluye de este modo: “No admiro a mi generación: la veo demasiado uncida al régimen imperante, la recuerdo siempre ligada a las generaciones anteriores en el empeño de ahorrarse trabajo, de disfrutar lo conquistado por otros. La veo inerte, envejecida de antemano, lista para checar y reinar. Aunque, desde luego, admito, admiro y trato cotidianamente a las excepciones, las gloriosas, insólitas, renovadoras excepciones. Me apasionan mis defectos: el exhibicionismo, la arbitrariedad, la incertidumbre, el snobismo, la condición azarosa. No sé si pueda llevar a cabo una obra siquiera regular, pero no sirvo para las finanzas o la política. Me aterra terminar. Tengo 28 años y no conozco Europa”. No se ahorraría nunca trabajo, fue capaz de alcanzar un solo nivel de hiperproductividad sin que declinaran ni sus brillos ni los alcances de su mirada y sus ideas. Su ironía pudo hacerlo parecer como dueño de un cierto cinismo, que también de sí mismo se burlaba. Pensaba que las negativas que conducían su pensamiento y sus valores no podían estar varadas, detenidas por pasmo, pereza, conveniencia o resignación. Se puso en medio de la calle a militar en la protesta, desmontó las mentiras de las retóricas vacías, se entusiasmó delante de las reacciones frente a la catástrofe (el temblor del 19 de septiembre de 1985, las explosiones de San Juanico, en Entrada libre). Supo ver con malicia y tino Las herencias ocultas de las letras mexicanas, los empeños de los liberales del XIX por forjar una literatura nacional y salvar a la Patria; amó como nadie lo ha hecho más la poesía de ciertos autores excepcionales, como Ramón López Velarde o Carlos Pellicer o Salvador Novo, cuya obra, entre la de otros muchos, recitaba de memoria con su sonrisa oblicua y sus ojos fijos puestos uno qué va a saber dónde. Al tiempo en que fue un desmitificador, tampoco se ahorró tiempo para las exaltaciones justas (de Sabines, por ejemplo, cuyo poema a la muerte de su padre no dejó de emocionarlo). ¿A qué horas escribes, Carlos, a qué horas lees, a qué horas ves películas, ves pinturas, oyes música, hablas y hablas con amigos, conocidos, peticionarios diversos de colaboraciones, asistes a cocteles, ceremonias, estudios de la tele, restaurantes, ciudades de México y de otros lares, universidades, ferias, librerías? ¿A qué hora lo haces todo bien para bien de tantos, Carlos Monsiváis? Este texto se publicó el 13 de mayo de 2018 en la edición 2167 de la revista Proceso.

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