Tras el triunfo de Erdogan, Turquía reafirma su papel geopolítico

miércoles, 27 de junio de 2018 · 18:42
ESTAMBUL (apro).- Una semana antes de los comicios, Recep Tayyip Erdogan se dirigió a decenas de miles de personas congregadas en la explanada de Yenikapi, el recinto construido en Estambul para los actos de masas del presidente turco. -Occidente está muy pendiente (de las elecciones) del 24 de junio. ¿Qué es lo que espera? Espera ver cómo caigo. ¿Estamos dispuestos a darle una lección a Occidente?” -¡Síííííííííí!, respondieron sus seguidores enfervorecidos, mientras ondeaban banderas de Turquía, enseñas con el emblema del partido gobernante y pancartas con la efigie del líder que ha gobernado el país euroasiático desde hace más de 15 años. La noche del domingo 24, tras hacerse patente que había ganado los comicios con 52.5 % de los votos, compareció con gesto satisfecho. Pero se le observaba cansado. Estas han sido las elecciones que más trabajo le ha costado ganar. Jamás ha perdido un proceso electoral desde que su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) obtuvo el poder en 2002 y en esta ocasión el camino también aparecía despejado: el férreo control de la inmensa mayoría de los medios de comunicación le garantizaba que su inmenso granero de votantes no recibiese prácticamente ninguna información de los demás contrincantes; la Administración diezmada por las purgas y llena de partidarios del AKP le garantizaba un funcionamiento fluido y a su favor de la maquinaria del Estado; la represión contra la disidencia, el encarcelamiento de activistas y periodistas molestos, le garantizaba una competición en unas condiciones de extrema desigualdad a su favor. Y sin embargo, sus colaboradores, en privado, no ocultaban cierto temor. A tenor de las encuestas era posible que la mayoría de votos de la que gozaba Erdogan no fuese suficiente para ganar en primera ronda, quizás los problemas económicos le negasen la victoria. Nacionalismo y ultraderecha Aunque su partido se resintió y perdió casi 7% del apoyo respecto de las últimas elecciones, Erdogan evitó el desastre y logró la reelección. A cambio, ha dejado al país prácticamente dividido en dos mitades: la que lo ama y la que lo odia. Sus programas asistenciales, la mejora de los servicios públicos, sus grandes obras de infraestructura y su innegable carisma retienen a buena parte de sus votantes. También ha funcionado la retórica populista del líder turco: “nosotros contra ellos”, sembrada de mensajes religiosos. Ha sabido leer el zeitgeist de cada época y no le ha resultado incoherente presentarse, la pasada década, como el gobernante liberal que prometía convertir a Turquía en miembro de la Unión Europea, una vieja aspiración de buena parte de la población, para en los últimos años convertirse en un líder autoritario y nacionalista, un padre de la patria como los que se extienden desde Filipinas a Rusia o Estados Unidos. Este mensaje nacionalista, reforzado desde 2015, ha llevado a Erdogan a aliarse con un movimiento de extrema derecha, el Partido de Acción Nacionalista (MHP), sin cuyo apoyo no habría podido vencer en las elecciones. El MHP será además clave en la nueva Asamblea, ya que el partido de Erdogan ha perdido la mayoría absoluta de la que disfrutaba en la pasada legislatura. “Una gran Turquía requiere un líder fuerte”, ha sido uno de los lemas de campaña de Erdogan. Las nuevas elecciones marcan el paso de una democracia parlamentaria a un sistema fuertemente presidencialista en el que Erdogan asumirá la posición de jefe de Estado y de Gobierno y tendrá amplias prerrogativas, desde emitir decretos sin necesidad de pasar por el Parlamento a nombrar a buena parte de la cúpula judicial. El Legislativo, en cambio, verá reducidas sus herramientas de control. De esta manera, según el presidente turco, las decisiones se tomarán con mayor rapidez y la maquinaria del Estado funcionará de manera más fluida, evitando la lentitud que provoca la actual “oligarquía burocrática”. La reforma, ha explicado el mandatario en sus mítines, es necesaria para adecuarse a un mundo en constante cambio y en el que Turquía espera jugar un rol cada vez mayor. Ambiciones globales Sus aspiraciones de potencia regional e incluso global son innegables. Para ello, el gobierno de Erdogan ha desarrollado una industria militar propia que ya cubre más del 60 % de las necesidades armamentísticas del país (a inicios de siglo era sólo del 24 %) y exporta al exterior. “Turquía es un poder emergente y vive en una región turbulenta. La mejor manera de hacer frente a los nuevos retos es tener una defensa nacional”, sostenía hace unos meses Gülnür Aybet, asesora presidencial en materia de seguridad. A la tradicional contención de la política exterior turca le ha sucedido una estrategia expansionista que ha llevado al país a desembarcar por vez primera en continentes como América Latina -a través de vuelos y acuerdos comerciales- y África, donde forja nuevas alianzas y ha establecido varias bases militares. Pero también a implicarse en conflictos. Los analistas esperan de la nueva administración turca una política más agresiva de Turquía en Siria e Irak, donde mantiene importante presencia militar y ha ocupado territorio con el objetivo de acabar con los santuarios del grupo armado kurdo PKK. “Turquía se siente mucho más segura de sí misma en política exterior”, explica a Apro el director del centro de análisis GPOT, Mansur Akgün: “Ahora lo tendrá más fácil porque tanto sus aliados como sus enemigos, que estaban expectantes acerca de una posible derrota de Erdogan, se tendrán que conformar con la situación durante otros cinco años más”. Si bien Akgün cree que el presidente turco “no permitirá que el MHP lo mantenga como rehén” y si es necesario “buscará otros aliados en el Parlamento”, Gareth Jenkins, experto del Institute for Security and Development Policy, no es tan optimista y cree que el movimiento ultraderechista también hará valer su voz en política exterior: “Erdogan ya era agresivo en su retórica contra Occidente, pero ahora lo será más”. Debido a la creciente represión y al nuevo sistema de gobierno, que Bruselas ha tachado de “autoritario”, la adhesión de Turquía a la Unión Europea es ya un sueño lejano e imposible. Sin embargo, ambos actores deberán cooperar, no sólo por sus extensas relaciones comerciales sino porque Erdogan tienen en sus manos las llaves de una de las puertas de entrada de refugiados en el Viejo Continente. Y es uno de los temas que más polémica despierta en unos países europeos donde la ultraderecha ha hecho estandarte del discurso antimigratorio. La relación con Estados Unidos es compleja: bascula entre el odio y la dependencia. El presidente Donald Trump no tardó en felicitar a Erdogan por su victoria y pocos días antes de los comicios turcos entregó el primero de los modernos cazas F-35 estadounidenses, de los que Ankara quiere adquirir un centenar en la próxima década. Pero al mismo tiempo, hay amenaza de sanciones si Ankara compra a Rusia, como ha firmado, un sistema de misiles S-400, incompatible con la tecnología de la OTAN, a la que pertenece Turquía desde 1952. “Creo que Erdogan no entiende cómo funciona el sistema de Estados Unidos. Que no se trata de un sistema unipersonal como el que ha impuesto en Turquía”, lamenta Jenkins. Por eso cada vez que hay una decisión procedente de Estados Unidos que no le gusta -por ejemplo, la condena judicial a un banquero turco o la no extradición de Fethullah Gülen, el clérigo turco al que se considera el cerebro del golpe de estado de 2016-, Erdogan cree que los inquilinos de la Casa Blanca le han traicionado o han faltado a su palabra. De ahí que cada vez se sienta más cercano a la Rusia de Vladimir Putin, un líder en quien sí cree que puede confiar. “No creo que haya un choque de trenes entre Turquía y Occidente, pero Turquía utilizará su relación con Rusia como herramienta de negociación para sacar mayores contrapartidas -sostiene Akgün-. Turquía mantiene una política exterior cada vez más independiente, y eso pasaría también, aunque no gobernase Erdogan. Es necesario en un mundo como el actual y con los problemas que crea la administración Trump por su unilateralismo”. Pero, para jugar a varias barajas, hace falta una estrategia sofisticada y bien coordinada. Antaño sucedía así, la diplomacia turca, pese a contar con menos recursos que sus pares europeas, era capaz de sentar a la mesa de negociaciones a enemigos como Israel y Siria o reconciliar a países enfrentados como Bosnia y Serbia. “Ya no es el caso. Turquía ha concentrado demasiado poder en el Palacio Presidencial, en el que Erdogan está rodeado de asesores que sólo saben decirle que sí a todo y que ignoran las recomendaciones del Ministerio de Exteriores”, asegura Jenkins: “En el fondo, Rusia no se fía de Erdogan y sólo lo corteja para provocar rencillas en el seno de la OTAN. Y en Washington hay un profundo debate sobre qué hacer con Turquía. A nadie le gusta Erdogan, pero en la Casa Blanca prefieren optar por el pragmatismo y buscar vías de cooperación. En cambio, el Pentágono y el Congreso quieren castigarle y aprobar sanciones”. El talón de Aquiles Las sanciones económicas podrían tener un efecto muy negativo. Aunque probablemente reforzarían el discurso nacionalista de Erdogan (en Turquía el sentimiento antiestadounidense es uno de los más altos del mundo), podrían suponer la puntilla para una economía que presenta demasiadas fragilidades. Tras un crecimiento récord de 7.5 % del PIB en 2017 se ocultan numerosas sombras: depende demasiado de la construcción y los servicios; ha dejado a un lado la producción industrial, la agricultura y la ganadería; del exterior sólo llegan fondos especulativos; la inflación crece, el déficit se dispara y la moneda nacional se hunde. Si bien los bancos y el sector empresarial respiran aliviados porque la victoria de Erdogan elimina la incertidumbre que supondría una segunda vuelta en las elecciones presidenciales, según confiesa una fuente del sector, esto no despeja completamente las dudas sobre la economía. “Turquía ha dejado de ser un país atractivo para la inversión extranjera como sí lo era hasta hace cinco años. La imagen del país no es buena y el gobierno no hace mucho por arreglarlo cuando pinta un panorama de una economía perfecta pese a que todos sabemos que hay problemas”, señala Jenkins. Al contrario que los países del Golfo, que siempre han sido monarquías absolutas y nunca han pretendido lo contrario, o de las autocracias de Asia Central, Turquía se ha encuadrado siempre en las democracias liberales de corte occidental y por ello toda violación de derechos humanos o retroceso en las libertades es observado con lupa y daña su imagen, algo que no ocurre, por poner algún ejemplo, con Egipto, Qatar o Uzbekistán.  

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