Sostiene Pellicer

domingo, 8 de julio de 2018 · 13:01
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El quizás es la única ocasión del porvenir, sostiene Pellicer, mientras ve a la gente caminando hacia la casilla. Es domingo y son apenas unos minutos para las ocho de la mañana. Sostiene, también, que la gente ha ido a votar como crece la hierba: con humildad. Es otro de los nombres de la felicidad. Han pensado y han sentido y ahora se afanan en el trayecto. El acto de pensar se vuelve canto y nuestra vida al borde de la noche comienza a despertar. No hay que volver a nada. Ya casi hemos llegado a nube firme. Sostiene Pellicer que eso es lo que hace esta gente, que no es que sea creyente de un optimismo ciego, sino que proviene de la esperanza trágica, de la que trata de salvar lo que este naufragio nos ha dejado. Una nube a la cual aferrarse. No es que salgan a votar por miedo o por rencor, por indignación u ordenada por una suerte de dictador interior. Hay quien hasta la comparó con un anfibio que se niega a madurar, encerrado en un laberinto de pases mágicos. Estoy todo lo iguana que se puede Quieto al fondo, miro la destrucción de mi espesura. Y es la tierra, mi tierra, el polvo mío, el árbol de la noche sollozada, las puntuales blancuras de la garza, las luces de mis ojos, el trayecto de una mirada a otra mirada. Los mira formándose en la fila, palpando el recuerdo de un encanto siempre desconocido de las nuevas olas. Son la nostalgia del futuro. Han vivido en ese minuto heroico cuando el universo se les derrumbó en lágrimas y sólo un acto de ternura los pondrá en pie sobre las ruinas, izándoles el alma. No son ni el gato ni el ratón, sino la carrera entre ambos, el imposible espacio de lo intermedio entre los ademanes y su sombra. Ni igual ni semejante, ni distinto. Si han pulsado el ensueño, hasta hoy tocan el aire de su olvido. Es el quizás la ocasión a la mano del porvenir. Hace 13 años los desaforaron cuando no tenían ni ánfora. Los pobres defendieron al indefenso. Luego, presenciaron el abuso bajo la lluvia. Apretaron los puños y se volvieron. Cuando iban regresando, sus casas se habían ensangrentado, sus hijos desaparecido. En un avión, sobre sus cabezas, pasó el Señor Presidente, robándoles hasta el aire y la última de las nubes. Ahora que los acusan de violentos, de odiadores, de rencorosos, recuerdan cómo fueron todo lo iguanas que se puede, absorbiendo el intermedio entre los espectros y las señas. Se miraron a los ojos con pausa y se echaron a andar. Terminaron aquí, piensa Pellicer. ¿Qué habrá de malo en tratar de salir por la única puerta que quedó emparejada? Se les fue terminando la patria de la que están hechas las hogueras de adentro y salieron para ver si la encontraban afuera. Y aquí llegaron, sostiene Pellicer. Se forman en la silenciosa música de callar un sentimiento. Les está prohibido decir, no vaya a ser que hablen mal. Les está prohibido insultar, no vaya a ser que se sientan ofendidos los que sí pueden hablar. Los que hablan todo el tiempo de sí mismos. Tú, como un jardín pisoteado en una noche sin cielo. Tú, como ventana azotada por la tempestad. Tú, como pañuelo caído en mi sangre; tú como mariposa llena de lágrimas, como un día atropelladamente roto. Pero, al cerrar los ojos, ahí siguió la inescondible luz. Mi voluntad, sostiene Pellicer, será como la tuya: numerosa y fanática, sin temores ni exclusas. Numerosa, por la suma de los nadies. Fanática por tomarse, firme, de la nube. Como el agua de las cascadas. Suma el amor la resta de lo que el amor nombra. Y da de comer las sobras a un palomar de ceros. Aquí, los sobrevivientes de tanto hacerse la iguana se coleccionaron a sí mismos. Otros los nombran: están enojados, no saben lo que hacen, se dejan llevar. Les dicen: no entienden, no hablan inglés, no saben de la macroeconomía y, estúpidos, creen que es contradictorio que todo deba seguir igual para avanzar. Ellos, los que se forman tan temprano por la mañana del domingo, sostiene Pellicer, no han dormido ni despertado. Sólo han ido hacia la puerta, los dedos extendidos al aire para sentir que lo palpan. Quién sabe, piensa Pellicer, de qué sirva todo esto. Sostiene que no es lo importante. Ahí está la sed a copa henchida, aunque sólo se beban los espacios oscuros al pie del alba. Al final, las ideas fueron esculpidas para congraciarse con la aurora. La historia, sostiene Pellicer, es una mala tonada de nuestro amor perfecto. Aquí no hay Villa, no hay Zapata. No parecen necesarios. Está, en cambio, la épica de lo pequeño, el heroísmo que no demanda morir en sacrificio. Sostiene Pellicer que él ha visto a quienes se han subido a la cruz y se arrodilla frente a ellos. Pero sostiene que debemos aspirar a una trama que ya no se coma a sus personajes, a una rosa que ya no se arranque de la tierra, a un hombre al que sólo se le requiera para que diga: Cuando linda linda con la cintura que quiero. La historia, sostiene, es una mala tonada de nuestro amor perfecto. Nunca se sabe con la historia. De pronto se llena de gente y de pronto la abandonan. Aquí se abarrota de salida de emergencia, de reconstruir el barco con los restos que dejó el naufragio, de que se vayan los ruines y no sigan medrando, rondando el saqueo. Sostiene Pellicer que eso es lo que hace la gente, ahí, formada para votar. Son como el agua del pozo que se derrama: cubrirá la tierra por querer beberse el cielo. Pero, al menos, sabrá lo que es la luz. Esta columna se publicó el 3 de julio de 2018 en la edición 2174 de la revista Proceso.

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