La reconciliación

domingo, 15 de julio de 2018 · 13:47
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Uno se reconcilia para mejorar las relaciones con quien le ha hecho daño. Es un proceso mutuo que se hace cargo del pasado para arreglar el futuro común. Se requiere decir la verdad, pedir perdón y compensar de alguna forma el daño que se reconoce para que el otro lado, las víctimas, puedan perdonar y amnistiar. No se necesita amar a los verdugos, sino comportarse como si perteneciéramos al mismo país. Para eso se requiere llegar a un acuerdo sobre el dolor pasado, aunque eso no necesariamente es perdonar. El perdón es una facultad exclusiva de la víctima que tiene el derecho de discernir si el resentimiento la paraliza o, al contrario, la moviliza para que el daño no vuelva a ocurrir. La idea de la reconciliación no requiere el perdón, sino la misericordia; es decir, la intervención de un tercero que tiene autoridad. Mejorar las relaciones después de un daño tampoco requiere renunciar al resentimiento ni a los deseos de venganza. Como escribió Emmanuel Levinas, “el perdón actúa sobre el pasado porque, de alguna forma, lo repite, purificándolo”. Pero, si bien el perdón es sobre cómo se siente la víctima frente a su verdugo, la reconciliación, en cambio, es un proceso para cambiar las conductas de ambos en un futuro común. Básicamente, que el daño no se repita.  Digo esto porque la semana pasada la palabra “reconciliación” fue usada por muchos de quienes se enfrentaron en la campaña electoral, notablemente, el presidente López Obrador y los empresarios, expresidentes y medios oficialistas que, por lo que se ve, lo seguirán siendo. Pero se habló de un daño verbal en un pasado inmediato. Me quedé pensando en la otra reconciliación: los daños a la vida y la libertad de los mexicanos desde 1968, la guerra sucia de Luis Echeverría y la presidencia criminal de Felipe Calderón, además de las decenas de miles de desaparecidos –junto a los estudiantes de Ayotzinapa– y las fosas ocultas por todo el país. Pero también sobre los daños a las familias y comunidades por los despojos y contaminación de tierras, agua, bosques, en la rapiña de las privatizaciones. No desdeño la fuerte presencia verbal del clasismo, racismo y prejuicios de la sociedad de castas mexicana presentes la semana pasada en las críticas al aspecto de la familia del presidente –resabio monárquico de que los poderosos deben vestirse como aristócratas y no como la gente común y republicana– o a algún representante electo de las pandillas que lleva tatuajes. La reconciliación tiene muchas capas, desde lo verbal hasta la desaparición física. El pasado mexicano está hecho de ultrajes y de pérdidas. Hay millones de agraviados que, para reconciliarse, necesitan ser reconocidos y el daño reparado. El resentimiento es un tipo de enojo moral. No es por envidia ni frustración ni desdén, ni malicia ni simple amargura. Es, como define Thomas Brudholm en su recuento del odio hacia los nazis de los sobrevivientes de Auschwitz, “la indignación afilada por el conocimiento de la injusticia”. Es una reacción emocional ante lo injustificado. Y es un sentimiento moral que no pueden experimentar los cínicos o los que no creen que las personas tienen dignidad y derecho a no ser menospreciadas y humilladas por las instituciones. Al sentirlo, el resentimiento señala un trato inapropiado conforme a los estándares morales, protesta contra él y exige que cese. Las buenas conciencias que pretenden que se aplaquen los agraviados jamás reconocerían el resentimiento como razonable y como una virtud. Tiene una función moral: hacer justicia. No toda ira es razonable y la que no tiene un origen justiciero no tiene expresión política legítima. Tampoco sirve, por supuesto, para pacificar, cuando la paz es esconder todo bajo la alfombra porque el espec-táculo debe continuar. Cuando tiene una demanda de reparación legítima, sirve como fuerza para iniciar un proceso de reconciliación desde la mirada de las víctimas. La historia la cuenta Brudholm: Jean Améry (Hans Maier, antes de las leyes contra los judíos en la Alemania nazi) sobrevivió a los campos de concentración sustentado en sus deseos de vengar la injusticia contra él, su familia y su pueblo. Escribió discursos que leía en la radio alemana después del fin de la guerra para que no se olvidaran las atrocidades cometidas contra millones y para no perdonarlas. Las reu-nió en un libro, Más allá de la culpa y la expiación. Después, a los 66 años, se suicidó. Brudholm lleva la idea de la indignación moral de Améry a la respuesta que un juez de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica le dio a una mujer que había sido víctima de violaciones repetidas bajo el auspicio del apartheid: “Busque una terapia”. La mujer le respondió: “¿Por qué no buscan terapia ellos, los violadores?”. En efecto, ¿por qué son los que no tienen poder, los que tienen que cargar con los recuerdos de una abominación, los que tienen, además, que buscar la reconciliación en su interior? Améry da su respuesta: “Mi resentimiento existe para que el crimen tome una realidad moral para el criminal. Por eso debe ser público”. El resentimiento tiene ese objetivo colectivo de mejorar el futuro y no repetir el pasado. El perdón no puede ser una ofrenda que da la víctima sólo para ser superior y alzarse sobre el daño causado. También debe ganárselo el verdugo.  Pero, por supuesto, desde la óptica del nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador las cosas son distintas. Traigo a la memoria literaria la invención de la amnistía. Son los atenienses en el año 415 antes de Cristo. Son una democracia con tres poderes: los jueces, la asamblea y el consejo. Están en una guerra contra Esparta en el Peloponeso y deciden invadir Siracusa. Cuando están perdiendo contra los espartanos, la oligarquía rica monta un golpe de Estado. Cuatrocientos comerciantes y aristócratas destruyen el régimen democrático y asesinan, según Tucídides, a la mayoría de los representantes populares. Pero el pueblo, desde los barcos en Samos, se organiza para derrocarlos y restaurar la democracia, pero justo pierden la guerra en el año 405, y Esparta les impone una dictadura de 30 oligarcas. La rebelión popular estalla nuevamente y el país invasor propone un arreglo: desalojar Atenas a cambio de una amnistía para quienes apoyaron las dos dictaduras, la interna y la impuesta. Los atenienses aceptan, salvo para quienes cometieron homicidios contra representantes desarmados. El único ejecutado es un ciudadano que busca la venganza contra un patricio que lo despojó de sus tierras. La amnistía se sostiene sobre la invención de un doble estándar: no se deroga ninguna ley aprobada por la dictadura, pero se le da poder a los jueces para revocarlas si algún ciudadano siente que le ha causado daño. En una carta atribuida a Platón se lee la disyuntiva de Atenas: “La justicia sobre hechos ya ocurridos o incorporar a los oligarcas al sistema democrático”. Platón establece la diferencia entre la “cuestión sustancial” –enjuiciar a los que colaboraron contra la democracia– y la “cuestión de compromiso”, es decir, salvaguardar el régimen democrático incorporando a los golpistas. La historia de Atenas nos mostraría que quienes sienten que tienen más poder que el resto de los ciudadanos tienden a la dictadura. La democracia sólo le interesa a los que no tienen otro poder. Habría, en estos días, otro tema más sobre la reconciliación. Nos pertenece a quienes no somos ni víctimas directas de los daños del pasado ni políticos a punto de entrar al gabinete. Tiene que ver con las amistades que se rompieron en la campaña electoral. Desde luego, la política siempre es una definición sobre los amigos y los enemigos. Decía Jenofonte que sólo los sabios sacaban provecho de sus enemigos. Pero me refiero a lo íntimo que se pierde en un vuelco como el que le dimos al país. Nietzsche llama a la amistad “locura compartida”. Desde luego, quien sólo tiene amistad con los que comparten su razón, no conoce de amigos. Escribe en Humano, demasiado humano: “El suelo sobre el que se alza la amistad es tan incierto que es preciso callarse para quedar amigos”. Entre amigos hay lo que se calla. Ser amigos es eludir y ser discreto. ¿Sobre qué? Sobre la locura de la reciprocidad. Sobre sostener una relación con otro, no por la forma de acercarse, sino de separarse. Ser amigos es callarse juntos. Es una complicidad en lo que tenemos de diferentes y cuyo silencio sólo puede llenarse con la risa. Los amigos no se ríen de la maldad, sino que se hacen reír de lo que ya no tiene remedio. Por eso somos amigos, porque eludimos el hacernos daño. Esta columna se publicó el 8 de julio de 2018 en la edición 2175 de la revista Proceso.

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