Suprema Corte o Tribunal Constitucional… Depende
Inicia agosto y con ello resurge un debate público sobre la conveniencia o no de crear un Tribunal Constitucional para encomendarle la defensa de la Constitución. De proceder esta idea, a nuestra Suprema Corte de Justicia le tendrían que quitar ciertas atribuciones para trasladarlas a ese otro Tribunal y dejarla solamente como cabeza del Poder Judicial federal, para que atienda cuestiones de mera legalidad.
El cambio no sería menor, ni tampoco sus implicaciones. De entrada necesitaría de una reforma constitucional para reorganizar al Poder Judicial federal y darle sustento al Tribunal Constitucional, preferentemente como institución autónoma de los tres poderes tradicionales. Las mayorías legislativas para llevar a cabo esa transformación existen, aunque dudo que las respalde una voluntad política de peso. De hecho, quiero pensar que esta innovación no se va a realizar en México.
Me alegraré si no sucede esa trascendental modificación a nuestra organización constitucional, pero también me congratula que se debata ante la opinión pública. Lo primero porque no me gustaría ver al próximo gobierno ante la tentación enorme de conformar un Tribunal Constitucional desde cero. Si con el tema de la Fiscalía que sirva ya dan de qué hablar, no quiero imaginar cómo podrían armar el mecanismo para integrar a ese Tribunal. La verdad, ni siquiera me convencería la idea de gente notable, proveniente del foro, de la academia y de la sociedad civil organizada, haciendo las propuestas iniciales para que las considere el gobierno.
En todo caso, recibo como buena noticia la ocurrencia del tema porque permite voltear a la Suprema Corte y discutir si se comporta como Tribunal Constitucional. Es evidente que tiene las competencias necesarias, es conocido que se asume como tal desde hace muchos años, es cierto que en los discursos y declaraciones se le puede calificar así y estar en sintonía, pero si se quiere debatir en serio, se tienen que analizar día a día sus fallos y ver si su razonamiento es constitucional.
En otras palabras, para ser Tribunal Constitucional se tiene que razonar con un enfoque de constitucionalidad y no de mera legalidad. La diferencia es enorme si se aterriza a casos concretos. Dos me bastan para clarificar la idea. El primero es de trascendencia pública sin igual. La Suprema Corte, instancia última del Poder Judicial federal, tiene la responsabilidad de defender nuestros derechos humanos. Al igual que el resto de juzgados de distrito y tribunales de circuito, la vía por excelencia para hacerlo es el juicio de amparo. Así que la forma en que entiende y desarrolla al amparo nos muestra mucho si es o no es, un Tribunal Constitucional.
En mi opinión, un Tribunal Constitucional dialoga con la Constitución directamente, desenvuelve su texto y obtiene respuestas que en ella no se leen a primera vista. Obviamente esa labor le otorga un enorme poder y por eso es vital en democracia asegurarnos de que rinda cuentas y actúe a la altura. Nuestra Constitución tiene un mandato que define su esencia: favorecer en todo tiempo la mayor protección de las personas y sus derechos humanos. De esa orden constitucional sigue otra: no restringir ni suspender esos derechos y los mecanismos para su defensa, salvo en los casos y las condiciones que expresamente deriven del texto constitucional.
A un Tribunal Constitucional digno de apreciar le bastarían esos dos mandatos para impartir verdadera justicia, de esa que transforma lo que está mal, que combate la impunidad, que le cierra todos los caminos al abuso del poder. De esa que garantiza verdad y reparación, que asegura un nunca más o la no repetición de las violaciones a derechos humanos y que no evade asignar responsabilidades.
Con eso en mente, la pregunta fundamental es si nuestra Suprema Corte es en cada una de sus sentencias eso u otra cosa. Y no solamente eso, sino si sirve de ejemplo para que así se comporten todos los juzgados y los tribunales de amparo.
De cara al primer caso, un Tribunal Constitucional con ideas claras y compromiso incólume con los mandatos de la Constitución, cada día haría del amparo el medio idóneo para defender los derechos humanos. No de palabra, sino en los hechos, haría del amparo el recurso breve, sencillo, accesible para todas las personas que enfrentan violencia y violaciones de sus derechos. Lo haría un mecanismo de garantía adecuado y efectivo para remediar esas violaciones. Eso se concreta, entre muchas cuestiones, en los efectos de las sentencias dictadas en el amparo.
Nuestra Suprema Corte tiene en el futuro próximo un reto determinante en el caso Ayotzinapa. Su Primera Sala tiene un precedente bastante criticable que limita los efectos reparadores de las sentencias de amparo. Ha dicho que el amparo primordialmente sirve para restituir en el goce de los derechos, invalidando los actos que los vulneran u obligando a que se haga lo necesario para respetarlos. El problema es que eso no es suficiente. Muchas veces se tienen que transformar las cosas. La Constitución no tiene todas las repuestas literales. Pero de eso a pretextar sus silencios, o peor, las carencias en la ley, hay un mundo de distancia.
Un tribunal colegiado ha ordenado en sentencia definitiva la creación de una Comisión para la Verdad en el caso Ayotzinapa, un tribunal unitario ha dicho que eso es imposible de cumplir y el actual gobierno suspira e imagina que nuestra Suprema Corte se comporte como boca muda de la legalidad y no como un Tribunal Constitucional. Ciertamente la Constitución no indica expresamente que es posible instaurar aquella Comisión, pero eso es lo que se necesita para iniciar el camino a la justicia. El tipo de Tribunal Constitucional que requerimos para contribuir a la transformación de nuestro país es uno que recuerde que la mayor protección de las personas pasa por un amparo efectivo para reparar las violaciones a sus derechos humanos, el cual desarrolle todas sus posibilidades. Y con eso en mente, la respuesta correcta es respaldar la existencia de la Comisión.
El segundo de los casos lo tengo más cercano. Es el caso del derrame en Sonora que cumple este seis de agosto, cuatro años sin ver verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. La Segunda Sala de la Corte puede decidir este mes el fondo del primero de los juicios que llegan hasta esa instancia. El asunto no toca el núcleo del desastre ambiental ocasionado por la minera Buenavista del Cobre de Grupo México, más bien, cuestiona una parte esencial de la mala manera en la que funcionan las cosas en México en torno a la explotación de nuestras riquezas.
El derrame de 2014 transformó la vida de decenas de miles de personas en el río, les arrebató su tranquilidad y perjudicó terriblemente sus proyectos de vida, pero para la empresa de Grupo México no significó nada de importancia. Su operación y sus planes de expansión no se alteraron en lo más mínimo. Así, su proyecto de construir una nueva presa de jales siguió en marcha hasta el día en que la gente de Bacanuchi, el poblado más cercano situado al sur de la mina, vio una vez más como se acumulaban líquidos en la tierra, revivió el derrame y pasado el susto, empezó a reunir información hasta decidirse por iniciar una demanda de amparo.
Lo que resultó de ese juicio lo tiene ante sí la Segunda Sala de la Corte. El fondo del caso es sencillo, tiene o no la gente el derecho a participar en la toma de decisiones en este campo. Nuestras leyes prevén que la relación de la mina sea con el gobierno, que las autorizaciones para sus actividades las emitan desde distintas oficinas gubernamentales, sin cuidar que efectivamente sean conocidas por las personas que habitan en los lugares adyacentes a ella. Se puede decir que nuestras leyes ven a las personas como parte del paisaje, que seguirá su misma suerte y podrá sucumbir ante la prioridad del desarrollo que implica su explotación.
La forma de darle entrada a la participación de las personas es rídicula: en materia de permisos ambientales, es la gente la que tiene que estar a las vivas, verificando que la Semarnat no publique en su gaceta ecológica en internet, alguna autorización para la realización de proyectos de explotación de los recursos naturales, y si de pura casualidad se da cuenta, sin información oportuna, previa, suficiente y accesible, le recae el deber de impulsar la consulta correspondiente. Parece así que al cargarle a las personas la responsabilidad, lo que queda es el incentivo para que el gobierno se desentienda y pacte a obscuras con la empresa.
Un Tribunal Constitucional, ante el planteamiento de que esa forma de operar violenta el derecho de participación informada en asuntos de interés público, en el caso, de tipo ambiental, lo menos que tendría que hacer es preguntarse y responder si el derecho reconocido constitucionalmente tiene o no el alcance de modificar la manera en que han venido dándose las cosas. Una Corte de legalidad aunque sea Suprema, solamente se conformaría con decir que las leyes ordinarias ya dan la respuesta. El peor escenario previsible para este caso es que la Sala Segunda de la Corte pretexte la ley para obviar su deber de desarrollar el derecho.
Se tiene noticia de al menos un precedente en el que la Segunda Sala negó que el derecho de participación previsto en el artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos pudiera servir para impactar la forma en la que se emiten autorizaciones ambientales, con el equivocado argumento de que aquel derecho se limita solamente a asuntos políticos. Sumado a ello, razonó que si bien se reconoce la participación en asuntos ambientales en la Declaración de Río, como eso no es vinculante, tampoco tiene peso suficiente para cambiar las cosas.
Ojalá la decisión de este asunto sea diferente. Muy triste sería que mientras por un lado el gobierno ha impulsado el Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, que se abrirá a firma en semanas, la Suprema Corte falle que ese derecho de participación es inocuo para lograr que la gente sea tomada en cuenta como algo más que el paisaje a afectar por los proyectos mineros y demás que explotan los recursos de la nación. En cualquier caso, este otro asunto mostrará lo que realmente es la Corte, y si con ella nos basta para no buscar un Tribunal Constitucional que aplique nuestra Constitución.