Nicaragua, tan violentamente soñada

domingo, 12 de agosto de 2018 · 09:32
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cuenta Ernesto Cardenal en La revolución perdida que el día que el dictador Anastasio Somoza voló por los aires ajusticiado por la bazuca de la guerrilla –el 17 de septiembre de 1980, en Paraguay–, el árbol de la casa presidencial se desplomó. Los jóvenes sandinistas despachaban desde esos jardines plantados desde 1937, cuando se inició la dictadura de la dinastía somocista. Cardenal dice que el árbol tenía las raíces podridas y que, al correr a verlo tendido, descubrieron en el espeso follaje el cadáver de un hombre. Nunca supieron su nombre, aunque le llamaron “Enrique”; tampoco si era un guerrillero sandinista apostado en la copa del árbol o un soldado de la Guardia Nacional somocista, escondido. Por alguna razón que no me explico, los sandinistas levantaron aquel árbol y lo replantaron.  Traigo esta memoria hasta aquí por la metáfora que hace de la revolución su poeta más notable: Nicaragua parece haber rescatado, mediante una revolución armada, la dictadura que combatió. Tal parece que la última revolución armada del siglo XX, la del Frente Sandinista, ayudó a trasplantar otra dinastía corrupta: la de los Ortega. Los estudiantes rebeldes a quienes la dictadura de Daniel Ortega y su esposa ahora disparan, son los herederos de una revolución que triunfó en 1979 pero que terminó por diversos factores: la guerra de “los contras” financiada directamente por el Congreso norteamericano, la rapiña de los líderes guerrilleros amasando las propiedades nacionales como un botín privado –la llamada “piñata”–, el desastre de su reforma agraria que no entregó nada a los campesinos pobres, así como por su desprecio a las comunidades indígenas y afroamericanas. Hay algo del sueño de 1979 en el levantamiento de los estudiantes de hoy contra Daniel Ortega. “Mamá –dice una estudiante grabándose con un celular detrás de una pared que la protege de las balas de la dictadura–, estoy aquí defendiendo a la patria”.  La sandinista es una revolución literaria desde aquellas crónicas romantizadas de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, Nicaragua, tan violentamente dulce y Crónica del asalto a la “casa de los chanchos”, hasta las Memorias del propio Cardenal, el poeta de la Teología de la Liberación, el que miró el rostro contradictorio de Augusto César Sandino –“un hombre nervioso dominado por la serenidad”– y entró a la guerrilla para escribir:  Yo he repartido papeletas                        (clandestinas, gritando: ¡Viva la libertad! en plena                                                   (calle desafiando a los guardias armados. Yo participé en la rebelión de abril: pero palidezco cuando paso por tu                                                    (casa y tu sola mirada me hace temblar.  Encarna la liberación de una mujer, Gioconda Belli, que equipara la revolución contra la dictadura con su escape de un matrimonio sofocante. En El país bajo mi piel, la poeta que ayudó a la guerrilla a una de sus victorias estratégicas –la toma de rehenes en casa de un ministro somocista que agasajaba al embajador norteamericano en diciembre de 1974– recuerda, no el árbol de Cardenal, sino una mancha de sangre en una pared de su vecindario acomodado: “Los padres de Silvio dejaron esa mancha en la pared mucho tiempo como testimonio del asesinato a sangre fría de su hijo. La vi muchas veces más. Hasta cuando pintaron la casa meses después la seguí viendo. La veo aún. Es de esos recuerdos imborrables de la infancia que guardan exactamente el olor del día, el soplo del viento, la luz del sol cayendo sobre el arbusto de flores rojas cerca de la puerta, cerca de la mancha de sangre”.  “No sé en qué orden sucedieron las cosas. Si primero fue la poesía o la conspiración”, escribe Gioconda Belli. Enamorada de un poeta del Frente, Gioconda deja su vida anterior –“de joven casada de la clase alta sólo quedó la engañosa y pulida superficie; dentro de mí empezaron los siete días de la creación, los volcanes, los cataclismos”– para hacerse una guerrillera perseguida por la Guardia Nacional de Somoza y enjuiciada en ausencia por su Tribunal Supremo. Al triunfo de la revolución no puede evitar su desconcierto ante la ambigüedad de las palabras usadas por Humberto Ortega, hermano del hoy dictador: cuando algo le sale mal a la nueva Junta Revolucionaria, el líder sandinista siempre encuentra la forma retórica de transformar el error en un objetivo. Para la escritora hay una inmoralidad en el lenguaje que encubre y engaña. Las palabras, en una revolución, deben ser honestas y precisas. A lo largo de su memoria revolucionaria, Gioconda camina, como lo hizo su país en la piel, entre la ambición por el poder de los nuevos amos y la guerra desatada por Ronald Reagan contra ellos. La revolución termina en una fecha exacta: 25 de febrero de 1990, el día que el Frente Sandinista acepta su derrota electoral ante la derecha. Los electores están agotados por la guerra, siguen pobres, y han visto demasiados parientes morir en los enfrentamientos con campesinos igual de hartos, pobres y desesperados. Es el muerto del árbol de Cardenal, un soldado desconocido, el que se levanta en medio de esas ruinas.  Hay en esa revolución una sensación de adiós al amor perdido. Sergio Ramírez, el más novelista, cuentista y ensayista preponderante del sandinismo, lleva esas contradicciones al texto de Adiós muchachos, su recuento de un sueño en el que pronto afloran las pesadillas. Como vicepresidente del Frente, al lado de Ortega, Sergio Ramírez fue el impulsor de lo mejor de la revolución: las relaciones diplomáticas con gobiernos que ayudaran a su país –el José López Portillo que exigía a su canciller tratar los préstamos a Nicaragua “como si fueran para un estado de la República mexicana”– y en la espectacular campaña de alfabetización en las comunidades más remotas de Nicaragua: “Los muchachos partieron a enseñar a los lugares más remotos, donde nunca habían soñado estar, a compartir el país ajeno, el otro país, al que entraron en tumulto, el país extraño, el país rural que la revolución buscaba redimir, bajo una inspiración humanista, espontánea”. Sergio Ramírez hace el retrato de quienes combatieron por la liberación nacional y quienes los apoyaron por toda América Latina: “La generación que leyó Los condenados de la tierra de Frantz Fanon y Escucha, Yanqui. La revolución cubana de C. Wright Mills, y al mismo tiempo a los escritores del boom, todos de izquierda entonces; la generación de pelo largo y alpargatas, de Woodstock y los Beatles; la de la rebelión de las calles de París en mayo del 68 y la matanza de Tlatelolco; la que vio a Allende resistir en el Palacio de la Moneda y lloró por las manos cortadas de Víctor Jara, y encontró, por fin, en Nicaragua, una revancha tras los sueños perdidos en Chile”. Después de Chile, en efecto, Nicaragua pareció ser un desquite de la izquierda continental. Pero, tras el 2006, a Daniel Ortega se le confunde fácilmente con la “ola de izquierda” de Lula, Correa, Mujica y Evo Morales. Sergio Ramírez es contundente en su juicio al desenlace del sandinismo: “Es un poder que ya no sirve a ningún proyecto trascendental, y que se parece a cualquier otro poder tradicional en la historia del país”. El Premio Cervantes ubica también al lenguaje como el origen de la pesadilla que hoy viven los nicas: no hay coherencia entre palabras y hechos. Se ha perdido algo de lo que él define como “santidad”; es decir, la idea de vivir en ese país de la humildad y del sueño de la justicia. No en balde, sentencia: “Fuimos el laboratorio de la Teología de la Liberación”.  Hace poco vi un muy premiado documental uruguayo, El hombre nuevo, de Aldo Garay, que retrata el momento de las jornadas de alfabetización en la Nicaragua revolucionaria de 1980. Aunque la película se refiere a una travesti nicaragüense que acaba por emigrar a Montevideo en condiciones miserables, hay una escena en la que un joven Sergio Ramírez preside una asamblea para evaluar la Cruzada Nacional por la Alfabetización en Managua. La imagen despide el impacto de lo nuevo, del sueño antes de la pesadilla, de la revolución triunfante y convocando al futuro. “En aquella época”, ha dicho Ramírez, “los únicos héroes eran los muertos”.  Pero rescato una posible lectura entre el travestismo y los combates por la patria en la Nicaragua de hoy: son tentativas por encontrar el origen. La rebelión de los universitarios contra Ortega tiene esa “santidad” del sandinismo de 1980. Espero que, si los jóvenes triunfan, ya no vuelvan a plantar el árbol en el nuevo jardín liberado.   Esta columna se publicó el 5 de agosto de 2018 en la edición 2179 de la revista Proceso.

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