'Todos los miedos”, de Pedro Ángel Palou

miércoles, 29 de agosto de 2018 · 19:05
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La paz de México es ficticia, aparente, una alfombra bajo la cual se esconde la basura del narco y la corrupción, y donde el asesinato de periodistas es sólo una consecuencia lógica, un efecto secundario de la denuncia contra un sistema podrido desde la raíz… Así comienza la descripción en contraportada de la reciente novela de Pedro Ángel Palou (Puebla, 1966) Todos los miedos (Grupo Planeta, 201 páginas), libro de 27 capítulos cuya protagonista es la reportera Daniela Real, quien “decide enfrentar, sola, a este sistema”. Elena Poniatowska expresa: “Por horas, por minutos, va creciendo esta novela que empieza de madrugada y termina en la noche del mismo día. Veinte horas como un cable de alta tensión entre el autor y los personajes. El ritmo de la prosa de Palou es el de un thriller y la indignación el motor de una trama que jamás desmaya. Una novela necesaria en este México que se cae a pedazos.” A continuación, presentamos partes del segundo capítulo de Todos los miedos, intitulado “5:23 a.m.”, para nuestros lectores: 5:23 a.m. La primera vez fue el instinto, no el placer, lo que lo movió a actuar. Iba caminando por la calle y miró la escena, lleno de ira. El tipo ni siquiera se inmutó de que tuviese testigos. La chava iba caminando como si nada, regresando del colegio, falda a cuadros, calcetas, la mochila colgando de un hombro. Coletas. ¿Cuántos años? Quince, dieciséis a lo sumo. El hombre como un predador, esperándola; guarecido por la esquina del callejón. Colonia Doctores. Cerca de los deshuesaderos donde compran y venden partes robada de coches. Él había salido del hospital. Otra visita de rutina, si estarse muriendo puede ser una rutina. Bueno, pero nos estamos muriendo de forma distinta todos los días. El hombre dio un salto, agarró a la niña por el cuello, le tapó la boca, maniatándola, y la metió al callejón. Milésimas de segundo. Ella forcejeaba, intentaba en vano el grito, el hombre casi la asfixiaba. Él todavía estaba demasiado lejos para actuar. Los perdió de vista. Escuchaba los golpes del hombre sobre el cuerpo de la chava. El sonido lo enardeció. Fue entonces que actuó por vez primera, apresurándose. El hombre estaba sobre el cuerpo de la niña, maniatándola. Las piernas en vano intentan liberarse, patearlo. El hombre la estaba violando y mientras lo hacía continuaba golpeándola. Todo ocurría a una velocidad que lo asombraba. Lo terrible ya había pasado, se dijo y sin pensarlo sacó su arma y descargó dos balazos sobre el hombre. Escuchó su grito. Miró la sangre. La chava lo empujó, desafanándose de ese abrazo forzado, y lo miró. Lo miró con tanto miedo como debió haber visto a su verdugo. Con un gesto del arma, él le dio a entender que corriera, que se fuera de allí, que desapareciera. La miró alejarse, con la ropa destrozada, la cara llena de moretones. La miró irse llorando, presa del pánico y de la rabia. Una rabia contenida, como la suya. Él guardó la pistola y se alejó, observando a su alrededor sin mirar si lo veían. Sólo se alejó, hacia el otro lado de donde había huido la joven. El violador allí tirado, él esperaba que bien muerto, camino del infierno donde se achicharraría. Los muertos no hacen ruido. (…) Dos días después de esa primera vez en que descargó la pistola vengando la suerte maltrecha de la muchacha en la Doctores, se dio de bruces con la historia de la periodista amenazada de muerte y corrida de su diario. No existe la casualidad, se dijo mientras leía en las páginas de otro periódico el artículo. La foto de la mujer le atrajo, pero en realidad fue el apellido. Nada común. Cuando estaba destacado en Tampico y era un militar demasiado joven, uno de sus casos fue al traste. Augusto Real. Lo secuestraron. La familia, a pesar de haber sido alertada contra ello, pagó el rescate, pero se lo echaron. Fausto y su comando no pudieron hacer nada. Lo cortaron en pedazos y lo tiraron cerca de Matamoros. No fue difícil investigar si Daniela Real era la hermana de Augusto. Recordaba vagamente que había una hermana. Le quedaba un amigo, de su época de la Procuraduría, el Tapir, y no sólo le consiguió la dirección actual, corroboró que era de Tampico y que había perdido un hermano en la época de Osiel Cárdenas y el Cártel del Golfo. Pudo esperarla –en ese momento sólo le pareció prudente estar cerca, a cierta distancia, ofreciendo la protección de su mirada— y seguir sus pasos. Al menos eso le debía a Daniela o a Augusto, a quien nunca pudo olvidar. Después del temblor --¿tres semanas?— pudo rentar un departamento en su edificio. Se mudó con las pocas cosas que tenía de Santa María la Ribera a la Narvarte y empezó a estudiar el barrio y a entender de dónde podrían venir las amenazas a Daniela Real. Hasta hace una semana cuando, preocupado por no escucharla en su departamento, se materializó del otro lado de la puerta. Había estado esperando por dos horas el regreso de la periodista, quien nunca llegaba después de las diez, y le parecía raro que aún no estuviera en casa. Por ello salió a comprobar su paradero. Su presencia asustó a quien estaba a punto de matarla. En este país nada pasa porque sí, piensa Letona. No pudo tratarse de un delincuente cualquiera. Alguien muy cabrón quiere su cabeza. Ha leído muchos de sus artículos, todos están en línea. “Geografía de los feminicidios”, se titula uno de los que más le han preocupado. Quizá porque empezó su vida de medio muerto salvando a una víctima como las que Daniela Real investiga cuando ya es demasiado tarde, cuando son un número, una estadística, en lugar de un nombre y una vida posible, un futuro. Trescientas sesenta y nueve mujeres asesinadas este año. Mil novecientas ochenta y cinco el año anterior, según la investigación de Daniela. El mapa del país lleno de puntos donde han caído muertas, descuartizadas, quemadas, acribilladas, violadas. Mujeres que han muerto por abortos clandestinos. Por violencia de los esposos, los amantes, los padres. Mujeres traficadas, mujeres mutiladas en los genitales. Asesinadas en un callejón por desconocidos. Recuerda las palabras de Daniela Real en el artículo: “Al principio tenía pesadillas. No podía dormir en las noches. Luego me di cuenta de que tenía una misión, al darle nombre a los números, al visibilizar a las víctimas silenciadas para siempre”. Desde que lo leyó, a Fausto Letona le entraron ganas de sumarse a esa labor, aunque fuera desde el anonimato, protegiéndola de las amenazas de muerte. Pero no podía estar siempre junto a ella sin parecerle también sospechoso, uno más de quienes pueden atentar contra su vida. No el salvador sino el verdugo. Debía ser más cuidadoso ahora que ella lo había visto de frente, el vecino aparentemente ingenuo que la salvó por suerte. Pero de esa forma tenía ahora un pretexto para acercarse, preguntarle al menos cómo está después del pinche susto.

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