El poder criminal de la Presidencia

lunes, 1 de octubre de 2018 · 10:55
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los grandes eventos históricos, en particular los traumáticos –y para México el 68 fue ambas cosas–, nunca pueden tener una lectura definitiva, una interpretación final. Cada generación, cada corriente política dentro de cada generación y cada individuo, los vuelve a interpretar desde la perspectiva de los problemas, características, valores y esperanzas de su época. Hoy y aquí, lo acontecido hace medio siglo se aquilata teniendo como trasfondo un largo proceso de confrontación entre la inconformidad democrática y el sistema presidencialista autoritario que nació y se arraigó en el Siglo XX. Ese proceso nos ha llevado de la represión abierta en la Plaza de las Tres Culturas a la elección presidencial de julio de 2018, donde una corriente de opinión que puede trazar sus raíces en la movilización y protesta estudiantil del 68, acabó con la posibilidad de continuidad del PRI y sus formas de ejercer el poder e incluso abrió la puerta para un cambio de régimen que, de materializarse, será el primero que se lleve a cabo por la vía pacífica e institucional en México. La chispa que incendió en el 68 la pradera política no fue premeditada, se trató simplemente de una instancia más de brutalidad policiaca para restablecer el orden ante un conflicto entre estudiantes, sin mayor significado político. Sin embargo, la autoridad no se percató de que para entonces la sociedad urbana mexicana joven estaba cambiado y que sus masas de estudiantes universitarios estaban transformando notoriamente sus formas de vida y su actitud frente a la autoridad. Mientras tanto, el régimen político persistía en mantenerse estático, fiel a su naturaleza antidemocrática. Y así, de la represión apolítica en La Ciudadela se pasó a la represión de las protestas por la acción inicial. Ahí se prendió la pradera. El 68 se puede interpretar como un intento de solución violenta por parte del régimen ante una contradicción de fondo. Por un lado, la naturaleza de un sistema político autoritario como el mexicano de entonces, en su plenitud, que exigía que sólo participaran como actores aquellos a los que la cúpula autorizaba, y que no toleraba movilizaciones públicas convocadas de manera independiente y menos si pretendían sostener exigencias que no habían sido previamente negociadas. Los médicos del sistema de salud pública acababan de experimentar esa prohibición, los universitarios de Morelia también y, antes, varios sindicatos. Por el otro lado, el movimiento estudiantil del 68 se organizó de tal manera, que sus dirigencias obedecían a unas bases que insistían en que se respondiera al contenido en un pliego petitorio. El pliego petitorio estudiantil estaba lejos de ser un documento revolucionario. En realidad, importaba más su carácter simbólico que su contenido formal. Y es que, desde abajo, desde el suelo social, sin tener “permiso” para hacerse presentes en el escenario político, los estudiantes demandaban al presidente que respondiera y reparara el agravio de la represión original. Sin que necesariamente los jóvenes tuvieran conciencia de ello, su organización y conducta desafiaba una de las reglas centrales de cualquier sistema autoritario: la de no tolerar movilizaciones sociales masivas e independientes. En una práctica ya bien establecida, el presidencialismo mexicano contaba con dos instrumentos para enfrentar retos como el estudiantil: la cooptación y la represión. En el medio urbano, generalmente prefería el primero. Sin embargo, dada la naturaleza y organización del movimiento del 68, cooptar a los líderes ya no aseguraba que las bases los respaldaran, al contrario, favorecía su deslegitimación y reemplazo. Quedaba, por tanto, la otra salida, una que cuadraba bien con el carácter del presidente: la fuerza. Había, además, un factor adicional que limitaba el tiempo disponible para negociar la desmovilización: el “factor olímpico”. Al despuntar 1968, el sistema político en México aparecía frente al resto del mundo como uno particularmente sólido; tanto que había logrado que la comunidad internacional aceptara su propuesta de organizar los Juegos Olímpicos que deberían tener lugar en octubre de ese año. El ofrecimiento tenía un lado muy positivo: México, su sociedad y su gobierno, disfrutarían un tiempo del privilegio de ser centro de atención de los medios internacionales. Sin embargo, de persistir la protesta estudiantil, se pondría en riesgo o de plano echaría por tierra la imagen de un supuesto “milagro mexicano”, tan difundida y aceptada entonces en el ámbito internacional. Ciertos autoritarismos incorporan su esencia a su marco jurídico formal –en España, Francisco Franco, era el caudillo “por la gracia de Dios–, pero no era el caso México. El país de la “primera revolución social del Siglo XX” tenía una constitución que consagraba la elección de sus autoridades, la división republicana de poderes, la libertad de expresión y todos los derechos ciudadanos propios de una democracia liberal. Sin embargo, la realidad era muy otra; lo que funcionaba era una Presidencia que además de los amplios poderes constitucionales de los que se le había dotado en 1917, disponía, en la práctica, de poderes metaconstitucionales, pues el jefe de un partido corporativo de Estado no estaba limitado por ninguna división de poderes, controlaba al Ejército y a los medios de difusión y, en una economía cerrada, las grandes concentraciones de capital privado se cuidaban de confrontarla. Además de los amplios poderes constitucionales y metaconstitucionales de la Presidencia mexicana del Siglo XX, bien descritos por Jorge Carpizo en su libro al respecto, había un tercer conjunto de poderes, a los que se puede denominar ilegales, dentro de los que cabían los francamente criminales. Estos últimos le permitían al presidente disponer de la vida de los adversarios molestos. De esta manera, por ejemplo, el presidente Plutarco Elías Calles, a instancias de Álvaro Obregón, ordenó la captura y asesinato en Huitzilac del aspirante a la Presidencia, general Francisco Serrano y algunos de sus seguidores, en 1927. Bajo la presidencia de Adolfo López Mateos, miembros del Ejército acabaron con la vida de Rubén Jaramillo, líder de un movimiento agrario zapatista, radical e independiente, en Xochicalco, en 1962. La represión violenta en extremo, y abierta, del Ejército en contra de una reunión de estudiantes desarmados en la Plaza de las Tres Culturas, en la Ciudad de México, la tarde del 2 de octubre –a 10 días del inicio de la XIX Olimpiada–, fue una de las expresiones más crudas, brutales y extremas, del poder criminal de la Presidencia autoritaria mexicana. Tras la represión del movimiento del 68, o a causa de la misma, la normalidad autoritaria ya no retornó. Es verdad que el movimiento estudiantil masivo y pacífico de entonces, se apagó. Sin embargo, algunos de sus elementos más radicales optaron por la guerrilla urbana. México vivió entonces toda una década de “guerra sucia” que finalmente el régimen también aplastó usando una combinación de instrumentos legales e ilegales. Sin embargo, confrontado con tener que librar una ininterrumpida lucha de retaguardia contra la inconformidad y la ilegitimidad crecientes, el viejo sistema fue cediendo terreno, combinando “aperturas democráticas” con fraudes electorales obvios, como el de 1988, y cooptación de sus opositores para dar forma a una “alternancia” en el 2000, pero a la que finalmente pudo neutralizar y asimilar. Para finales del siglo pasado ya no le era posible al poder presidencial suprimir a sangre y fuego a opositores armados, pero claramente aceptados como legítimos por una parte importante de la sociedad –los neozapatistas del EZLN–, ni tampoco reprimir todas las movilizaciones pacíficas de quienes lo desafiaban, ni vetar a actores políticos incómodos. En el 2000 la derecha, el PAN, desalojó al PRI de Los Pinos, pero ante su fracaso como alternativa, en 2012 el PRI recuperó la Presidencia. Sin embargo, para entonces apenas si pudo mal administrar una estructura institucional ineficiente, a la que envolvía una corrupción y una violencia criminal cada vez más densas y que de tiempo atrás había perdido su legitimidad original. En conclusión, el proyecto encarnado por los estudiantes en 1968 frente a una sociedad entonces, básicamente conformista, tardó en ser aceptado por el México profundo. Pero la erosión del autoritarismo iniciada décadas atrás, ya no se detuvo, ni tampoco la transformación de México de ser una sociedad dominada por una cultura política propia del súbdito a otra, donde las conductas ciudadanas habían ganado terreno al punto que lograron llevar al antaño todopoderoso PRI a ser una fuerza secundaria. En contraste, el recuerdo del movimiento del 68 va a ser grabado en los muros del Congreso porque ya es visto, y con razón, como un hito en la historia política mexicana. Este análisis se publicó el 30 de septiembre de 2018 en la edición 2187 de la revista Proceso.

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