Lo histórico

domingo, 9 de diciembre de 2018 · 09:50
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- ¿Qué significa lo histórico cuando se habla del ascenso al poder de la izquierda mexicana el sábado 1 de diciembre? De entrada, no podemos asumir la idea de nuestros historiadores positivistas que siguen pensando, como en tiempos de Porfirio Díaz, que el pasado es un hecho objetivo y no un hecho de la memoria. La historia priista es la que apela a las secuencias de causas y efectos, paternidades, influencias como si el pasado fuera un punto fijo al que se investiga para detallarlo y, así, decir que se le conoce. La historia no es un punto fijo; tampoco un relato de causas y efectos. Este tipo de historia ha sido utilizado por el poder en México como una forma de dominación: del hijo de conquistados y conquistadores nace, tarde o temprano, el priista.  Hay una adherencia que nos sofoca: todos llevamos un priista adentro. Eso, nos han dicho, es lo verdadero. Pero sabemos que los hechos del pasado no son cosas inertes para aislar y, luego, recogerlos en un relato causal. Lo que nos presentan los positivistas que hacen la historia de México en la televisión es un pasado inmóvil que es la suma de hechos que llenan un tiempo vacío, ya dado para siempre, incuestionable.  Los términos a debate son, del lado de los victoriosos, la Cuarta Transformación que se asimila a las otras: Independencia, Reforma y Revolución. Se le otorga la historicidad de una nueva separación como las demás: de la Corona española, de la Iglesia Católica, de la Dictadura. Esta vez es entre el Estado y las corporaciones empresariales. Del lado de los derrotados, lo histórico parece otra repetición: la reinstauración del Partido Único, ya no como el PRI –desde la Presidencia y absorbiendo a los sindicatos obreros y agrícolas–, sino desde la imprevisible votación masiva. Poco probable, la reinstauración de un poder unívoco se confunde con la conformación de una mayoría por obra del sufragio de 30 millones de ciudadanos. Roland Barthes llamó a esto “la retórica del tiempo explorado”. ¿Cómo no reducir el momento actual a una simple “semejanza” banal con el pasado priista o idealizarlo como un momento de absoluto puro? Walter Benjamin quiso resolver el dilema de cómo leer un acontecimiento como una supervivencia que de pronto nos asalta. Escribió, por ejemplo, de la supervivencia del infierno en las bocas del Metro, de los desfiles y las protestas en las calles como parte de los rituales de paso, de las cajeras de los supermercados como oráculos: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo como ‘realmente ha sido’. Significa, más bien, adueñarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un momento de peligro. El historicismo se contenta con establecer el nexo causal entre los diversos momentos de la historia. Pero ningún hecho es histórico por ser causa”.  Como narración desde el presente que se interroga con el pasado y lo historiza como su memoria narrada, esa manera de montar los hechos es lo que Benjamin llama “la esperanza del pasado”. En efecto, el horizonte no está en el futuro sino en los pasados todavía no narrados, engarzados en una trama nueva. En la disputa por lo histórico del nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador, el recuerdo y la memoria que lo sostiene no es un resultado definitivo sino un debate: es justo lo que recordamos del sueño al instante de despertar. Es un pasaje entre un mundo y otro. Entre el sueño y la mañana. Los despojos, las huellas borrosas de lo recordado.  ¿Qué quiere decir el montaje histórico de una Cuarta Transformación? ¿Qué sentido tiene profetizar el apocalipsis nacional sólo para tener razón sobre los odios que les suscita a algunos López Obrador? El pasado como latente, el presente como relámpago de un acontecimiento y el futuro como deseo chocan todos en la metáfora de la Cuarta Transformación. Para esos instantes en los que el tiempo reminiscente y el del deseo convergen en un acontecimiento, Benjamin describe un cuadro pintado por Andrea Pisano en 1321 llamado La esperanza: “Ella está sentada e impotente y tiende sus brazos hacia un fruto que le resulta inalcanzable. Y, sin embargo, ella tiene alas”.  De lo que se habló el sábado 1 de diciembre con la toma de protesta de Andrés Manuel López Obrador es de una historia que no parte de los hechos en sí mismos (que nunca han existido más que en la imaginación), sino del movimiento que los recuerda y los construye en el presente. La historicidad del momento actual existe porque el presente interroga al pasado, desmonta sus secuencias envejecidas y vuelve a montarlas como memoria nueva. Sabemos que existe una diferencia entre recuerdos y memoria. El recuerdo es singular y evocativo. Es, por ejemplo, el retrato de la abuela, el encendedor de papá, la muñeca de la infancia, la fotografía de las vacaciones. La memoria es la que narra, enlaza los recuerdos, discierne entre ellos y arroja un sentido que los conserva como trama. No es el retrato en sí mismo, sino la historia familiar que cuenta.  Walter Benjamin tuvo una imagen para esta profesión de historiar: el niño que juega con trapos, con restos de cosas, y se queda dormido sobre ellos, exhausto de imaginar. Ese niño juega a recombinar los datos con cada nuevo relato que arma. Es el mismo chico en el que Freud estudió nuestras relaciones con el amor y el abandono maternos: es un infante –su nieto de 18 meses– que tira una bola de estambre debajo de la cama y jala de la hebra para sacarlo y volverla a tirar. Es así como procedemos con el relato al que llamamos “histórico” y que no es el tiempo de las fechas, sino el de la memoria. Lo que desaparece, pero reaparece a voluntad del juego del niño. Benjamin le añadió un giro más: en vez de estambre, el nieto de Freud arroja un pretzel amarrado con una cuerda. El pretzel tiene la forma de un ocho; es decir, del infinito. Tanto Benjamin como Freud están jugando cuando escriben sobre el juego. El creador del psicoanálisis está divirtiéndose entre la cercanía y la lejanía de la madre. El filósofo de lo concreto lo hace con la historia que está lejos hasta que se jala el estambre.  Decir que López Obrador representa una restitución del presidencialismo o, más dramático, de la intención monárquica, es incurrir en lo que Benjamin llamó “la cobardía de la academia”; es decir, “transformar un ‘algo más’ sobre lo que debieran reflexionar, en ‘otra cosa’, sobre lo que se está autorizado para no reflexionar”. Sólo por esa cobardía de descalificar lo nuevo como algo ya ocurrido y juzgado, puede entenderse cierta crítica al movimiento de transformación mexicano como simple psicología anecdótica –el nuevo presidente es necio, autoritario, no escucha– que acaba por reducir la historia a los defectos y virtudes de un hombre sentado en la soledad del Palacio Nacional.  La disputa de Benjamin con los historiadores positivistas es, también, sobre la idea de origen. Para ellos es un punto fijo, una fuente de la que mana todo, un arquetipo flotante por encima de las cosas que le siguen. Para el filósofo el origen es “un torbellino en el río del devenir que entraña en su ritmo la materia de lo que está por aparecer. Pide ser reconocido como una restauración y, al tiempo, como algo por sí mismo inacabado, siempre abierto”. Todo acontecimiento histórico lo es porque encarna, al mismo tiempo, una restitución y un carácter incompleto. La memoria se niega a someterse al pasado y estalla en un relámpago del presente.  Para explicar esta idea, Benjamin recurre a otro juguete, el llamado “el transfigurador francés” de 1818 y que hoy todos conocemos como “caleidoscopio”. Está hecho de un espejo y un lente en cuya distancia se revuelven pedazos de vidrios de colores, rastros de conchitas de mar, hilos. El origen está justo en el momento en que se le revuelve para hacer las formas geométricas en su interior. Se recombina con cada nueva agitación y es sólo el ojo el que la fija por un instante o la considera inacabada, es decir, lista para otra combinación.   Escribe Hans Blumenberg en Trabajo sobre el mito: “La historia es lo que queda de lo emprendido cuando lo ya sucedido es considerado de un modo determinado”. Sin duda, el momento que vivimos se percibe como histórico, como un nuevo torbellino al interior de nuestro caleidoscopio. Como los niños, habrá que quedarse un rato maravillado por su nueva forma. Será una imagen irremplazable del pasado que se desvanecerá en cada presente que no sepa reconocerse observado por ella.  Esta columna se publicó el 2 de diciembre de 2018 en la edición 2196 de la revista Proceso.

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