El avistamiento de la Casa de los Ladrones

domingo, 16 de diciembre de 2018 · 10:04
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– A ése hay que hacerle como a Saddam Hussein –dice el señor cano justo atrás de mí. Desde hace veinte o treinta minutos estamos haciendo fila para entrar a Los Pinos y, para matar el tiempo, no tenemos más que revisar con detalle las estatuas de los expresidentes de México. Su fantasía de amarrar una y jalar y jalar hasta tirarla se la despertó un Carlos Salinas de Gortari cuya mano atenaza con angustia un libro con las palabras “Solidaridad” y “TLC”. Y es que la apertura al público del espacio donde vivieron los presidentes de México encarna una mezcla plebeya entre morbo, turismo, toma de posesión, evocación de los daños que nos hicieron. Todo ello se agolpa con el sol a plomo en la Calzada de los Presidentes, pero nadie se mueve, muy pocos se toman fotos con su estatua favorita, y la espera se hace repaso de los abusos sexenales. Las estatuas sugieren la crítica: Díaz Ordaz tiene la mano tendida; Echeverría carga un portafolios; López Portillo golpea con el puño el remate de una columna dórica; Vicente Fox tiene de la mano a una niña indígena que, a su vez, carga con una tableta electrónica. Están ahí por una idea del jefe del Estado Mayor Presidencial de López Portillo –el general Miguel Ángel Godínez–, quien encargó a escultores que de otra forma hubieran seguido amoldando toros, caballos o los mismísimos “espárragos” del Monumento a los Niños Héroes. La gente mira hacia sus pedestales y lee en voz baja el nombre y los años de gobierno; casi siempre lo que sigue es un suspiro. De pronto, un civil pasa informando: –Los de la tercera, pueden pasar sin hacer cola –dice, refiriéndose a los mayores de 60 años. –¿Y los de la cuarta? –grita un entusiasta de la transformación anunciada por Andrés Manuel López Obrador desde antes de asumir como presidente. La mitad de los escuchas se ríen; la otra mitad no entendió. Lo democrático es una fila en el rayo del sol. Lo civil es tomarlo como un día de paseo por una parte del Bosque de Chapultepec que no hemos visto nunca. En la entrada de Los Pinos los mensajes chocan: mientras hay un: “Pueblo de México, bienvenido a Los Pinos”; también hay un lema del Estado Mayor Presidencial amenazante que recuerda las represiones políticas, las desapariciones, las masacres: “Al presidente nadie lo toca”. –Aquí estaba el nidito de los militares –va diciendo una señora hacia el bebé en la carriola que empuja al pasar por los cañones de la defensa contra la invasión norteamericana. –El Estado “Matón” Presidencial –bromea un probable profesor de la Metropolitana de Xochimilco. Me acuerdo entonces de aquella crónica de Martín Luis Guzmán cuando villistas y zapatistas entran al Palacio Nacional. Las diferencias son sumarias: no somos revolucionarios, sino ciudadanos; entramos, si acaso, por la fuerza de nuestros votos y los únicos armados aquí son de la Policía Militar. De hecho, hay un detector de metales por si a alguien se le ocurriera pasar un revólver. En cuanto subimos la escalera de la casa fundada por uno de los más corruptos presidentes, Miguel Alemán –quien ideó la complicidad entre empresarios y políticos mediante la adjudicación de obra pública–, se abre el espacio del mármol blanco, el inevitable candelabro de cristal cortado, los herrajes de una escalera sinuosa que es calificada, de inmediato, como: –Sácate una foto de final de telenovela. Ahí mismo, en esa escalinata vagamente neoclásica y alemanista, fue que la primera dama del hoy expresidente Peña Nieto, La Gaviota, posó para un estudio fotográfico de la revista de modas Marie Claire. El 1 de diciembre, ahí mismo, en esa misma escalera resbalosa, el fotógrafo José Ignacio de Alba retrató a una familia campesina que venía desde Acapulco sólo para conocer el mármol. Pero calza todavía lo dispar entre nosotros y la casa presidencial que describió Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente, entre el Eulalio Gutiérrez y los recién llegados a Palacio Nacional: “Había en el modo como su zapato pisaba la alfombra una incompatibilidad entre alfombra y zapato; en la manera como su mano se apoyaba en la barandilla, una incompatibilidad entre barandilla y mano... ‘Aquí –nos decía– es donde los del gobierno platican’, ‘Aquí es donde los del gobierno bailan’, ‘Aquí es donde los del gobierno cenan’. Se comprendía a leguas que nosotros, para él, nunca habíamos sabido lo que era estar bajo un techo ni teníamos la menor noción del uso a que se destinan un sofá, una consola, un estrado; en consecuencia, nos ilustraba. Y todo iba diciéndolo en tono de tal sencillez, que a mí me producía verdadera ternura. Ante la silla presidencial declaró con acento de triunfo, con acento cercano al éxtasis: ‘¡Ésta es la silla!’. Y luego, en un rapto de candor envidiable, añadió: ‘Desde que estoy aquí, vengo a ver esta silla todos los días, para irme acostumbrando. Porque, afigúrense nomás: antes siempre había creído que la silla presidencial era una silla de montar’.” Ahora, no somos el contingente alzado en armas que irrumpe en una casa con techo y sillones. De hecho, es al revés: los ciudadanos formados en fila india testificamos el despojo: no hay casi muebles, uno o dos cuadros, puras paredes pelonas. Un letrero se repite con monótono extrañamiento: “Recámaras familiares. Así nos las entregaron; “Despacho del presidente de la República. Así nos lo entregaron”. Es el comentario contundente de un gobierno al que le vaciaron la casa presidencial como si la hubieran asaltado. Aquí el asalto no es el de nosotros, sino el de los funcionarios presidenciales. –¿Dónde está lo ostentoso? –se pregunta un señor clasemediero que no concibe el lujo de los millonarios saqueadores más que como una versión de lo exótico. Los datos revelan lo que no vemos al entrar: sólo Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto gastaron aquí 3 mil millones a través de mil 638 contratos a proveedores. ¿Quién se llevó los cubiertos de plata y vajillas de boutique que nos costaron a todos 28 millones 560 mil pesos? ¿Dónde se almacenaron los 40 millones de vinos y licores? ¿Quién consumió los 7 millones y medio de “abarrotes gourmet” que sólo en 2013 Peña compró con presupuesto público? ¿Qué pariente se quedó con el medio millón de manteles finos que Calderón mandó comprar con dinero público? ¿Y por qué se aseguró a Los Pinos contra incendios con la empresa Atlas, del Grupo México, cuyo dueño es –para quien busca comparaciones históricas de tres al bolillo– nieto de Plutarco Elías Calles y quien, además, fina persona, ordenó a sus trabajadores a no votar por López Obrador? ¿Dónde –se pregunta el cronista, ya más metafísico– quedó la alegría presupuestal de las fiestas de los Calderón y la hija Sofía Castro Rivera que vimos en las revistas de farándula, pero no en las facturas del Instituto que Peña Nieto creyó que se llamaba “de Información y Acceso a la Opinión Pública”? ¿Dónde quedó la adjudicación directa del júbilo a los invitados secretos del reiterado convite sexenal? Basta el ejercicio de poner las fotos de Ricas y famosas de Daniela Rossell (2002) en estos salones vacíos, en estos pasillos sin luz, en este comedor con 28 sillas y balcón para salir a fumar con vista a Los Pinos que sembró el general Lázaro Cárdenas. Los vestidos entallados con impresión de cebra, los trajes a la medida y los whiskeys de 50 años, el cantante de moda escoltado por el Estado Mayor. Los platillos saliendo de esta cocina de acero inoxidable, los víveres “gourmet” de la alacena de pared a pared, las cobijas con brocados. –Aquí es donde a La Gaviota le daban lo que dice Paco Ignacio Taibo II, comenta un señor ya mayor. Algunas personas voltean y lo reprueban con la mirada, luego se alejan hacia otro de los balcones, el que da a una palmera donde se alcanza a ver la larga fila de quienes vienen al avistamiento de Los Pinos como si fuera un nuevo planeta, un Plutón que duró, como la Presidencia monárquica, desde los treinta hasta 2006. En efecto, avanzamos hacia la casa de un presidencialismo derruido que minó el suelo bajo sus pies. Perdiendo altura desde Cárdenas hasta Peña Nieto, desde el reparto agrario y la nacionalización del petróleo hasta los negocios a cambio de una casa en Las Lomas, la Presidencia de la República como algo que encarna la soberanía del Estado Mexicano se transformó en picaresca, banalidad, vulgaridad. Echeverría y su sala de cine donde proyectaba las filmaciones de sus matanzas. El llamado “bunker” de Calderón ya despojado del anunciado “centro digital” al que sólo le dejaron unas pantallas de televisión de hace una década. Pero no deja de asombrar lo clara que aquí resulta su metáfora: la Calzada de los Presidentes, llena de asesinos, rateros, y sociópatas, se cruza con El Paseo de la Democracia. Aquí la solución parece trivial: les hicimos fraude electoral, los golpeamos, los encarcelamos, pero les hicimos su estatua. Al lado de José Vasconcelos, se enfilan Heberto Castillo, Salvador Nava, Manuel Clouthier. Los expresidentes y los opositores reprimidos se cruzan escoltados por pinos, soldados; y las estudiantes de la UNAM que se preguntan, como todos, hacia dónde queda el metro. Ahora recorremos esta historia nosotros, los que nunca fuimos partícipes de la elección de los presidentes y sus sustitutos que anunciaba Fidel Velázquez a nombre de los obreros, del Partido y de la Nación. Los que, en su mayoría, se abisman ante los rostros de Heberto o de Nava. Estamos aquí, en un lugar sin baños públicos, sin muebles que ver, sin más atracción turística que hacerse un autorretrato en la escalera. Y, por aquello, por contraste, es que recuerdo una escena de Gringo viejo de Carlos Fuentes. Las tropas del villista Tomás Arroyo entran al salón de recepciones de la hacienda de los Miranda, de la que el revolucionario es hijo bastardo. En el salón encuentran, por primera vez, espejos que los reflejan de cuerpo entero. Las soldaderas y los revolucionarios, empolvados por los viajes arriba de los trenes, enlodados por las cabalgatas, llenos de hollín y de una mugre de siglos, se miran en los espejos y giran como para cerciorarse de que sí son ellos. “Mira, eres tú”, le dice un villista al otro. “Soy yo”, le responde el otro, maravillado. “Somos nosotros”, se dicen sin creérselo. Aquí no hay espejos que nos reflejen. Son los teléfonos celulares y las selfies las que hacen las veces de esa impresión del “nosotros”. Una señora, con cierta dignidad, se pone en el centro de un círculo del vestíbulo de la casa presidencial y le pide a su marido que le tome una foto desde lo alto de la escalera. Y levanta el puño izquierdo. Pero la otra imagen es la del nosotros como espectadores en la fila india. Somos los ciudadanos mirando el vacío del lugar. Somos los que, abismados, verificamos el nivel del despojo del que fuimos las últimas víctimas. Al menos, las últimas inconscientes. Esta columna se publicó el 9 de diciembre de 2018 en la edición 2197 de la revista Proceso.

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