La instauración de un nuevo modelo cultural y el T-MEC

sábado, 15 de diciembre de 2018 · 10:05
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 30 de noviembre último, en la víspera del cambio de gobierno, el Tratado México-Estados Unidos-Canadá (T-MEC) fue finalmente suscrito por los presidentes de estos tres países en Buenos Aires, Argentina. El acuerdo, sin embargo, se halla muy lejos de provocar exultación en la cultura mexicana, toda vez que ésta quedó totalmente inerme. El Capítulo 32, alusivo a las disposiciones generales, prevé apenas una protección precaria a las industrias editorial y audiovisual, la cual empero beneficia sólo a Canadá (Artículo 32.6). La limitación es importante: esas industrias culturales deben ajustarse a los términos del T-MEC. Así, no es de extrañar el hecho de que México quede al margen de cualquier protección, pues los negociadores del país han seguido una metodología esencialmente mercantilista. Este aspecto es identificable desde el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), en el que, a diferencia de Canadá, el Estado mexicano abdicó de insertar cualquier disposición relativa a la defensa de la cultura mexicana (Artículo 2106). Traducido el T-MEC con parsimonia al español, privó a la sociedad mexicana de una discusión pública y abierta; la élite se arrogó la prerrogativa de decidir lo que, a su juicio, convendría mejor a los intereses nacionales. Ahora es el tiempo de dar cuenta de este nuevo modelo cultural. La extinta administración federal jamás tuvo claro que las industrias culturales productoras de bienes y servicios expresan una forma de vida y de comunicación social que traspone la vida social en música, en palabras e imágenes y, con ello, modelan nuestra manera de ser y reafirman nuestros valores culturales. La participación colectiva en la vida cultural no es más que la traducción de nuestros valores culturales. En este sentido, uno de los vehículos de mayor relevancia son los productos culturales digitales. Con claridad meridiana, Estados Unidos conoce que en ellos radica el futuro y, en consecuencia, una parte sustantiva de su comercio. El T-MEC Los términos en los que fue concebido el T-MEC no deben llamar a sorpresa, ya que la posición mexicana ha sido consistente con el modelo neoliberal que rigió en México durante los últimos 36 años, razón por la cual ese acuerdo refleja puntualmente los postulados del neoliberalismo. Para entender cabalmente los alcances del T-MEC, deben analizarse las negociaciones que se realizaban en la Organización Mundial de Comercio (OMC) y en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés). Muchas de las conclusiones del T-MEC abrevan precisamente de aquellas. La anécdota es obligada: en las postrimerías de la aprobación de la Convención sobre la Protección y la Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de la UNESCO (Convención del 2005) Estados Unidos intensificó sus esfuerzos para impedir que fuera aprobada; la industria audiovisual estaba en la médula del problema. Kasuyoshi Okuyama, uno de los más importantes realizadores de cine de Japón, vaticinó que en las siguientes décadas su país acabaría por suspender toda producción cinematográfica para dedicarse a reproducir únicamente películas estadunidenses. El argumento de los Estados Unidos consistía en que la Convención del 2005 imponía restricciones al libre comercio y transgredía derechos humanos. Para ello, a requerimiento de ese país, el director general de la OMC convocó en agosto de ese año a una reunión de emergencia en Ginebra con el propósito de debatirla. En ella participaron algunos países, incluido México. El comunicado de este cónclave dirigido al Consejo del Comercio de Servicios (TSC, por sus siglas en inglés), que depende del Consejo General de la OMC, sostenía que la exclusión a priori de la industria audiovisual, como la impulsaban algunos países, entre ellos los de la Unión Europea, contravenía las directrices de las negociaciones de liberación de comercio, especialmente las de la Ronda Doha. La Convención del 2005 fue finalmente aprobada en octubre y ratificada por México. El TSC es un órgano primario de la OMC. Como es bien sabido, el sistema de la OMC se fundamenta en dos modelos: El primero es el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y de Comercio de 1994 (GATT 1994), cuya metodología se enfoca en establecer un régimen general de libre comercio, salvo en aquellos sectores expresamente excluidos y que, por consiguiente, constituyen un régimen de excepción. Éste y no otro es el modelo seguido por el T-MEC. El segundo es el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios y Anexos (GATS, por sus siglas en inglés) que, en una lista específica, liberaliza solamente aquellos servicios o sectores que libre y expresamente convenga cada Estado, y es administrado por el TSC. A diferencia de esta modalidad, Estados Unidos logró que todos los servicios y anexos, inclusive los culturales, quedaran sujetos en el T-MEC al primer modelo. Es incuestionable que se trata de un laurel para los Estados Unidos. Ambos modelos fueron incorporados en el Acta de Marrakech del 15 de abril de 1994, fundadora de la OMC (Anexos 1A y 1B, respectivamente). Las negociaciones en el seno de la OMC han estado teñidas de profundas tensiones, y más aún en el GATS. La última conferencia ministerial de la OMC, que tuvo lugar en Bali, Indonesia, en diciembre de 2013, se desarrolló bajo el desasosiego de las negociaciones del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) y de otras que se realizaban paralelamente y al margen de la OMC. La versión, conocida como Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP, por sus siglas en inglés), fue ratificada por México, ya sin la presencia estadunidense. Ante la enorme dificultad de hacer progresos sustantivos en el GATS –lo que demostró finalmente la conferencia de Bali–, en febrero de 2012 se reunieron en Ginebra los llamados Verdaderos Buenos Amigos (Really Good Friends) para diseñar un mecanismo sobre el comercio de servicios, el cual culminó con la redacción del Acuerdo en la materia (TISA, por sus siglas en inglés). Este documento es básico para entender las nuevas aproximaciones al comercio digital del T-MEC. El mencionado grupo, del que México formaba parte, quedó integrado por 23 países que representaban 70% del total del comercio mundial y cuyos representantes sesionaron bajo la más absoluta secrecía. Sin el análisis de estos antecedentes no es posible entender las consecuencias culturales de la redacción final del TPP y, desde luego, del T-MEC, ya que explican en forma prístina las verdaderas prioridades del Estado mexicano, específicamente en materia de cultura. En el TPP y el CPTPP, y ahora en el T-MEC, se prohíbe la imposición de derechos aduanales a la transmisión de cualquier contenido por la vía electrónica (Artículo 19.3); se proscribe la aplicación de todo trato discriminatorio (que es un mecanismo combinado del trato nacional y del trato de la nación más favorecida) a los productos digitales, incluidos desde luego los culturales. Éstos comprenden todos los programas de cómputo, texto, video, audio e imagen, entre otros, producidos para efectos de ventas comerciales o de distribución, que puedan ser transmitidos electrónicamente (Artículo 19.1). El T-MEC es la culminación de la estrategia comercial de Estados Unidos, país que con ello asegura la libre comercialización de sus productos digitales en México y Canadá. Más aún, en el contexto del TPP, el CPTPP y el T-MEC esa nación logró relativizar la cláusula cultural canadiense, eliminar los subsidios a los productos culturales digitales y abandonar el principio de la neutralidad tecnológica que se había gestado en el seno de la OMC, operar la segmentación de las reglas comerciales de bienes y servicios tradicionales respecto de los digitales, y desarrollar un régimen específico libérrimo para cada uno de ellos; metodología que aún no es reconocida por la OMC. Esta es la quintaesencia del libre mercado. La ruptura El T-MEC constituye sin duda una ruptura con la política que el Estado mexicano había seguido en otros foros, especialmente en la UNESCO, y más grave aún: somete su política cultural a controversias comerciales. En lo sucesivo, la comercialización tradicional de los productos culturales se inserta en el régimen general, mientras que los analógicos, tanto mexicanos como estadunidenses, se encuentran normados ahora por un esquema específico que, esencialmente, es libérrimo. La consecuencia es manifiesta: la cultura mainstream tiene ahora un marco de legalidad. Peor aún, en el arcano de la historia terminaron los siguientes aspectos –si es que en alguna ocasión hubo la seriedad gubernamental de impulsarlos–: la naturaleza específica de las actividades asociadas a los bienes y servicios culturales, portadores de la identidad, valores y significados nacionales; la reafirmación del derecho soberano del Estado mexicano de adoptar y observar políticas pertinentes para la promoción y protección de la diversidad de expresiones culturales y el diálogo entre culturas a efecto de asegurar el equilibrio en los intercambios, y la salvaguarda de la diversidad cultural. Lo anterior no es una mera cavilación académica; es una inquietud democrática. Las decisiones en materia cultural no deben estar únicamente motivadas por una racionalidad pecuniaria. La cultura no es un artificio, y menos un subterfugio para fomentar una práctica comercial proteccionista, sino un elemento que contribuye al desarrollo sostenido de nuestra sociedad y propicia un diálogo intercultural que es esencial en un país heterogéneo como México. La abdicación del Estado mexicano en lo referente a la reivindicación de sus productos digitales culturales, a diferencia de Canadá, coloca a nuestras industrias del ramo en una condición de gran fragilidad, cuando precisamente es el ambiente informático el que puede augurarles un desarrollo pleno; es en este ámbito en el que se propicia una creciente exposición de expresiones culturales desmaterializadas a un público ilimitado. Cuando se intente impulsar a los start-ups mexicanos en el universo digital, será el momento indicado para cobrar verdadera conciencia acerca de la dimensión cultural del T-MEC. Lo conveniente para la administración que se inicia en México es concebir el ambiente digital como un ecosistema cultural que plantea nuevos desafíos, especialmente en lo que respecta a la elaboración de políticas efectivas que salvaguarden e impulsen la diversidad de las expresiones culturales. La noción misma de salvaguarda tiene ahora una connotación diferente en el universo informático; las medidas tradicionales para la preservación, salvaguarda y justipreciación de nuestra diversidad cultural son a todas luces insuficientes. Para mencionar lo obvio, el Estado mexicano tiene claros límites en lo que atañe a la confección y difusión de los contenidos culturales informáticos. Ante ello, se ha avanzado en nociones como apertura y equilibrio, que deben ser adaptadas al ecosistema informático en donde habrán de desarrollarse las industrias culturales del país, ya que en este universo en perpetua expansión las fronteras nacionales desaparecen para dar lugar a un espacio globalizado. En consecuencia, los márgenes de acción gubernamentales en México se reducen sustancialmente. El ecosistema informático es un espacio desmaterializado que propaga información, imágenes y sonidos, y que no conoce de fronteras ni de distancias (Veronique Guevremont). Este contexto obliga a reflexionar en torno a la interacción e interdependencia que generan las tecnologías informáticas en los diferentes sectores de la cultura. En este ecosistema, la localización del creador y del público que tiene acceso a la diversidad de las expresiones culturales desmerece; lo que resulta relevante ahora es la disponibilidad de las tecnologías informáticas y la capacidad de conocimiento y de empleo que de ellas se tengan. El desarrollo sostenido se funda sobre los principios de equidad tanto entre generaciones como en el interior de ellas. A su vez, la transmisión de la diversidad de las expresiones culturales a las siguientes generaciones requiere de una sensibilización de las generaciones actuales sobre la importancia de preservar esa diversidad. No basta por lo tanto la mera transferencia de tecnologías; este ecosistema exige una capacitación para su empleo y para que la oferta cultural pueda vigorizarse de manera efectiva. Los desafíos no son menores y se multiplican exponencialmente. El nuevo gobierno pretende extender el internet a todo el territorio nacional; pero, cuando haya disposición generalizada de la red, el acceso a las expresiones culturales planteará problemas de alta complejidad. Algunos datos ilustrativos: el máximo de tiempo diario que la población ocupa en el uso del internet es de escasos 30 minutos; por lo demás, únicamente 68% de los mexicanos tiene acceso a la red, y el uso que hace de ella se registra sobre todo entre las 15 y las 20 horas en el hogar. El dispositivo privilegiado de acceso es el smartphone, que se emplea sobre todo para transmitir mensajes (Target Group Index de Nielsen Ibope México). Este nuevo ecosistema representa un espacio inédito en el que convergen el creador y el público. Existe pues una alteración de la cadena de transmisión de valores culturales, tradicionalmente concebida como lineal y que ahora se diluye en una red. También hay una clara transferencia de poder en cuanto a la difusión de los contenidos culturales para el público. El centro de gravedad se concentra ahora en este último, que tiene un acceso ilimitado a aquellos. En efecto, este ambiente –favorable a una infinita diversidad de expresiones culturales desmaterializadas y de circulación vertiginosa– se dirige a públicos difusos y dispersos. Se trata de un ecosistema que dista mucho de ser estático; más aún, conlleva una aceleración e intensificación inusitadas del flujo cultural. Su consecuencia natural es el incremento de la competencia en el campo de las expresiones culturales. El mismo término bienes culturales, que estaba vinculado a la materialidad, pierde su significado en el universo informático y se le sustituye con rapidez por el de servicios culturales, que son sobre todo desmaterializados. Estos nuevos escenarios plantean también desafíos a escala internacional, ya que la posición mexicana en materia de bienes culturales era más restrictiva y distinta a la de servicios culturales, que era más distendida. La nueva terminología productos culturales es más acorde a los nuevos ambientes y tiene ya un régimen específico en el T-MEC. El grave problema al que se enfrenta la nueva administración consiste en lo siguiente: como el gran público se concentra en los ecosistemas controlados por las grandes empresas que, conforme al T-MEC, aseguran sus posiciones dominantes, ello se convierte en un vehículo para la implantación de una cultura de masas hegemónica, lo que deja un espacio muy reducido para las expresiones culturales mexicanas. En efecto, los creadores y difusores, que tienen medios más limitados, experimentan mayores dificultades para acceder a un mayor público. Las encrucijadas relativas a la diversidad de las expresiones culturales en este ecosistema no contemplan solamente la cantidad de contenidos culturales disponibles, sino también la accesibilidad y visibilidad de los mismos. En México existe una disparidad de acceso a las tecnologías informáticas, ya sea de infraestructura o de equipos necesarios para su conexión, especialmente en las poblaciones rurales, fenómeno cuyas repercusiones en nuestra sociedad están todavía por dimensionarse. A esta inequidad social debe agregarse el problema que entraña la adquisición de la capacidad para beneficiarse de las nuevas tecnologías. Epílogo La entrada en vigor del T-MEC exige a México nuevas metodologías para la salvaguarda y promoción de las expresiones culturales en ambientes informáticos. En la pasada administración federal se perdió una oportunidad valiosa para informar a la sociedad sobre la riqueza de nuestra diversidad cultural y fomentar así la conciencia en torno a la necesidad de salvaguardarla. Los mandarines culturales, acostumbrados al apparátchik cultural y propensos a la nomenklatura burocrática, se enmarañaron en intrigas palaciegas y exhibieron su inhabilidad para crear una auténtica estructura cultural, con una grave pendencia como resultado: el escaso poder que se le atribuyó a la cultura. Peor aún, se desperdició una coyuntura espléndida para propiciar la emergencia de nuevas vías y aproximaciones en la formación de ecosistemas culturales mediáticos. También es evidente el fracaso de las políticas públicas encaminadas a alentar la producción de bienes culturales en este contexto. La estrategia hasta ahora había sido considerar que los productos culturales extranjeros tenían un impacto reducido sobre las culturas nacionales; se estimaba que esas políticas bastarían para mantener a salvo la identidad nacional, cuando ni siquiera se tenían claras las características de ésta. La aproximación a este problema se agotó en generalidades, poco propicias para estructurar una política cultural. En adición, el ejercicio efectivo de los derechos culturales se inhibió sistemáticamente, lo que hizo imposible la práctica de la democracia cultural. Se olvidó que es el argumento democrático el que legitima la intervención del Estado en el espacio público y permite la participación del ciudadano en la vida cultural. Los mandarines mexicanos veían empero que estos argumentos no justificaban intervenciones proteccionistas comerciales para los productos culturales mexicanos, sin importar su valor intrínseco. Sin embargo, soslayaron el hecho de que éstos se encuentran vinculados al prestigio nacional del que podrían salir beneficiadas las próximas generaciones; asimismo, la élite se reservó el derecho de decidir cuáles eran los culturalmente valiosos, aunque lo hizo en función de sus propios criterios, y terminó por rendir la plaza. Con el T-MEC abandonó la salvaguarda de las industrias culturales al libre mercado. La cultura, como lo sostienen el Preámbulo de la Declaración Universal de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural y la Observación General número 21 del Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, vinculantes para la Ciudad de México, es un proceso en el que están implicadas formas de vida, pero es también un producto, un conglomerado cuyas notas distintivas de carácter espiritual y material caracterizan a una sociedad, como las artes y las letras, los sistemas de valores, las tradiciones, las creencias, la música y los cánticos. Ahora, empero, la comercialización de los productos analógicos mexicanos deberá ser analizada en el contexto del T-MEC. Las consecuencias de ello para las expresiones culturales mexicanas son, sin embargo, impredecibles. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

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