¿Qué pasa con "Dumbo"?

lunes, 15 de abril de 2019 · 18:43
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Generaciones pleno invierno, a mediados de los noventa, un grupo de bailarines se reúne en una escuela abandonada para ensayar, discutir y festejar, con sangría a discreción, el retiro organizado por la coreógrafa Sofía Boutella; comienzan a patinar cuando descubren que, además de fruta y vino, alguien agregó LSD. Los instintos se desatan, angustia y miedo, de ahí el desenfreno, entonces comienza la verdadera fiesta. Aunque Dumbo (EU, 2018) entretiene y llega a sorprender por momentos, el conjunto decepciona; con sus alas de gigante (como diría el poeta Baudelaire en “El albatros”), este pequeño elefante, torpe para caminar, está hecho para altos vuelos. Su referente inmediato sería el joven Manos de tijera, ese personaje de Burton (1990) que se convirtió en la imagen por antonomasia del genio incapaz de operar en el mundo práctico. Pero la emoción de este Dumbo, por más expresivos que parezcan sus grandes ojos azules, es de peluche, y sus amigos, la gente del circo, se encarga de traducir lo que el elefantito siente y necesita. La acción ocurre en 1919, cuando Holt (Colin Farell), estrella del espectáculo de caballos, regresa sin un brazo de la Primera Guerra Mundial. Sus hijos lo esperan en la estación, huérfanos de la madre que acaban de perder (en alusión a la gripe española de ese año); en plena decadencia, el circo del señor Medici (Danny DeVito) ofrece un espectáculo pobre, por eso acepta la oferta de Vandevere (Michael Keaton), un magnate megalómano que los lleva a su parque de diversiones en Nueva York. A pesar del contexto sombrío, ilustrado con la castración del padre de los chicos como el hombre lastimado por la guerra –disminución de la masculinidad que la hija mayor subraya cuando le reprocha no ser capaz de defender a la mamá de Dumbo–, los personajes, a la frontera del dibujo animado, ni evolucionan ni sorprenden; lo mismo ocurre con la protegida de Vandevere, Colette, la trapecista que recogió en las calles de París, y a la que la estupenda Eva Green intenta insuflar una vida llena de matices como sugeriría su personaje. O Tim Burton no se atrevió a profundizar en la química posible con el domador de caballos, o los productores no se lo permitieron, y menos explora la alternativa de una nada convencional familia de cirqueros. Aspecto logrado de Dumbo es su diatriba contra las grandes corporaciones. Danny DeVito, estupendo, se entrega al papel del dueño del pequeño circo, seducido por el gran capitalista que termina por arrinconarlo y exponerlo a traicionar a su gente, los fieles de su circo. La presencia de Alan Arkin sólo sirve como emblema del gran banquero atraído por la posibilidad de explotar el capital de Dumbo. La inversión del binomio DeVito –el Pingüino en el Batman de Burton–, y de Keaton (Batman) como el villano, provoca una serie de asociaciones y juegos dirigidos a los admiradores del cineasta. El mejor vuelo en esta cinta es la reconstrucción de Dreamland, el parque de diversiones, y sus secuencias apocalípticas; de manera anacrónica, porque el parque del mismo nombre acabó en un siniestro en 1911, y esta especie de Torre de Babel de las ferias tenía una iluminación espectacular, de gran avance técnico; el diseño de arte copia hasta los detalles, y por fantásticas que parezcan muchas secuencias, algunas como la de los animales salvajes sueltos, reproducen el suceso real.  Esta reseña se publicó el 14 de abril de 2019 en la edición 2215 de la revista Proceso

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