El nuevo precio de la libertad de expresión

martes, 7 de mayo de 2019 · 09:55
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Las palabras clave son “interferencia” y, sobre todo, “represalias”. El artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU habla de “la libertad de sostener opiniones sin interferencia”, y el punto 3 de las Consideraciones y Recomendaciones Finales de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA especifica que es necesario que “los Estados aseguren que los periodistas y los líderes de opinión tengan la libertad de investigar y publicar sin miedo a represalias, acoso o acciones vengativas”. Es decir, el poder no debe interferir o reprender en manera alguna a quien informa u opina. Cuando el temor de criticar al poderoso llega a la parálisis, la sociedad libre cava su tumba y el régimen autoritario sienta ahí sus cimientos. Aunque las amenazas no sólo provienen del autoritarismo sino también de la negligencia o la complicidad de gobernantes que no protegen el ejercicio del periodismo de las intimidaciones y venganzas del crimen organizado, me limitaré en este artículo a analizar la actuación del gobierno de México de cara a la crítica. En este sentido, desde la perspectiva de la represión de la autoridad, puede afirmarse que en nuestro país este derecho humano goza hoy de mejor salud que ayer. Las represalias contra los periodistas u opinadores cuyos cuestionamientos molestan al presidente han cambiado: en los albores del presidencialismo omnímodo eran la muerte o la cárcel, luego vinieron los despidos y las auditorías y ahora es el linchamiento en redes sociales. Es un avance, pero dista mucho de ser suficiente. Aún existe la práctica de infundir miedo en quienes discrepan. Cierto, el criticador puede ser criticado. Estoy de acuerdo con el presidente López Obrador en que el derecho de réplica también debe respetarse; más aún, pienso que un vicio de algunos medios mexicanos es zaherir con más ataques de “calumnistas” al político (de menor poder) que osaba mandar cartas de refutación, bajo el supuesto de que era obligación del calumniado convencer o complacer en privado a sus detractores públicos de que no merecía la invectiva. Con todo, el poderío de un presidente conlleva la responsabilidad de ser prudente en sus dichos, cuya fuerza quizá no sea la misma de antes pero sigue acarreando daños a los aludidos. Se dice que Ruiz Cortines prefirió una noche de insomnio a mandar callar a unos vecinos en ruidosa juerga para evitar que dos imprudencias –su orden y la reacción etílica– provocaran una masacre. Cierta o falsa (se non è vero è ben trovato), la anécdota ilustra el riesgo de que se salga de control la defensa del poderoso por parte de sus incondicionales. AMLO ya no tiene que preocuparse del Estado Mayor, pero sí del desbordamiento de pasiones en su base de apoyo. Supongamos sin conceder que es baja la probabilidad de una agresión física a una persona non grata al presidente como el director del periódico “fifí” al que señala cotidianamente. La estadística diría que el valor esperado es, en todo caso, demasiado alto, lo cual es muy grave y debería ser suficiente para que AMLO dejara de hacer esos señalamientos. El problema es que son parte de una táctica de disuasión de críticas. Salvo excepciones, “la gente” que “pone en su lugar” en “las benditas redes sociales” a los que “se pasan” no actúa desorganizada y espontáneamente, y todos lo sabemos. Hay una operación sistemática contra quienes cruzan el umbral de lo que “el movimiento” cree tolerable. Es el nuevo precio de la libertad de expresión en los tiempos de la 4T: estómago de acero para aguantar el escarnio tumultuario. ¿Queremos un ágora de rinocerontes? ¿Beneficia al país perder el contrapeso de quienes tienen la piel delgada, aunque su cabeza esté bien amueblada y su corazón asido a México? Las redes son las nuevas plazas públicas, y a querer o no se deambula por ellas. Quizá haya alguien capaz de meterse al Zócalo en medio de abucheos en su contra, mentadas de madre y escupitajos incluidos, y no mortificarse ante el acoso de la multitud, pero no es el caso de la inmensa mayoría de las personas. He aquí la eficacia de la táctica: disuade. Al menos hace pensar dos veces a quien quiere criticar a AMLO. Y si cualquier medio es vulnerable, con todo y la estructura y los reflectores propios con los que cuenta, no se diga los lobos esteparios. El presidente declara a los cuatro vientos que su gobierno respetará la libertad de expresión y no censurará a los líderes de opinión –organizaciones o individuos– mientras alienta o avala que se inhiba la crítica mediante el repudio orquestado en Twitter o Facebook o incluso en la calle. ¿Eso no es simulación? Mientras haya represalias, sean las que sean, nadie será plenamente libre. Quien critica al poder sólo debería cuidarse de calumniar, difamar o injuriar, nunca de importunar o irritar al poderoso, que en buena medida es el resultado del buen periodismo. Su deber es proporcionar información veraz y opiniones que no infamen injustamente a nadie, y el del Estado garantizar esa libertad. La democracia será precaria ahí donde los críticos del poder público –o empresarial o sindical, por cierto– se vean forzados a blindar sus autos o su estómago para ejercer su papel. Sé lo que un político honrado siente cuando sus buenas intenciones son torpedeadas por corruptos. Pero si ese político deja de distinguir vileza de honestidad y llega a juzgar a todos aquellos que lo critican como conservadores e hipócritas, él sí se pasa de la raya.   Este análisis se publicó el 5 de mayo de 2019 en la edición 2218 de la revista Proceso

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