El espectáculo del miedo

domingo, 9 de junio de 2019 · 09:52
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No se necesita ser muy perspicaz para adelantar que, si alguien se suicida por lo que se publica de él en internet, hay un malestar cultural. Esta semana, por ejemplo, en España, la madre de dos, Verónica, se mató después de que sus compañeros de una planta de Iveco compartieron un video sexual suyo grabado por su marido cinco años atrás. Más allá de la violación a la intimidad y de la venganza virtual del esposo, lo que preocupa es la forma en que la red de redes nos ha convertido en el número de visitas que generamos, en lo que se dice sobre nosotros, en los miedos que cada quien le expresa al otro sin conocerlo. En La ira y el perdón, Martha Nussbaum, escribe: “Se puede pasar el día en busca del deshonor y de insultos, observando el mundo con la ansiedad de buscar los signos del propio ego y el aumento o disminución del lugar que se ocupa”. Hay algo retorcido en pensarse como lo que los otros dicen de uno, si aumentaron los likes –o los unlikes–, los seguidores, las exposiciones. Es como si hubiéramos hecho instantáneas y globales las reglas de los cortesanos. El problema no es que exista tal protocolo detestable, sino el confundir eso con el yo y los otros. Confundirse a tal grado que el número de seguidores alimente una especie de insaciable Narciso, o te haga un famélico avergonzado de no tener más. Confundirse hasta el límite de pensar que todo lo que somos en nuestra vida –los afectos, las idiosincrasias, los errores, los aciertos– quedan reducidos a un video, una foto, un insulto. Y los otros, que pueden ser nuestra conexión, consuelo, fortalezas y debilidades, se convierten en el infierno. La famosa frase de Jean-Paul Sartre en A puerta cerrada, la que pronuncia Garcin, se refiere a un infierno intersubjetivo: “Así que esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído. ¿Recuerdan? ¿El azufre, la hoguera, la parrilla? Ah, qué broma. No hay necesidad de parrillas, el infierno son los otros”. Esa frase célebre opaca otra que me parece mucho más terrible: “Usted no tiene derecho a infligirme el espectáculo de su miedo”. Es una de las dos mujeres encerradas con Garcin, Inés, la que dramatiza hasta el alarido lo que significa para los seres humanos lo que los otros piensen de él: “Lo siento a usted hasta en los huesos. Su silencio me grita en las orejas. Puede coserse la boca, puede cortarse la lengua. ¿Eso le impedirá existir? ¿Detendrá su pensamiento? Lo oigo, hace tic tac, como un despertador y sé que usted oye el mío. Es inútil que se arrincone en su sofá, está usted en todas partes; los sonidos me llegan manchados porque usted los ha oído al pasar.” Lo que Sartre escribió en 1944 tenía que ver con esos personajes de la posguerra que se encuentran aislados en medio de los bombardeos. Desconocidos que, por un azar, se encuentran tras las rejas de un refugio del desastre social y nacional. Puede compararse esta situación teatral a la que los sociólogos, como Nussbaum, llaman “la esfera media”. Esta esfera se diferencia de la de los afectos y repulsiones que nos da el otro que sí hemos escogido para convivir –la pareja, los amigos– precisamente porque se trata de una relación cercana que no hemos elegido: el trabajo, el transporte –por ejemplo, el vuelo trasatlántico–, el cine y el mismo teatro. La “esfera media” es la que se hizo virtual con las redes. No hemos elegido a quienes nos interpelan, apoyan, insultan. Nunca les hemos visto la cara, no conocemos sus talentos y fallas –ni realmente nos interesan–, pero estamos expuestos al espectáculo de su miedo. Con lo que lidiamos es con tácticas de identidad más que con un desnudamiento. Me refiero a que lo que vemos y leemos en la red es la idea que cada quien tiene de la guerra: presentarse a sí mismo blindado con el señalamiento de la hipocresía del otro, dispuesto a saltar por el mínimo error, puesto para la mofa y el escarnio. Es una guerra que, como la de las drogas o el terrorismo, no tiene fin. Se ganan y se pierden las batallas del día, que son las de ser más congruente que el otro, más ingenioso, más insultante. Pero, desde la lejanía, es un espectáculo masivo del terror a los demás. Este miedo proviene de lo que creemos permanente en los otros. Confundimos lo que es con lo que representa y, ahí, pareciera que el odio, la repugnancia, el desprecio y la envidia afloran en un otro que debe ser destruido o, al menos, denunciado. Como si los actos, dichos, imágenes que produce el otro fueran él mismo, características permanentes, y su mera existencia fuera un ultraje contra mí, un daño a mi subjetividad que no se conformaría con no leerlo, verlo o escucharlo, sino que requiere que desaparezca o, al menos, que sea rebajado en su estatus. Esa es una lógica de guerra: cuando crees que la destrucción del otro te haría una mejor persona, más feliz, más en paz con tus terrores. Esta lógica de la guerra es uno de los rasgos que explican, por ejemplo, este periodo en que el único tema posible es la distancia entre una afirmación y el desempeño. En el caso del nuevo gobierno, la idea de quienes nunca aceptaron la victoria aplastante del lopezobradorismo, es que se prometieron cambios que no se van a lograr, que se mintió para ganar, que se engañó a 30 millones de electores. Esta peculiar narrativa se presenta, casi siempre, como evasiva del presente y se dirige a una acusación en el futuro, un pronóstico sin causas, una adivinación en la historia del miedo propio: el presidente se va a convertir en un dictador, la economía fallará, el desabasto, la devastación y la muerte asechan como un castigo apenas justo a que la mayoría amplia decidiera votar. Para esta todavía pequeña franja de la sociedad, la “esfera media” se ha ampliado hasta el presidente de la República, cuya simple existencia sienten como una agresión, un agravio a su propio estatus. Como con el día en que te empeñas en revisar tu ego en la red, al que se refiere la frase de Nussbaum, todo anuncio, todo gesto, cualquier detalle del presidente y sus allegados es minuciosamente escarbado para encontrar ahí la hipocresía, el engaño, el fallo. Su sola existencia, su forma de hablar, su tez morena –hasta el estado de sus zapatos– rebaja el estatus de quien lo abomina. Es un segmento que confunde la esfera privada con la pública, como pensó, por ejemplo, que votar era como “contratar un empleado” o votar era como “elegir un par de zapatos” que me quedan o no me quedan. La institución legal no es un conocido de nuestra “esfera media” más de lo que lo son quienes se ostentan en las redes de internet. Esa confusión es la que está hoy en el centro de la vida pública. Y es el espectáculo, a veces grotesco, del miedo propio proyectado en la institución legal. La repugnancia racial, el desprecio del pobre, el odio a quien dice que hay que ayudarlos, es ese pánico a lo que de ellos pueda tener yo. Es interesante ver cuál es el espectáculo de este miedo minoritario: la presencia de “los pobres” pone en cuestión mi lugar de privilegio porque, en sintonía con la narrativa anticorrupción, pareciera que no proviene del esfuerzo sino de otros factores: el color de piel, el apellido, la educación privada, el frecuentar una “esfera media” donde se conoce a la prima, la nieta, el socio, del otro. Me pone en duda, siento miedo, lo despliego en odio. Pero este deseo de que el otro desaparezca se topa con un obstáculo infranqueable: desde el lugar que se critica la hipocresía o la mentira, ha habido más hipocresía, mentira, robo y despojo que en ningún otro lado. En el discurso moral de señalar la hipocresía de los demás, hay que tener cierta coherencia de la que la élite –exhibida como facciosa, ávida de riquezas a cualquier costo, ilegal en la manera en que obtuvo su riqueza– carece. No sé si poner la hipocresía como el centro de un discurso moralista sea lo preferible a, por ejemplo, la crueldad. Si nos concentráramos en ella y no en la distancia entre el dicho y el desempeño, quizás podríamos calificarnos como sociedad de una forma más constructiva: no volver a permitir que se ejecute a doscientos mil mexicanos en sus calles por la presunción de que pertenecen a una clase fuera de la sociedad que está organizada para delinquir. Si la crueldad es lo único intolerable, la hipocresía no sería el centro de lo que consideramos como el infierno de los otros.. Esta columna se publicó el 2 de junio de 2019 en la edición 2222 de la revista Proceso

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