El abogánster

domingo, 21 de julio de 2019 · 10:43
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Bernabé Jurado contestó el teléfono en su oficina de Madero 17 porque su secretaria, Juanita Muñoz, le dijo que era un gringo desde el Hotel Reforma. David Tesorero, el conecte de María Dolores Estévez Zuleta para comprar heroína y opio en la Ciudad de México, le había hablado de él. –Billy es un estudiante de antropología tan adicto que cree que los mayas controlaban a su pueblo con la telepatía –le dijo. Jurado no se asombró por los problemas de William Burroughs con los narcóticos en Estados Unidos. Simplemente le respondió a su interlocutor: –Para que no te extraditen, sólo necesitas hacerte mexicano. –Pero eso tomará unos cuatro o cinco años, ¿no? –alegó Burroughs. –Soy abogado, Billy –presumió Jurado–. La ley no es mi límite, es el cielo. Jurado había visto la ejecución de su propio padre, Miguel, en Canutillo, a manos del general villista José Nicolás Fernández el 27 de julio de 1916. Tenía sólo ocho años, pero ya pintaba para el hombrón de uno noventa que sería conocido, antes que como abogánster, como El Licenciado Ladrillo. Más que de leyes, Jurado sabía de abogados: los había visto en la Escuela Libre de Derecho –“como su nombre lo indica, ahí hay de todo menos derecho”– y en la de Jurisprudencia de la Universidad Nacional. Estudiaba sus poses, los trajes, la forma en que repartían billetes enredados entre los dedos o en maletines de piel. La idea no era impartir justicia, sino ganar un caso. Primero se vinculó a Luis N. Morones de la CROM y comenzó a representar a los albañiles (de ahí su sobrenombre) para aumentarles el salario literalmente por ladrillo puesto y, más tarde, a los panaderos como los de la huelga de la pastelería El Globo. Pero pronto se dio cuenta que lo más jugoso estaba en un rico, en un poderoso, dispuesto a pagar por no pisar la cárcel. Se hizo abogado penal de juicios mercantiles; es decir, para que los defraudadores nunca pisaran la cárcel. El despacho de Bartolomé Estades en el número 4 de Bucareli, también se dedicaba a lo contrario: embargar a los deudores. Enredado siempre entre los antros, del Waikikí al Catacumbas, Jurado le compraba heroína y cocaína a Lola La Chata, y se reventaba las madrugadas con rumberas, actores y putillas de cabaret. Fue así que encontró una forma de cobrar más: la notoriedad. Por eso y no por dinero tomó su primer caso de la farándula: el del actor Emilio Tuero, acusado de asesinar a la bailarina Lolita Téllez Wood. La habían encontrado muerta dentro de su propio coche en frente del departamento del actor, en el 25 de Carlos B. Zetina, en la colonia Escandón. Cuando Jurado notó que el cadáver no traía ropa interior, simplemente aseguró: –Esta mujer murió en su recámara y fue sembrada delante del departamento del actor que, si acaso, puede ser acusado de vivir ahí. Carlos Denegri, el reportero de Excélsior que inauguró el chayote –cobrar por decir y también por no decir– hizo del caso una victoria de la justicia mexicana y contra “la histeria femenina” pues, dadas las “pruebas aportadas”, la bailarina había salido en tropel de su propio cuarto de hotel, telefoneado a Tuero y, al no recibir respuesta, se suicidó. El dinero a manos llenas y con la administración de la impunidad fue, como todo en el siglo XX mexicano, la podredumbre de la Revolución a la que llamamos alemanismo. Fue en el sexenio de Miguel Alemán que tanto Denegri como Jurado amasaron fortunas y poder. Ya llamado el abogánster por sus relaciones con Maximino Ávila Camacho –compartieron a la actriz Susana Cora, según la novela El abogánster de Eugenio Aguirre, lo que le llevó a purgar una pena en Islas Marías–, con el fraude de créditos inexistentes de George Joseph Kay, la especulación con los terrenos del nuevo Acapulco y el ocultamiento de los desaparecidos políticos del general Marcelino Inzurreta en la Secretaría de Gobernación. Así, al chayote y al abogansterismo se le unió otra pieza central, el charrismo sindical, con Díaz de León impuesto por el PRI en la dirección de los ferrocarrileros. Jurado estuvo en todo lo que significara falsificación de documentos, órdenes de aprehensión sin mérito, títulos de propiedad apócrifos, así como tráfico de drogas y mujeres. A las 7:15 del 6 de septiembre de 1951, Lewis Marker y Eddie Woods están sentados en un sofá. Burroughs en una silla del comedor. Joan, su esposa, que lleva bebiendo más de doce horas seguidas. La conversación se ha tambaleado hacia la idea de Burroughs de dejar la heroína y de que Joan abandone la benzedrina. El gringo de antropología tiene una propuesta: ir a una isla del Amazonas o del Orinoco: –Son islas en las que entras en temporada de secas y no puedes salir hasta que terminen las lluvias. Es tiempo suficiente para aguantar la abstinencia y curarnos. –¿De qué viviríamos mientras? –pregunta Joan. –De cazar cerdos. –Con tu puntería nos moriríamos de hambre. Mírenlo –se dirigió a sus amigos–, no puede dejar de temblar. Sus dedos parecen mariposas en el tornado. Fue entonces que surgió la idea de que Joan se pusiera sobre la cabeza el caballito de tequila de 40 centavos que le vendían los niños de la colonia Roma. Y que William Burroughs tomara su pistola y jalara del gatillo, sólo para ver, de pronto, la cabeza de su esposa ladeada y un caudal de sangre que empezó a arremolinarse en torno a la silla, sobre el piso de madera. Jurado recibió una llamada a su despacho antes que la Cruz Roja de Durango y Monterrey. La instrucción de Jurado fue contundente: –Pélate a un hotel y no salgas hasta que yo llegue. La ambulancia llegó por Joan al número 122 de la calle de Monterrey con el teniente Tomás Arias, quien llevó a Burroughs con el interrogador, Luis Hurtado. Éste hizo las preguntas delante de la prensa –Excélsior y El Nacional– y Burroughs contó, sin chistar, que estaban jugando a Guillermo Tell “con demasiada ginebra en la cabeza”. Jurado llegó tarde, pero usó una de sus tácticas: decir que el gringo seguía borracho y que la pistola se había disparado sola al tratar de cambiarla de lugar. Burroughs fue arrestado y puesto a disposición en la Octava Delegación de Policía a eso de las ocho y media de la noche, acusado de homicidio. Pero el abogánster tenía sus mañas: maniobró para que el juez instructor fuera su amigo de la Libre de Derecho, Rogelio Barriga, con el que empezó a jugar algo que al reportero de El Nacional no le pareció inusual: Jurado se acercaba con una pluma fuente a la mecanógrafa que escribía las declaraciones de Burroughs para tacharlas, mientras que el juez forcejeaba con él. Al final, lo que quedó fue una pila de hojas tachadas, con manchas de tinta, y algunas rasgadas. El argumento de Jurado queda para la memoria de los burroughsianos: –El disparo que mató a Joan Vollmer fue producido por la pistola que, en esa circunstancia, estaba en manos de William Burroughs. Después de sólo dos semanas en la cárcel de Lecumberri, Burroughs salió. Su abogado había demostrado que, de haber culpable de homicidio, ésta era la pistola, no el gringo. Hijo de la clase privilegiada, Burroughs pagó una fianza de 2 mil 312 dólares. Le dio a Jurado otros 2 mil, más 300 para sobornar a los expertos en balística que juzgaron todo como un accidente “al manipular el arma de fuego”. Más tarde, Burroughs le platicaría a Jack Kerouac sobre la tragedia mexicana: –Los policías me decían: “No digas que disparaste, niégalo hasta el final”. Y en la celda me dieron una cobija extra. Mientras tanto, Jurado y Marker, el amigo de Burroughs, habían entrado por una ventana de la cocina al departamento para limpiarlo de las treinta botellas de “Glorias de Cuba”, las jeringas y la pipa de opio, justo en el día en que, en el panteón americano, se enterraba a Joan en la fosa 1018, que nadie pagó. Fue hasta 1996 cuando Burroughs se decidió a ponerla en un nicho. De su muerte, Burroughs dijo: “De no haber asesinado a Joan, seguiría buscando un propósito en la vida. Ese evento desató en mí la necesidad de escribir para conjurarlo”. Meses después de la muerte de Joan, el 13 de noviembre de 1952, cuando Bernabé Jurado estacionaba su nuevo Buick Roadmaster afuera de su casa en Avenida México, en la colonia Condesa, un coche en el que viajaban adolescentes ebrios le dio un golpe al espejo. Indignado por la cocaína inhalada, Jurado les disparó, hiriendo a Mario Saldaña Cervantes en una pierna. Y aun cuando la herida no era mortal, el joven de 17 años desarrolló una septicemia y murió un mes después. Era hijo de un compadre de Manuel Ávila Camacho, el presidente. Así que Jurado empacó sus cosas y se fue, primero a Brasil, luego a Argentina –país con el que no había tratado de extradición– y luego a Francia. Bernabé Jurado el abogánster se casó 14 veces, dos con la misma Susana Cora. Al final de sus días –según la novela de Eugenio Aguirre, se suicidó el 1 de julio de 1980, en su cumpleaños 70– recordaba sin pausa una escena de los años treinta, cuando se enteró que sus padres nunca se habían casado legalmente y que, por tanto, su herencia y la de sus hermanos estaba en duda: caminó a Santo Domingo y pagó, en una imprenta, por la falsificación de su acta de nacimiento. Esta columna se publicó el 14 de julio de 2019 en la edición 2228 de la revista Proceso.

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