Conflicto y selección de batallas en la 4T

domingo, 18 de agosto de 2019 · 10:35
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La política sirve para resolver conflictos pero no puede vivir sin ellos: mientras soluciona unos crea otros. Me refiero a la naturaleza misma de la lucha por el poder. El enfrentamiento es inevitable, por buenas o malas razones –convicciones encontradas o mero afán de dominio–, y si bien en ciertas condiciones puede minimizarse, no es posible erradicarlo completa y definitivamente. Eso sí, la meta de un demócrata, especialmente cuando se convierte en estadista, ha de ser alejarse de la polarización y escoger únicamente las batallas que vale la pena dar en aras de su país. El presidente López Obrador no rehúye la confrontación. Ha recurrido a ella durante toda su trayectoria y, evidentemente, sabe manejarla con maestría. En sus tiempos de luchador social era su hábitat natural. El régimen de partido hegemónico estaba en sus últimos estertores cuando renunció al PRI, pero el autoritarismo prevalecía y la oposición tenía que pelear para arrancar cada “concesión”. No fue un discurso de unidad el que lo llevó a apoyar al líder de la izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas; fue el grito de democracia ya y patria para todos. Tampoco contendió AMLO como un conciliador en sus elecciones por la gubernatura de Tabasco, la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal y la Presidencia de la República; lo hizo siempre como un opositor presto a la movilización y renuente a la negociación. Cierto, sufrió varias derrotas, pero a fin de cuentas su combatividad lo llevó a la silla presidencial. Ahora bien, creo que su estilo personal de contender y gobernar es producto de la necesidad tanto como de su carácter. El radicalismo no era su única opción en 2006 y 2012, cuando había menos enojo social y más instrumentos mediáticos a su disposición de los que tuvo Cárdenas en 1988, por ejemplo. Aunque AMLO hizo modificaciones tácticas en sus distintas candidaturas, en lo estratégico mantuvo invariable su postura contestataria, que no es electoralmente rentable cuando los electores enojados no son mayoría. Eso quise decir, por cierto, cuando escribí que AMLO no adaptó su estrategia a las circunstancias sino que las circunstancias se adaptaron a su estrategia. Cuando se generalizó la indignación social por la corrupción del priñanietismo la gente invocó a quien llevaba 30 años denunciando el statu quo, cuya imagen antisistema fue inercialmente tan potente que no se reblandeció tras su propuesta de amnistía y sumó a su voto duro a no pocos de los que antes lo habían rechazado por su extremismo. Esta es, al menos, mi lectura de su triunfo. Pero mi análisis es especulativo y sólo destila el agua bajo el puente. Lo importante es que AMLO ya es presidente de México y, más allá de coyunturas electorales, tiene que gobernar para todos, reducir y reencauzar la rijosidad y no equivocarse de enemigos. He aquí la cuestión: ¿lo está haciendo? Sus pulsiones de pugilista lo enfrentan diariamente con diversos adversarios, y yo me pregunto si esas polémicas mañaneras son las peleas correctas. Dice que no quiere investigar a Peña Nieto porque quiere ver hacia adelante pero se la pasa mirando hacia atrás, lanzando constantes diatribas verbales contra el pasado neoliberal que pretende amnistiar, y litiga en los medios contra los gobiernos corruptos contra los que debería litigar en los tribunales. Si desea dar vuelta a la página, ¿por qué no deja de hablar del neoliberalismo y se dedica a diseñar y construir el modelo post neoliberal que tanto nos urge?; y si el saqueo de sus predecesores le irrita tanto como nos subleva a millones de mexicanos, ¿no sería más congruente propiciar que les cayera encima todo el peso de la ley y recuperar lo que le robaron a México? AMLO ha dicho, con razón, que no quiere desperdiciar energía. Selectividad es el nombre del juego. Para ello es vital racionalizar la conflictividad y elegir bien los combates. Reitero lo que he señalado una y otra vez en estas páginas: habría sido mejor que invirtiera su capital político en encarcelar a los corruptos y en realizar una reforma fiscal que en cancelar el aeropuerto, lidiar con las fricciones de la austeridad presupuestal extrema y chocar con la sociedad civil organizada. Es verdad que es imposible e inconveniente la plena conciliación si se ha de atacar a enemigos tan poderosos como el crimen organizado y la corrupción burocrático-empresarial, pero justamente por eso, porque hay pugnas que son no sólo inevitables sino indispensables, me resulta incomprensible que AMLO se enganche en riñas innecesarias. Aunque soy crítico de las calificadoras desde la gran recesión de 2008, me parece que nada gana con descalificarlas. También lo soy de varios órganos autónomos y no veo de qué sirve la embestida contra ellos. Y mucho menos entiendo el pleito contra Proceso, antítesis del conservadurismo periodístico. Estos frentes absorben tiempo y fuerza que requiere en otros menesteres. La política mexicana exige hoy menos conflicto del que la 4T asume y más del que sus críticos quisieran. Yo no cuestiono tanto la beligerancia de AMLO cuanto sus destinatarios. Es más, considero que ha sido demasiado suave con un personaje mundialmente detestado como Trump, a quien no debería llamar amigo porque nos ha ofendido y pretende ponernos de rodillas y con quien tarde o temprano tendrá que confrontarse. Así pues, si vendrán tan duras batallas, en las que necesitará todo el apoyo que pueda acopiar, ¿para qué zaherir a quienes discrepan de su proyecto pero, en caso de emergencia nacional, confluirían con él en la defensa de México? Este análisis se publicó el 11 de agosto de 2019 en la edición 2232 de la revista Proceso

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