El oro de Juan Manuel Celaya: fuerza y talento por naturaleza

domingo, 18 de agosto de 2019 · 10:27
Es más que una promesa de medalla olímpica para Tokyo 2020. Si el clavadista regiomontano Juan Manuel Celaya sorprende por su fuerza, constancia y disciplina, es gracias al temple de acero de su mamá, Liliana Hernández. En entrevista con Proceso, habla sobre la exitosa carrera deportiva de su hijo, de los encontronazos que ha tenido con un par de entrenadores y de los esfuerzos de la familia que lo apoya.    CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En el selectivo nacional de clavados de 2017, el experimentado clavadista Yahel Castillo se acercó a Juan Manuel Celaya, ese muchacho regiomontano ganador de 35 medallas, 27 de oro, en ocho Olimpiadas Nacionales, y quien por el grado de dificultad de sus saltos ya había destacado internacionalmente y estudiaba con una beca completa en la Universidad de Louisiana. Castillo fue directo. Lo invitó a tirar con él en la prueba de trampolín de 3 metros sincronizados. El entrenador de Celaya, Douglas Shaffer, ya se había regresado a su país, pero le autorizó a su alumno hacerlo. La nueva e improvisada pareja entrenó sólo cuatro horas. Finalizaron en tercer lugar, con 420 puntos, y sorprendieron a quienes los vieron. Los entrenadores Stefan Marinov e Iván Bautista quedaron anonadados. Detectaron el parecido entre Yahel y Juan Manuel: el mismo físico (la cantidad de masa muscular) y la misma fuerza, la técnica de ejecución casi idéntica. Saltan sobre el trampolín al mismo tiempo y se abren al mismo tiempo. En ese momento se gestó la idea de trabajar el sincronizado rumbo a los Juegos Olímpicos de Tokyo 2020. Una de las primeras paradas sería el Campeonato Mundial de Gwangju, Corea del Sur, y los Juegos Panamericanos de Lima, ambos en 2019. El año pasado durante dos semanas, Castillo y Marinov participaron en un campamento en la Universidad de Louisiana. Como pudieron, a señas y con Celaya como intérprete, Marinov y Shaffer trabajaron con la dupla de mexicanos. “No hemos practicado mucho como pareja. Nos sale muy natural, no sabemos por qué. Sólo nos vemos dos o tres días antes de una competencia y lo ensayamos”, dice Juan Manuel Celaya. En el Mundial realizado en julio último ganaron bronce y plaza olímpica para México. En los Panamericanos se hicieron del oro con 429.81 puntos. “Yahel me dijo que este sería su último ciclo olímpico y que quiere esa medalla en sincronizados. Muchos nos han dicho que es alcanzable esa medalla. Yo trabajaré, espero ir a esos Juegos Olímpicos y ganarla”, explica el clavadista. En el trampolín de 3 metros individual Celaya además ganó una presea de plata en Lima, con 454.30 puntos. Ejecutó dos clavados de altísimo grado de dificultad: el de 3.8 (cuatro vueltas y media hacia el frente) y el de 3.9 (dos vueltas y media hacia el frente con tres giros) en los que recibió las calificaciones más altas. Aunque no es prueba olímpica, en el trampolín de 1 metro también cosechó un oro. Para ejecutar los saltos de mayor grado de dificultad –como el llamado “holandés”, un inverso de tres y media vueltas– se necesita mucha fuerza, velocidad y elasticidad. El clavadista debe elevarse unos 3 metros por encima del trampolín para que le dé tiempo de hacer todas las vueltas y ponerse en posición de flecha, alcanzar una vertical perfecta y hacer una entrada limpia. “Se parecen mucho. Sólo que uno es más blanco (Castillo) y el otro es más prieto (Celaya)”, ríe el entrenador cubano Rolando Prieto, con quien Celaya entrenó durante 11 años, desde que era un niño de siete. “Con estos clavados, como dice él: ‘Nomás cayendo de cabecita ganamos una medalla olímpica’. Tiene para dar mucho más en individual y en sincronizado. Tiene que madurar en la competencia porque está joven (20 años). No le será difícil porque es muy entregado”, asegura. Juan Manuel Celaya y Yahel Castillo son más que una esperanza de medalla en Tokyo 2020. Por eso desde hace meses Celaya está tratando de convencer a Shaffer de no competir por su universidad el próximo año y de llevar una menor carga de estudio; prefiere asistir a todos los selectivos y competencias. Una carrera en EU En agosto de 2016 Juan Manuel Celaya quedó matriculado en la Universidad de Louisiana. Douglas Shaffer se enamoró de su estilo a primera vista. Le ofreció una beca completa y un poco más de dinero para gastos adicionales con tal de que se quedara en su equipo. Estudiaría ingeniería civil. Adiós a su proyecto de ser biólogo marino. Más allá de los dos entrenamientos que debe cumplir por la mañana y por la tarde, Celaya comenzó en Louisiana una preparación física de alta intensidad con levantamiento de pesas olímpicas, que ha sido la clave para mejorar la fuerza que necesita para ejecutar sus saltos. Dos o tres veces a la semana hace arranques y enviones, sentadillas con una barra con discos que pesan 145 kilos y peso muerto con 180. Se le ha transformado el cuerpo. Su 1.68 de estatura y 68 kilogramos de peso son puro músculo. Aprendió que después de cada entrenamiento no debe dejar pasar más de 30 minutos sin comer para que su cuerpo absorba la comida y no canibalice sus músculos. Jamás ha hecho una dieta. Come lo que le dicen que debe: pescado, el pollo asado, la carne magra, pero no dudará en comerse unos Takis o unas galletas. Y si el hambre lo rebasa, devora una pizza completa. “Mi fuerza es natural pero también he trabajado mucho el acondicionamiento con mis preparadores físicos que me han ayudado mucho estos últimos tres años. Por la fuerza que tengo me acelero mucho en las vueltas. No sé como explicar mis habilidades, cada quien tiene su regalo de destreza, ya viene integrado en mi chip.” ¿Cómo aprende una persona a hacer tantas vueltas y giros? A fuerza de golpes y golpes en el agua, a fuerza del amor a un deporte, al que se le dedica la vida hasta rayar la perfección. Una calificación de 7.5 en una competencia será una gran recompensa. Al mismo tiempo hay que estudiar. Regresando del Mundial le fue a enseñar su medalla al maestro de la materia de fluidos, le confesó su cansancio y le pidió unos días más para estudiar. Se sacó un 74 final. Su mamá, Liliana Hernández, no es complaciente. Juan Manuel, Meme, como ella y todos quienes lo conocen lo llaman cariñosamente, no tiene como opción rendirse. La señora le dice que incluso cuando vaya el baño se lleve la libreta y revise sus apuntes. No tiene tiempo que perder, mucho menos chateando en el teléfono móvil. “Es pura fuerza de voluntad porque, sobre todo regresando de competir, no quiero hacer tareas ni exámenes”. Todos lo quieren “A Meme lo hicieron los Prieto”, recuerda la mamá del clavadista. Era principios de 2005 cuando Liliana Hernández agarró a sus dos niños, Juan Manuel y Ana Karen, para inscribirlos en clases de natación en la Ciudad Deportiva de Monterrey, Nuevo León. Antes de que llegara el verano quería cersiorarse de que supieran nadar. No le fueran a meter un susto. Después, una psicóloga le recomendó cambiar a la niña a otra actividad deportiva, lejos de su hermano mayor, para ayudarla a mejorar su autoestima. Liliana se la llevó a Roli, hijo del entrenador Rolando Prieto, quien en aquellos años era el responsable de la escuelita de iniciación de clavados. El papá de Meme, Juan Manuel, es un amante del softbol y del futbol americano. Como el niño jamás aprendió a cerrar el guante para atrapar la pelota se conformó con que jugara como safety y liniero defensivo. Liliana recuerda a su hijo jugando futbol, nadando, queriendo entrar a los clavados con su hermana. Hasta que Roli le vio la fuerza y las cualidades y se lo llevó. “Me gustó más la adrenalina de hacer maromas”, refiere Meme. Un par de años después, Rolando Prieto padre lo sumó a su equipo. El entrenador dice que a Celaya le costaba sacar los clavados con la mitad del esfuerzo que al resto de los chamacos. En su mente anidaba la idea de que sería un clavadista olímpico. De su primera competencia nacional Meme regresó pálido y apanicado. “Rolando me dijo que lo llevara al psicólogo: ‘Este niño se pone muy nervioso, así no sirve, se andaba vomitando’, me reclamó. Era un niño de nueve años. Tuvo pánico escénico porque no estaba su mamá. Vio un mundo de gente, muchas personas gritando y se puso así. ‘Bueno, pues que siga entrenando’, consintió Prieto. Empezó a despuntar en el Campeonato Panamericano Junior de Calgary 2009. La Federación Mexicana de Natación no lo quería llevar porque estaba la emergencia sanitaria de la influenza. Juntamos el dinero para mandarlo, se fue y volvió con tres medallas de oro. Regresó triunfador. Se presionaba mucho por ser el mejor, por ser perfeccionista, que todo le saliera bien, para todo quería ser el número uno”, cuenta Hernández. Ya con 11 años, la entrenadora china Ma Jin lo detectó. Se lo quiso llevar a la Ciudad de México para entrenarlo en su escuela de clavados. Meme se escondió. Lloró con su mamá. Por más que la entrenadora insistió y las mamás de otros clavadistas de Monterrey le dijeron que estaba perdiendo la oportunidad de su vida, Liliana se empecinó: “Sobre mi cadáver se llevan a mi hijo”. La madre no podía dejar ir a un niño de primaria al que no había terminado de enseñarle los valores como la disciplina, honestidad, responsabilidad y compromiso. No sabía cocinarse ni doblar su ropa. Liliana le ponía obligaciones: recoger su cuarto, lavar su baño, bañar al perro, hacer su maleta de competencia, comprobar debidamente los viáticos. Meme sabía que no había entrenamiento si no cumplía con sus obligaciones en casa y con las tareas escolares y buenas calificaciones. Eso le valió un regaño del entrenador Prieto un día que Meme llegó tarde. “Lo pones a hacer cosas de mamá, cosas de mujeres”, gritó a la señora. Liliana se acordó cuando un día su hijo se golpeó en un clavado y quiso entrar a asistirlo y Prieto le dijo: ‘No vengas, de la reja para acá es mi atleta, de la reja para allá es tu hijo’. Entonces, Liliana le respondió con la misma moneda: ‘De la reja para acá es mi hijo y yo le enseño lo que quiero’”. Cuando en el Instituto del Deporte del estado de Nuevo León se construyó una alberca al aire libre, todos los alumnos de Prieto se fueron siguiendo al profe. Ahí iban Diego Balleza, Andrés Villarreal, Mónica Márquez, Alejandra Estrella y, por su puesto, Meme. Atrás quedaron las instalaciones maltrechas de la Ciudad Deportiva: colchones rotos, agua fría, goteras, alberca bajo un domo oscuro y feo. Carencias por doquier. Meme no era un niño flexible. Había que estirarle las piernas hasta el dolor. Empujarlo, splits y squads, como si fuera gimnasta, hasta que el cuerpo ceda. “Era tan fuerte que todo el mundo se admiraba. Eso le permitió cambiar de categoría muy pronto y desarrollar clavados de mayor grado de dificultad. Es muy disciplinado. Entrena a una velocidad que la gente no lo cree. Tiraba muy continuo, tenía punteo y trabajaba muy duro en sus aspectos negativos, como la flexibilidad”, detalla Prieto. El niño se concentró tanto en los clavados que se volvió aislado e introvertido. Llegaba a la fosa con la cabeza gacha, sin buscarle la mirada a nadie, sin saludar. Pasaba de largo con todos. Cuando salía a competir, lo mismo. Desde que se subía al coche para ir al aeropuerto ya no hablaba. En las competencias nomás ejecutaba su salto y se iba a sentar al lado de su entrenador. No convivía con nadie. Ni siquiera veía la pantalla. Eso se lo aprendió a José Antonio Guerra, el mejor clavadista cubano de la historia, a quien por primera vez vio competir en Montreal: tiraba y se escondía para concentrarse hasta que le tocaba su turno otra vez. Los padres de familia del grupo de clavados, preocupados por la conducta del niño, dieron parte a la Dirección del Instituto Estatal de Cultura Física y Deporte. Una psicóloga llegó al entrenamiento para hablar con Liliana. Tenía el reporte de que Meme estaba sometido por su entrenador, que sólo a él le hacía caso y que actuaba como robot. Hasta hoy la señora no sabe quiénes fueron los denunciantes que no entendían el comportamiento de su hijo. Le lastimó la acción porque en aquellos tiempos eran una gran familia de clavados. Los papás de decenas de chamacos que convivían desde los siete años, a quienes vieron crecer y sacrificarse. Hace seis años a Meme y a Ana Karen los tocó enfrentar el divorcio de sus padres. Liliana tuvo que ser fuerte, se puso a trabajar como administradora, y el papá desde afuera, a acompañar a su hijo a hacer los trámites de pasaportes y visas, y poner la pensión alimenticia. Además de cuidar a sus propios hijos, Liliana fungió como delegada y era la chaperona que se iba a los viajes a acompañar y cuidar a los menores de edad. Si Meme es fuerte físicamente, es porque Liliana tiene temple de acero. En su trabajo le dicen que es una gerente de mucha confianza, pero también “gacha, méndiga y cabrona”, una mamá superdedicada con sus hijos y con los ajenos, porque así es en México, en la espalda de los padres –y en sus carteras– descansan los éxitos de los niños que quieren ser deportistas de alto rendimiento. Este texto se publicó el 11 de agosto de 2019 en la edición 2232 de la revista Proceso

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