La 'A” en la UNAM

domingo, 25 de agosto de 2019 · 10:55

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Los 90 años de la autonomía universitaria pasaron ahora tan inadvertidos como cuando conocí a Alejandro Gómez Arias, en otro olvidado aniversario, en 1988. Aquella vez el rector de la UNAM, Jorge Carpizo, estaba más preocupado por su futuro político personal que por el de la universidad –con las protestas contra el fraude electoral de Salinas de Gortari– y se le olvidó conmemorar el 10 de julio. Así que los estudiantes invitamos a un acto solemne en el aula magna de la Facultad de Filosofía y Letras a quien fuera el líder de la huelga de 1929. Llegó en silla de ruedas y conectado a un tanque de oxígeno, pero para nosotros era el dirigente del vasconcelismo democrático, el novio de Frida Kahlo –“fuimos amantes y confesores pero nunca novios para casarnos”, explicó en una entrevista–, el fundador de la corriente más radical del extinto Partido Popular y, sobre todo, el que había redactado la Ley Orgánica que había dotado de poder de autodecisión a los universitarios.

No era otra cosa lo que veíamos en ese viejo de 82 años: la autonomía como la pensó Diderot, es decir, “donde el entendimiento deje de lado el prejuicio y la tradición; el consenso universal y la autoridad”. Una autonomía que habíamos defendido un año antes los mismos que recibíamos de pie a Gómez Arias y que nos habían criticado (los que nos siguen criticando 30 años después) porque no permitimos que el neoliberalismo comenzara en la UNAM con la privatización de la educación. Recuerdo que uno de ellos, un investigador arrastralápices, nos recriminó:

–La autonomía no es extraterritorialidad –pudo pronunciarlo de corrido al tercer intento.

Y sí lo es, al menos en tres espacios: en el espacio físico que le da hospitalidad a cualquiera que llegue en son de paz (una tradición de las universidades medievales), en lo que se dice en los salones de clase (la famosa libertad de cátedra) y en la elección de autoridades (que, hasta hoy, depende de una junta bastante mafiosa, pero al menos el PRI no intervino nunca abiertamente). La autonomía fue cuestionada en aquellas contiendas de la huelga de 1986-87 porque se pensaba, desde la ideología neoliberal reaganiana, que la universidad no podía pensar por sí misma, que requería de los “diseños” del Estado para hacerla coincidir con las empresas, que representaba un “desperdicio de recursos”, que le vendía a los jóvenes una falacia de ascenso social con los “devaluados” títulos profesionales. Por la autonomía como soberanía, como obligación moral de ejercer la crítica, los estudiantes nos habíamos ido a la huelga por primera vez desde 1968. “La escuela”, recuerdo que dijo Gómez Arias con una voz que contrastó con su fragilidad corpórea, “no es para que aprendamos a admirar el estado de las cosas, sino para que podamos corregirlo”.

En la recopilación de las charlas de Víctor Díaz Arciniega con Gómez Arias, Memoria personal de un país, encontramos el retrato del intelectual del cual el Partido Único quiso borrar la subversión con la subvención: alguien para quien la política no era el ejercicio del poder y las luchas para conseguirlo (o nunca perderlo, en el caso del partido), sino una relación de quien toma parte en el hecho de gobernar y ser gobernado. Un tipo de ciudadano crítico, libre y creador, que no le convino nunca a los poderosos. Gómez Arias vivió entre la rebelión y la derrota: logró la autonomía universitaria, pero sufrió la represión contra el movimiento vasconcelista, no el nazi del final, sino el democrático del inicio. Como lo escribe Mauricio Magdaleno en su novela sobre este momento, Las palabras perdidas: “El vasconcelismo tenía un margen mínimo, casi inexistente, de posibilidades, y saber que no íbamos a ninguna parte, nos hizo heroicos”. Así, relata el recibimiento de Vasconcelos por 100 mil capitalinos donde el exsecretario de las misiones alfabetizadoras y del muralismo mexicano dice genuinamente conmovido: “A quienes nos llaman idealistas, yo les pregunto: ¿Qué han hecho los ‘prácticos’? Nosotros supimos fundar escuelas, no palacios para los funcionarios, sino palacios para los alumnos y profesores”. Luego, Magdaleno relata las escenas de los pobres de La Merced, Tepito y La Candelaria, quienes pedían el nuevo libro de Vasconcelos.

–Pero se llama Metafísica –les advierte Antonieta Rivas Mercado a los que se pelean por un ejemplar.

–Qué duro ha de estar ese libro contra Calles –le responde un obrero.

El centro de la lucha por la autonomía era parte de una rebelión desde la cultura que jóvenes como Salvador Azuela o Renato Leduc veían en asociación con las transformaciones de la Revolución Mexicana: “Teníamos la convicción –le dice Gómez Arias a Díaz Arciniega– de que la lucha por la autonomía era la misma que la del derecho universal al voto, la -desaparición del militarismo y el respeto a la dignidad humana. Por eso se admiraba a Vasconcelos que no era un intelectual como Castro Leal o Cosío Villegas, sino que tenía contacto, interés y pasión por los problemas del pueblo. Nosotros queríamos vincular a la universidad con la realidad que la rodeaba, en su variedad étnica, sus terribles e injustas desigualdades, en su inmensa diversidad de problemas. No todo era asistir a las clases y tomar notas”. Acusa que el supuesto “gobierno de universitarios” del sexenio de Miguel Alemán era “el de técnicos burocráticos y terminó muy pronto por ser de universitarios estrafalariamente millonarios”.

A 90 años de estas luchas, pienso en lo que le falta a la actual -transformación nacional, la primera con voto -libre- -desde Madero, y es una idea de la rebelión desde la cultura. No obstante la derrota del vasconcelismo y el empeño de personajes como Adolfo López Mateos –compañero de Gómez Arias en la lucha autonómica– en “ser realistas” –“en política hay que aprender a lavarse las manos con agua puerca”, dijo célebremente el presidente–, los dirigentes de la huelga universitaria tenían en mente un país de campesinos pobres, obreros reprimidos, mujeres excluidas, al que se deberían abocar los esfuerzos de los intelectuales. El inicio de esa rebelión es truncado por la asociación que el gobierno y sus medios hacen entre los huelguistas y “los bárbaros”. Así, la universidad bien portada es la aséptica y los que esperan su participación contra las injusticias son “idealistas” o francamente trogloditas, interesados en partidizar a favor del vasconcelismo la pureza de las ciencias y las humanidades virginales. Así nos llega el movimiento contra el Partido Único, el del Partido Nacional del Trabajo Creador de la Universidad de 1929. Se les otorga la autonomía, tras decenas de muertos y heridos, como una extraterritorialidad inversa: las universidades no deben participar en la política, su compromiso con la verdad es una neutralidad que se agota en el resultado al final de la ecuación matemática, la fórmula química, el tropo de la Historia. Ese es un cuento que pareció desmentirse en 1968 y, al menos, en 1986-87. No veo nada parecido ahora.

Un recuerdo de Gómez Arias viene al caso en esta columna. Es el encuentro con Julio Scherer García, director de Excélsior en 1968. Gómez Arias nunca se consideró un periodista, a pesar de que opinó en periódicos desde sus años de líder estudiantil. A la invitación de Scherer le siguió la censura del propio secretario de Gobernación, Luis Echeverría, por un artículo en contra de la toma de Ciudad Universitaria y del Politécnico por parte del Ejército. Echeverría llamó para decirle al director de Excélsior:

–Lo único que le falta a su colaborador es llamar a las armas. No lo permito.

Julio Scherer habló con Gómez Arias:

–Prefiero cuidar a los trabajadores de la cooperativa por encima de cualquier artículo de opinión.

“Cuando me lo devolvió, vi que el texto estaba marcado para impresión, así que entendí que la censura había llegado ya en la imprenta. El incidente no rompió nuestra amistad que refrendamos semanalmente.”

Del día en que recibimos a Alejandro Gómez Arias en la UNAM frente al total desdén de sus autoridades, recuerdo algo que durante un tiempo fue, para mí, un misterio. Al bajarse de la mesa les dio la mano a todos los participantes y me dijo:

–Usted es muy joven. ¿Sabía que Madonna no es güera?

Me quedé desconcertado mientras se develaba la placa que, durante ese año, bautizó al aula magna de Filosofía y Letras como “José Revueltas”. Años después, en sus memorias, entendí su broma. Desde 1988 y hasta 1990, la cantante pop le había escrito a Gómez Arias para que la respaldara en un proyecto de cine sobre la vida de Frida Kahlo, “mi inspiración y obsesión”. Para tratar de convencerlo de que compartiera con ella algunos recuerdos a fin de incluirlos en el guion, Madonna le había confesado a manera de sustento para encarnar a la pintora: “No soy rubia natural”. Esta columna se publicó el 18 de agosto de 2019 en la edición 2233 de la revista Proceso

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