El silencio, una virtud necesaria

lunes, 2 de septiembre de 2019 · 11:10

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En literatura hay una verdad incuestionable: “El fondo es forma”, una frase que Jesús Reyes Heroles llevó a la política afirmando que también en ese territorio de lo público “fondo es forma”. El estilo, la forma de decir y de actuar, es así el lugar donde el fondo se revela. A un mal fondo o a un fondo nebuloso corresponde un mal estilo y viceversa.

En 1974, Daniel Cosío Villegas intentó entender el fondo de los tres primeros años del gobierno de Luis Echeverría, analizando la forma en que el entonces presidente gobernaba. De allí el título de su análisis, El estilo personal de gobernar.

Revisitándolo ahora en que López Obrador viene de rendir su primer informe de gobierno, sorprenden los paralelismos que –guardando distancias de tiempo y de complejidad social y política— hay entre las condiciones en que ambos llegaron al poder y su estilo de gobernar.

Al igual que la época en que Echeverría lanzó su candidatura a la Presidencia, la de AMLO y su ascenso al poder se dio en un clima de hartazgo social frente una aparente estabilidad obtenida al precio de un monopolio político, cuyos frutos económicos se repartían inequitativamente, y frente a graves hechos de sangre –el del 68 en la época de Echeverría; el de decenas de miles de asesinados y desaparecidos por la guerra del Estado contra los cárteles de la droga, en la de AMLO. Uno y otro capitalizaron el hartazgo hablando, el primero, de cambio; el segundo, de transformación. Palabra que desde entonces, al igual que lo hizo Echeverría, Andrés Manuel no ha dejado de repetir. Semejante a Echeverría también, desde su llegada al poder, López Obrador no ha cesado de manifestar una necesidad fisiológica de hablar, una pasión por la locuacidad.

La suya, sin embargo, a diferencia de la de Echeverría (la de un Proust envilecido), es distinta. Centrada en la necesidad de una transformación radical del país –que a falta de un proyecto claro ha reducido a quitar a la mafia del poder, a combatir la corrupción y a someternos a una austeridad republicana–, su locuacidad está llena de palabras decimonónicas para descalificar (“fifí”, “conservador”) –palabras que a veces combina creando fallidos oxímoros (“conservadores radicales de izquierda”)–, de dicharachos (“me canso ganso”) sacados de Tin-Tan, uno de sus clásicos, o influidos por otro de ellos, El Piporro (“el que aflige afloja y no nos vamos a aflojar”), de lugares comunes (“al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”) y de largas e interminables pausas.

Después de escucharlo cada mañana uno siente que está frente a un relato que, a falta de fondo, lleva la trama del país por todas partes y, en consecuencia, hacia ningún lado. De allí el desconcierto de una buena parte de la nación. De allí la larga crítica que ha desatado entre muchos de aquellos que han sido sus aliados.

Él, sin embargo, atrapado en su necesidad fisiológica de hablar e intoxicado de redentorismo evangélico y moralismo juarista percibe otra cosa: no el discurso monocorde, impreciso, acusador, contradictorio, folclórico, que cada mañana escuchamos y que marca la agenda del caos mediático que no logra fijarse en ningún sitio, sino el de una revelación (“yo tengo otros datos”), el de una Buena Nueva, cuya profundidad sólo él y el “pueblo bueno” entienden; un discurso que lo lleva a veces a equiparar su palabra con la de Dios: “En 100 días (notemos la modestia, no dijo en seis) vamos a terminar de desa­tar toda la acción transformadora”. Así, enamorado de su estilo y de un puñado de ideas simples y fijas, predica, sentencia, celebra, condena y crea una transformación que sólo sus creyentes ven. Mientras que en sus largas pausas se escucha el vacío en el que, a fuerza de una forma sin fondo, el país y lo poco que queda de sus instituciones se hunden. Se escucha también el sufrimiento que el narcisismo de su discurso a la vez que oculta produce: el de las víctimas, el de los quemados en el combate al huachicol, el de los feminicidios, el de la violencia –con sus colgados, descuartizados y embolsados–, el de los migrantes perseguidos, el de los enfermos sin medicinas, el de los despidos injustificados, el de la inteligencia sometida a lo unívoco, el de la dignidad de los pueblos indios y del medio ambiente, pisoteados por el desarrollo de un neoliberalismo disfrazado de proyecto social.

Ciertamente, me objetarán, quedan cinco años por delante. Pero de seguir así, el país entrará en zonas más profundas del infierno. AMLO necesita imponerse silencio. No pausas, que cuando no se acompañan de sentido son espacios estancos. Sino el silencio atento que permite detenerse, escuchar la profundidad de la realidad y construir, a partir de ella, un pensamiento y una propuesta lúcida que responda, si no al inmenso desastre nacional, al menos a sus causas fundamentales: una, que AMLO ha detectado bien, pero que su locuacidad no enfrenta con claridad, es la corrupción; las otras dos son la justicia y la paz. Tres temas que necesitan silencio, reflexión, escucha de otros y programas serios y pensados, es decir, un buen estilo. Pero “lo que natura no da, Salamanca no presta” o, para estar en consonancia con el estilo presidencial: “chango viejo no aprende maroma nueva”, aunque siempre existen los milagros.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores y detener los megaproyectos. Este análisis se publicó el 1 de septiembre de 2019 en la edición 2235 de la revista Proceso

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