Retropopulismo y extravagancia con AMLO

jueves, 5 de septiembre de 2019 · 10:11
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Andrés Manuel López Obrador me ha parecido, desde que emergió en la escena mexicana, como un ejemplo de líder populista sacado de un manual de ciencia política. Su nacionalismo autoritario y su infatuación como representante de todo el pueblo no dejan lugar a dudas sobre su talante populista. Pero cabe preguntarse: ¿qué clase de populista es hoy el presidente López Obrador? ¿Qué estilo personal le imprime a su gobierno? ¿Qué lo distingue de los ejemplos de dirigentes populistas latinoamericanos clásicos como Perón o de versiones posteriores encarnadas en personajes como Hugo Chávez? ¿Qué lo hace diferente del gran fundador del populismo mexicano, Lázaro Cárdenas? Quiero explorar respuestas a estas preguntas. Una primera peculiaridad que salta a la vista es la actitud restauradora de López Obrador, que mira más hacia el pasado que hacia el futuro. Estamos ante un peculiar retropopulismo. Quiere renovar un antiguo régimen. Quiere regenerar supuestas bondades de un orden previo al pecado neoliberal. Su proyecto no fue viable hasta que el partido del antiguo régimen, el PRI, le abrió el camino hacia la Presidencia, en un curioso acto suicida. El viejo partido del nacionalismo revolucionario institucional dirigió flujos de votantes hacia López Obrador y con una maniobra corrupta, usando a la Procuraduría General de la República, debilitó a su rival, Ricardo Anaya. López Obrador ganó gracias al defectuoso y corrupto gobierno del PRI y a la inducción de votos priistas hacia Morena. El PRI logró derrotar ampliamente a López Obrador en las elecciones presidenciales de 2012, pero convirtió su triunfo en una alternativa fallida que acabó inclinándose por abrirle las compuertas al populismo. Para llegar a la Presidencia, López Obrador, que ya era un populista conservador desde hacía años, dio un giro espectacular más a la derecha para que no quedaran dudas sobre su decisión de abandonar los terrenos de la izquierda. Hizo evidentes sus intenciones restauradoras y su inclinación por la austeridad y los recortes. A varias medidas francamente reaccionarias de su programa, una vez que llegó a la Presidencia agregó sorpresivamente las decisiones de legalizar las funciones policiacas del Ejército, creando la Guardia Nacional, y de perseguir a los migrantes centroamericanos, al aceptar vergonzosamente las órdenes del otro populista reaccionario que gobierna al otro lado de la frontera. Todo ello acompañado de la resurrección de una política populista de subsidios y subvenciones como hacía el viejo PRI. En resumen: retropopulismo. Cualquier economista sensato de izquierda sabe, como lo ha mostrado Thomas Piketty, que, tanto en términos de justicia como de eficacia, la peor manera de reducir la deuda pública consiste en una prolongada austeridad. Esta opción es la que ha escogido López Obrador, con su obsesión por los recortes. Es la señal inequívoca de una política económica de derecha neoliberal. Pero el suyo es un neoliberalismo raro, alérgico al capitalismo moderno que prefiere formas de acumulación de capital primitivas. Los populistas de izquierda en Europa, como Syriza y Podemos, ven con horror la política de austeridad de Angela Merkel. La izquierda, en sus diversas variedades, suele mirar hacia el futuro. El estilo político de López Obrador, en contraste, se basa en una verdadera manía por mirar hacia atrás. Incluso el pretencioso lema que anuncia una “cuarta transformación” parte de la ilusión por emular los logros de la Independencia, la Reforma y la Revolución. Los delirios por repetir hazañas del pasado suelen fracasar y producir estancamiento. Como es bien sabido por los historiadores, una verdadera restauración es algo imposible que no ha ocurrido nunca. Señalar que hay tendencias restauradoras es importante para entender las intenciones de los políticos, pero no para suponer que será posible restablecer el pasado añorado. Es obvio que el nuevo partido gobernante, Morena, no es ni será similar al viejo PRI. Pero son significativos sus impulsos retrógrados. Hay una segunda dimensión inquietante en la actividad política del presidente López Obrador. Me refiero a su extravagancia. El conjunto de decisiones que ha adoptado, además de mostrar una inclinación reaccionaria, es un batiburrillo incoherente y errático. Ha provocado alarma por sus posibles consecuencias desastrosas y, de momento, ha auspiciado una parálisis económica. En su monomanía ahorrativa el presidente ha decidido canalizar los recursos al tren turístico maya, a la refinería de Dos Bocas y al opaco flujo destinado, entre otras cosas, al programa de Jóvenes Construyendo el Futuro. Otra idea disparatada al parecer ha sido frenada: la dispersión de las secretarías de gobierno por diferentes regiones. Además, lo positivo de la reforma educativa ha sido cancelado y la educación básica no dará el salto cualitativo necesario para formar una masa civil moderna preparada para el trabajo eficiente y productivo. El pesimismo fue estimulado por la estrafalaria cancelación del aeropuerto nuevo en Texcoco y el desorden ha cundido en las dependencias del gobierno, que han despedido a miles de empleados y no reciben recursos financieros suficientes. El escándalo estalló en los espacios de la salud pública cuando se recortaron los recursos y escasearon los medicamentos. El estrambótico conjunto de decisiones se ha topado con la realidad: la violencia crece, aumenta el número de homicidios y mucha gente tiene la impresión de que las fuerzas castrenses, en su nuevo uniforme, son impotentes para garantizar la seguridad. El colmo del extravagante simulacro con que se inauguró el sexenio fue la tragicomedia huachicolera, en la que los errores del gobierno fueron cubiertos por una lucha rocambolesca por controlar la corrupción en Pemex y frenar el robo de gasolina. Cundió la escasez de combustible durante algunas semanas y no queda claro si la corrupción fue controlada. Por supuesto las extravagancias son un espectáculo divertido que hace reír a muchos que no se dan cuenta de su dimensión amarga. Las “mañaneras” del presidente son una exhibición matutina de disparates y ocurrencias que mantienen a muchos atrapados en el insólito teatro de la nueva política. Parece muy difícil pensar que las decisiones que ha tomado y las que ha anunciado el presidente López Obrador sean un equivalente en el siglo XXI de la independencia que liberó a México del dominio español, o de la transformación reformista de Benito Juárez o del derrumbe de la dictadura de Porfirio Díaz que abrió paso a un nuevo régimen. No hay síntomas de que estemos a punto de vivir cambios tan profundos. Tengo la impresión de que, por suerte, hoy no estamos tampoco presenciando un proceso de tan graves consecuencias como fueron el peronismo en Argentina y el chavismo en Venezuela, para mencionar casos espectaculares de populismo en América Latina. Aparentemente tampoco estamos presenciando la cristalización de cambios como los que impulsó Lázaro Cárdenas, el gran arquitecto del sistema político que duró más de 60 años. Me temo que el desorden que podrían generar las extravagancias retropopulistas podrían dejar cicatrices en la vida política. El peligro es que el gobierno de López Obrador infiera heridas profundas en el sistema democrático que apenas tiene poco más de 20 años de existencia. No sabemos cómo reaccionará el presidente si dentro de algún tiempo su gobierno no logra llegar al paraíso de bienestar, seguridad, honradez y crecimiento económico que ha prometido. Si se llega a ese punto crítico me temo que las pocas luces que iluminan la actividad del presidente lo lleven a dar palos de ciego que arruinen la civilidad y la democracia. Este análisis se publicó el 1 de septiembre de 2019 en la edición 2235 de la revista Proceso

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