Desde la barrera

domingo, 22 de septiembre de 2019 · 10:24
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Ahora que se realizará una consulta sobre la prohibición de las corridas de toros en México vale recordar lo escrito sobre el tema. De entrada, ¿Relajados o reprimidos?, el ensayo de Juan Pedro Viqueira sobre las diversiones callejeras en nuestro Siglo de las Luces. Ahí, el historiador propone una lectura política del espectácu-lo de los toros que me resulta a la vez brillante y de acuerdo a mi propia experiencia en las corridas de la Plaza México: el hecho de que se trata de un espectáculo de la jerarquía estamental, donde todo está dividido en plebeyos –los de a pie–, nobles a caballo y el papel del torero como un aristócrata que salva a los indefensos del toro. Las jerarquías dentro de la plaza son obvias: los palcos para los de linaje, la sombra para los que tienen dinero, el resto a callar por “no saber”. Los entusiastas del espectáculo de sangre siempre van a argumentar que en el toro de Minos o en el laberinto de Creta ya existían tales rituales, pero lo cierto es que, en México, se trata de un espectáculo de dominación, por donde se le vea. La primera corrida novohispana se realiza hace casi 500 años, el 13 de agosto de 1529, y tiene como objetivo, cita Viqueira: “Que le entre por los ojos al pueblo el respeto y reconocimiento que es debido, para que forme concepto de autoridad y para que la venere”. Como presiden la corrida las autoridades virreinales, muchas veces incluyendo a los obispos, la esce-nificación es para que “el pueblo sepa obedecer al Jefe Supremo del Reino”. No es casual la fecha escogida: la conmemoración de la caída del imperio mexica. La corrida, organizada en la Plaza del Volador, expone cómo debe ser la sociedad novohispana, dividida en estamentos, castas, dividida entre los ungidos por el poder ultramarino y los desposeídos de estas tierras arrasadas. Los palcos correspondieron a las corporaciones más poderosas y, sin duda, no se permitió que se mezclaran las autoridades peninsulares con el populacho indígena recién sometido. Pero, como muchas cosas más en el virreinato, las corridas comenzaron a ser practicadas por caporales de las haciendas, briagos entusiasmados por la repentina pérdida del miedo y que se despojaron del glamour aristocrático, por lo que la “nobleza” novohispana decidió practicar la lidia escondiendo su rostro con un antifaz. De ahí el primer término, no priista, del “tapado”. Ya soltados los amarres agachupinados, los criollos, deleitándose en sus nuevas riquezas desde los palcos, combinaron todo tipo de diversiones con motivo de la corrida de siete toros: mujeres toreras, cómicos que se dejaban embestir en un tonel de metal, peleas de gallos, de perros de presa, y hasta carreras de liebres. Inventaron para reafirmar su propia jerarquía espectáculos para burlarse de la pobreza y de la injusticia: que los pobres pelearan entre sí por ropa o que se enfrentaran al palo encebado a cambio de comida. Para los ilustrados del siglo XVIII y XIX mexicanos aquello representaba una vergüenza, por el maltrato animal y por la idea de circo romano que invocaba, con gladiadores que eran los pobres de la ciudad, pulqueros, vendedores de fruta y teporochos de esquina. En España también se empezó a cuestionar la idea de que fuera “una fiesta nacional”. Jovellanos, por ejemplo, pone en duda que más de 10% de los españoles haya asistido a una corrida, que considera, por supuesto, signo de inhumanidad. La lista de los escritores españoles que argumentaron en contra de la tauromaquia es enorme: Quevedo, Clarín, Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Azorín, Antonio Machado, Unamuno. Escribe Quevedo en 1613 sobre lo ridículo de enfrentar a un toro en vez de a un ejército enemigo: Pretende el alentado joven gloria / Por dejar la vacada sin marido, / Y de Ceres ofende la memoria. / Un animal a la labor nacido / De paciencia preciosa a los mortales, / Que a Jove fue disfraz y fue vestido; / Que un tiempo endureció manos reales, / Y detrás de él los cónsules gimieron, / Y rumia luz en campos celestiales, / ¿Por cuál enemistad se persuadieron / A que su apocamiento fuese hazaña, / Y a mieses tan grande ofensa hicieron? / Que la niñez al gallo le acometa / Con semejante munición apruebo; / Que a la edad madura y perfecta / Ejercite sus fuerzas el mancebo / En frentes de escuadrones, no en la frente / Del padre hermoso del armento nuevo. “Armento”, palabra hoy en desuso, se refiere a los animales criados para producir carne. El punto de Quevedo es retomado por casi todos los escritores, con excepción de Hemingway, quien asocia cacería, guerra civil, fiesta y embriaguez, y que se resumiría en la frase de “la insensibilidad extranjera hacia nuestra ignorancia”, atribuida a Luis Cernuda. No así Miguel de Unamuno, quien embiste desde las páginas del Mercantil Valenciano, el 21 de mayo de 1920, a partir de la muerte de un torero llamado “Joselito”: “En una de esas salvajadas llamada ‘fiesta nacional’, murió el torero. No puede considerarse que el hecho sea una fatalidad, sino que es justo preverla. Sería mejor llamarle suicidio probable. Peor que el bárbaro espectáculo mismo es la estultificación, el atontamiento que trae a las inteligencias el ocuparse de comentarlo”. Introduce, entonces, de nuevo la visión política de las corridas taurinas: “A un aldeano gallego que vive de sus vaquillas le molesta ver atormentar a un toro. Mientras que los poderosos ganaderos terratenientes, que además de pagar jornales misérrimos a los obreros de campo, no requieren de ningún tipo de conocimiento, es decir, que para eso no hace falta más inteligencia que para ser ‘inteligente’ en toros”. En efecto, los antitaurinos se han asociado, desde el Siglo de las Luces, a las causas más enaltecedoras de la idea de “diversión”. En el México que retrata Viqueira, los independentistas arremeten contra las corridas por considerarlas una parte del relato colonial y, con razón: cuando se alcanza a restaurar el poder imperial en la Nueva España, en 1813, se decide convocar a una corrida “para llamar la atención del pueblo a objetos indiferentes y evitar que su imaginación se corrompa en la subversión”. Más tarde, otros escritores españoles condenarán ese espectáculo de sangre. Escribe Antonio Machado en 1910: “(Las corridas de toros) no son un juego, un simulacro, más o menos alegre, más o menos estúpido, que responda a una actividad de lujo, como los juegos de los niños o los deportes de los adultos; tampoco un ejercicio utilitario, como el de abatir reses mayores en el matadero; menos un arte, puesto que nada hay en ellas de ficticio o de imaginado. Son esencialmente un sacrificio. Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro”. Unos años después Pío Baroja publica una novela, La busca, en la que su personaje central cree en la épica de la tauromaquia pero pronto se encontrará con la barbarie: “Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y en vez de un espectáculo como él soñaba, en vez de una apoteosis sangrienta del valor y de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos; una fiesta en donde no se notaba más que el miedo del torero y la crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel miedo”. Ramón Gómez de la Serna, en 1926, termina su texto sobre el tema, El torero Caracho: “La verdad es que todos asistían siempre a una fiesta y a una ejecución. No había, pues, que extrañarse tanto. Aquel público que iba a ver quemar herejes y que era coro innumerable de las ejecuciones y fusilamientos, iba con la misma curiosidad a la plaza, cadalso disimulado del torero borracho”. En la tradición intelectual antitaurina la matanza no se relaciona con supuestos rituales de la prehistoria griega, sino con el orden jerárquico, las castas, la barbarie y la desigualdad entre hombre armado y animal asustado, campesino pobre y terrateniente ganadero. Por ello, cuando la Independencia mexicana se consolida, en 1821, la plaza de San Pablo, erigida para las corridas de toros, es consumida por las llamas. Era el tiempo de abrir las puertas al viento fresco del pastizal. Esta columna se publicó el 15 de septiembre de 2019 en la edición 2237 de la revista Proceso

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