"Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos"

viernes, 27 de septiembre de 2019 · 10:12
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- A pedazos vamos construyendo la vida de una familia, la historia de dos hermanos donde uno es asesino y el otro se convierte en su cómplice. Él mata y la familia no sabe qué hacer, qué sentir y cómo vivir con eso en su conciencia. Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos es un thriller psicológico de Gibrán Portela que hurga en la complejidad de los sentimientos y los comportamientos desde la infancia, hasta el momento en que Leo está en la cárcel esperando sentencia. Los tiempos se entrecruzan y, como sucede con los pensamientos, saltan intempestivamente recuerdos, situaciones y hechos que van y vienen. Se pasa de momentos familiares felices a las carencias más insoportables; de la complicidad entre hermanos hasta la oscuridad que eclipsa la vida de los padres. Es un crudo invierno permanente que se ha instalado en cada pliegue de la piel que, ni con el olvido, la locura o el silencio pueden borrarse. La realidad y la ficción se mezclan, y al mismo tiempo que observamos a Morton, el policía que increpa al joven con ese odio que se le tiene a los asesinos, escuchamos cómo los ojos de un hombre se confunden con los del lobo que acechan temerariamente al chico. El terror rompe la lógica de la realidad y se instala en el imaginario del miedo que agranda la experiencia. La dirección de Christian Magaloni maneja asertivamente los contrastes espaciales para dar diferentes texturas. En el prosenio suceden los diálogos, con luz fría y dos muros transparentes que dividen y muestran, en un segundo plano, a los personajes deambulando y contándonos otra historia sin palabras. En el diseño escénico de Miguel Moreno e iluminación las puertas de plástico comunican los dos espacios, creando un tercer espacio intermedio donde el humo se expande al salir. La música original de Natalia Pérez Turner refuerza las atmósferas con sonidos y acordes melódicos y disonantes que realiza en vivo. Las actuaciones están en su punto, y cada actor y actriz crean a su personaje desde la veracidad. Roberto Beck interpreta a Leo con esa naturalidad inocente amalgamada con tintes de crueldad apenas visibles. Pilar Ixquic Mata, intérprete de la madre, enfatiza las líneas fronterizas entre la negación, el rechazo y la locura. También son exactas las actuaciones de Julio César Luna como el jefe de policía Morton, Gonzalo Guzmán como el hermano, Arnoldo Picazzo como el papá, y Assira Abbate como su última víctima. No son los grandes acontecimientos los que develan a los personajes, sino que desde la intuición y lo no dicho la puesta en escena va construyendo lo que verdaderamente importa. Gibran Portela (D. F., 1979) se detiene en los detalles para definir a los personajes. Leo cuida obsesivamente un pájaro en medio del aislamiento; y su forma de hacerlo es tan sutilmente violenta, que nos da un destello de quién es él: el que se hace pipí en la cama, el que necesita intensamente a su hermano; el que no se explica su forma de actuar y apenas compartiéndola alivia su desasosiego. El que es capaz de destruir a su padre con una diabólica mentira. El autor se inspiró en varios casos de asesinos tanto en México como en los Estados Unidos y creó un interesante personaje, que desde la ficción, es contradictorio e indescifrable, imperdonable y morbosamente humano. Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos es una excelente puesta en escena que reestrena su tercera temporada en el Teatro Sergio Magaña con la compañía Teatro en una Cáscara de Nuez. Este texto se publicó el 22 de septiembre de 2019 en la edición 2238 de la revista Proceso.

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