El encierro que libera a los presos en México

domingo, 6 de octubre de 2019 · 10:16
Tocar fondo en Puente Grande, Jalisco, le dio un nuevo rumbo a su vida y a la de otros presos. Víctima de lo que él llama “un enredo judicial inverosímil”, el empresario Jorge Cueto-Felgueroso pasó 11 meses en la cárcel. En entrevista con Proceso desde París, donde participa en la feria internacional de moda más importante de Europa, recuerda su calvario en reclusión y relata cómo fundó Prison Art, compañía dedicada a la fabricación de bolsos de cuero “tatuados” por reclusos, y del éxito que ha tenido su programa de rehabilitación que opera en varios centros penitenciarios mexicanos. PARÍS (Proceso).- “Al salir de mi oficina en Polanco fui detenido por cuatro agentes judiciales que me subieron a un coche y me llevaron al búnker de la Procuraduría General de Justicia (del Distrito Federal)”. A las 14:00 horas del 13 de julio de 2012 la vida de Jorge Cueto-Felgueroso dio un vuelco. “Su obligación era presentarme ante las autoridades competentes y hacer oficial mi detención, pero ni siquiera me bajaron del coche. Sólo me tuvieron esperando afuera del edificio. Nunca entré a la PGJ”, narra. No supo qué trámite hicieron los judiciales en la PGJDF ni si hicieron alguno. Al cabo de un largo tiempo lo llevaron a la delegación Iztapalapa, donde pasó horas encerrado e incomunicado en un separo. “A las once de la noche dos policías judiciales de Jalisco me subieron a un coche y me llevaron a Guadalajara”, recuerda en entrevista. “Viajé con las manos amarradas con una cinta de plástico. Llegamos a las cuatro de la madrugada del 14 de julio.” Ese dinámico y próspero empresario español de 45 años se aterró tanto que por momentos creyó que estaba alucinando, pensó que iba a despertar y reírse de su espanto. Pero estaba despierto y siguió su viacrucis. “En la Fiscalía General de Jalisco me encerraron luego luego en los famosos ‘refrigeradores’ junto con otros detenidos recién arrestados como yo.” –¿Refrigeradores? –Son unos separos pintados de blanco en los que el aire acondicionado está prendido al máximo. Nos dejaron unas ocho horas allí, congelándonos, mientras decidían qué hacían con nosotros… Fue terrible, pero lo más insoportable para mí fue oír los alaridos de los detenidos que torturaban en separos cercanos. Sólo al salir de los refrigeradores Cueto-Felgueroso pudo comunicarse con su familia y saber el motivo de su detención. “Supe que una juez de Guadalajara había girado una orden de aprehensión contra todos los empleados de la rama mexicana de la compañía financiera estadunidense Argent Trading International, a raíz de la demanda de uno de sus clientes, un empresario jalisciense.” –¿Qué tenía usted que ver con eso? –Todo fue consecuencia de un enredo judicial inverosímil, fruto de la corrupción que impera en México. Pasé 11 meses en Puente Grande, ese centro penitenciario de siniestra fama, uno de los peores del país, antes de poder someter mi caso al Tribunal Superior de Justicia del Estado de Jalisco y comprobar mi inocencia. Allí me percaté de una realidad que rebasa la imaginación. Toqué fondo. Pero con todo y todo, si volviera a vivir mi vida para nada me brincaría esa etapa de Puente Grande. Cambió mi postura ante la vida y mi jerarquía de valores. –¿Tanto así? –Por supuesto. No tenía idea de lo que es el mundo carcelario. Casi nadie lo conoce. Las películas o los reportajes que tratan del tema distan de reflejar la realidad. Lo que más me estremeció fue descubrir el callejón sin salida en el que miles de presos jóvenes quedan entrampados. Caen por robo o delitos menores no ligados a la delincuencia organizada. Pasan unos años en la cárcel y salen estigmatizados, sin perspectiva alguna: no consiguen trabajo y en muchos casos sus familias les dan la espalda. Entonces, lógicamente vuelven a delinquir o se enrolan en el narco. No les queda de otra. Eso me indignó más allá de lo que le pueda expresar. –¿No estaba enterado de esa situación? –No estaba consciente de la amplitud del problema. Saqué cuentas. En México se calcula que la población carcelaria es de alrededor de 200 mil personas, 70% de las cuales tiene entre 18 y 29 años. Estamos hablando de 140 mil jóvenes sin futuro, condenados a seguir viviendo del crimen. No puede ser. Decidí enfrentar esa problemática a mi escala y a mi manera. Y esa decisión cambió el rumbo de mi vida. "Pague 50 pesos para ir a Beverly Hills" Por muy surrealista que parezca, no es en la quietud de un discreto café parisino que Cueto-Felgueroso acepta hablar con la corresponsal, sino en medio de la agitación febril de Who’s Next, la feria internacional de moda más importante de Europa que se celebra en París dos veces al año. Cita ineludible de los protagonistas de la moda, ese salón exclusivo acoge durante cuatro días a mil 500 exponentes y 50 mil visitantes –todos profesionales– del mundo entero. Ser seleccionado para participar en Who’s Next es una proeza que logró Prison Art, la empresa social que creó en agosto de 2013 al salir del reclusorio de Puente Grande. El puesto de exposición de Prison Art no se parece a ningún otro. Llama la atención la estética insólita de la cuarentena de bolsas exhibidas. Son de distintos tamaños, formas y colores, pero todas están adornadas con motivos de tatuajes carcelarios, entre los que sobresalen calaveras, rostros femeninos “góticos” y un amplio bestiario, tanto realista como fantástico. Sin embargo, lo que más impresiona a los profesionales de la moda es enterarse de que cada una de estas bolsas de cuero fino y acabado cuidadoso es una pieza única realizada por tatuadores y marroquineros presos en México o exprisioneros en proceso de reintegración social. “Who’s Next es capital para existir a nivel internacional. Además de las nueve tiendas que abrimos en México –la mayoría de ellas en lugares turísticos como Playa del Carmen, Tulum, San Miguel de Allende o Mayakoba– ya tenemos dos en Barcelona, una en Ibiza y una franquicia en Metzingen, Alemania. Pero somos más ambiciosos. Ahora nos falta conquistar París y otras grandes capitales europeas”, asegura antes de seguir contando su historia y la de Prison Art. Mientras hablamos, sentados en medio del stand de exposición, Julia Meckler, representante de Prison Art en Alemania, y Geoffroy Plantier, colaborador de Cueto-Felgueroso en Francia, atienden en español, alemán, inglés, francés y ruso a los visitantes. De nuevo inmerso en sus recuerdos, Jorge habla de las conversaciones que tuvo con sus compañeros en los refrigeradores. “Algunos eran delincuentes reincidentes que me pasaron tips. Me dijeron que nuestra próxima etapa iba a ser Puente Grande. ‘Allá quienes gobiernan son los narcos. Más te vale tener lana y buenos contactos si quieres sobrevivir’, me advirtieron. En la noche del 15 al 16 de julio de 2012 Cueto-Felgueroso fue trasladado al módulo de ingreso del complejo penitenciario de Puente Grande. “Me raparon, me quitaron toda mi ropa, me entregaron un uniforme y a las 12 de la noche me metieron a ‘ingreso’. Allí pasé 21 días y ese fue el peor tiempo de mis 11 meses en Puente Grande. ‘Ingreso’ tiene dos pabellones en los que no hay luz ni agua. En el primero, al que llaman China Town, cada celda prevista para cuatro detenidos acoge a 12. En el segundo, Beverly Hills, sólo hay seis detenidos por celda. Cuatro duermen sobre una base de cemento y los otros dos en el suelo. Pagué 50 pesos para ir a Beverly Hills.” Aún se estremece cuando rememora sus primeros días en “ingreso”. Le tocó comprar una cobija “apestosa” que usó como colchón, recoger de la basura una botella grande de refresco y cortarla para tener un plato en el que le sirvieron la comida, buscar por todos lados a quien le vendiera una cubeta, en realidad un bote de pintura Comex, para recoger agua. “Hay una sola llave de agua para 300 detenidos. La abren a las seis de la mañana y la cierran a las seis de la tarde. Uno debe aguantar una cola inacabable antes de poder llenar su cubeta y luego meterse en uno de los escasos baños hediondos para lavarse.” –De Polanco al pabellón de ingreso de Puente Grande… El cambio tuvo que ser violento… –Lo fue. –¿Qué vida llevaba hasta el 13 de julio de 2012? –La de un empresario adinerado. Me iba muy bien. Vivía en Polanco. Estaba construyendo una casa grande en Lomas del Bosque, coleccionaba coches… Llegué a tener ocho. Eso sí, trabajaba muchísimo. Tenía varios negocios, un restaurante, una ferretería y una fábrica de pintura. –¿Cuál era su relación con Argent Trading International México? –Entré a trabajar en esa compañía en 1999 y me salí en 2008, cuando estalló la crisis financiera. Decidí apartarme momentáneamente de las finanzas y dedicarme a mis negocios personales. En 2007, cuando aún estaba en Argent, un cliente demandó a la empresa en Nueva York y perdió el juicio. Luego interpuso una nueva demanda, esta vez en México, y otra vez perdió. “A finales de 2011 presentó una tercera demanda, en Jalisco, contra todos los empleados de Argent Trading International México, a los que acusó de pertenecer a una asociación delictiva dedicada al fraude. Logró que el juzgado de Ocotlán expidiera una orden de aprehensión contra los empleados. Todos interpusieron amparos y se presentaron libres al juicio. Pero como yo ya no tenía contacto con Argent desde hacía tres años, no me enteré de nada, no pude ampararme y tuve que defenderme estando en Puente Grande.” Caro Quintero… Fue en Beverly Hills donde Jorge Cueto-Felgueroso tocó fondo. “Cada día despertaba con la esperanza de salir de ese infierno. Pero la juez se mostraba inflexible y desoía a mi abogado. Yo ya no aguantaba estar encerrado todo el tiempo en esa celda con los demás presos y sin hacer nada. Sólo salíamos a caminar por el patio 40 minutos en la mañana y 30 en la tarde. Entonces me puse al servicio de quien mandaba en Beverly Hills. Le decían El Barbas. Era un muchacho que trabajaba para los ‘jefes’ de la cárcel. Lo ayudé en todo.” Interrumpe brevemente la entrevista para hablar con unos clientes. Vuelve a enfatizar que cada bolsa es un modelo único, “una obra de arte”, dice, y que eso justifica su alto costo. Se sienta de nuevo. –¿Qué le mandaba hacer El Barbas? –Me pedía llevar a los detenidos enfermos al área médica. Nadie quería hacerlo porque había que caminar, esperarlos y regresarlos a Beverly Hills. A mí eso me permitía salir. Serví la comida y con eso pude comer un poco más. Organicé los equipos de limpieza y no tardé en convertirme en el brazo derecho de El Barbas. Calla unos segundos antes de apuntar: “Nunca me imaginé que algún día iba a trabajar para la mafia y menos aún que yo mismo me iba a ofrecer para hacerlo (…) Ni modo. Sólo así pude sobrevivir física y psicológicamente”. Ser dueño de una fábrica de pintura fue lo que consolidó definitivamente la relación de él con El Barbas y facilitó su trato con los “jefes”, cuando fue trasladado más tarde del área de ingreso del complejo penitenciario de Puente Grande a la de detención preventiva del mismo complejo. Cuenta: “Un día, El Barbas me preguntó qué hacía yo afuera. Sólo le mencioné que tenía una fábrica de pintura. En seguida me preguntó: ‘¿No habrá manera de que me regales un poco de pintura para arreglar mi celda?’. Le contesté que no sabía si nos iban a permitir meter pintura a la cárcel. ‘No te preocupes por eso’, replicó. ‘Voy a hablar con los jefes’. Unos días más tarde entraron sin problema un tambo de 200 litros de pintura blanca y decenas de brochas. El Barbas mandó pintar su celda, la mía y varias otras. Después quiso pintar todo Beverly Hills”. Cueto ríe al reconocer que las ocurrencias de El Barbas acabaron costándole unos 300 mil pesos. “Mandé traer más y más tambos. En total pintamos unos seis o siete pabellones, entre ellos el de los ‘jefes’ y también la casita apartada en la que ‘vivía’ Rafael Caro Quintero. Por si eso fuera poco, siempre a solicitud de El Barbas, mandé traer cemento y construimos una capilla abierta para una estatua grande de la Virgen de Guadalupe.” Pese a la insistencia de la reportera, Cueto-Felgueroso se niega a dar detalles de sus encuentros con Caro Quintero. Sólo confía que éste no ejercía poder alguno en Puente Grande. Y agrega: “Vivía aislado de todo y de todos, rodeado por seis presos que él mismo había elegido. Todo el mundo lo respetaba y se refería a él diciendo ‘El Señor’ o ‘Don Rafael’. Era como un miembro honorario de Puente Grande.” La ciudad en la cárcel El 8 de agosto de 2012 Jorge cumplió 21 días en ingreso, el tiempo máximo que un detenido puede pasar en esa área. “Si el juez no encuentra pruebas en tu contra, sales libre; si se confirman las sospechas, te trasladan al área preventiva. Yo estaba convencido de que iba a salir. En lugar de eso me anunciaron mi traslado a ‘población’. Ese día casi me derrumbé. Me escondí en el baño para llorar porque en la cárcel no se llora en público. Pensé que preventiva iba a ser aún peor que ingreso. Me aterré”, confiesa. Cueto-Felgueroso tardó dos meses en adaptarse a “población”. Se vio sumergido en un mundo que lo dejó estupefacto: “Puente Grande cuenta con 13 ‘pabellones’ o ‘módulos’, que son edificios en los que se amontonaban en total 12 mil presos”, recalca. Por mi edad me tocó el pabellón 8, donde, igual que en el 9, estaban detenidos los presos más grandes. ¡A los 45 años ya estaba entre los viejos…! Poco a poco conocí a presos de otros pabellones, en particular a los chavos del 3 y del 4, cuyas edades oscilaban entre 18 y 23 años… Aprendí a moverme en esa extraña ‘ciudad’.” Relata que fue descubriendo un sinnúmero de tiendas en las que se vendía de todo, incluso ropa de marca, había restaurantes, una panadería… Descubrió fábricas y talleres de artesanías. Se dio cuenta de que, con dinero, conseguir drogas y alcohol era la cosa más fácil del mundo. “Todo estaba bajo control de los ‘jefes’”, dice. “El reglamento interno era durísimo. Estaba prohibido pelearse, pedir dinero prestado, insultar, agredir. Los castigos eran brutales. Golpizas de una violencia extrema, latigazos, paleadas. Me sentí hundido en un mundo medieval… A los ‘jefes’ les importaba el orden…” Según cuenta, muy pronto le llamaron la atención los jóvenes tatuadores; detectó auténticos talentos y, sobre todo, muchachos con ganas de salir adelante. No perdió tiempo, elaboró un proyecto de capacitación y se lanzó. “Los chavos usaban máquinas bastante primitivas y las condiciones de higiene en las que trabajaban eran deplorables. Junté a algunos y los convencí, uno por uno, para que dejaran de tatuar a sus compañeros y que empezaran a tatuar pedazos de cuero que había que comprar en los talleres de artesanía. Así empezó todo. Acabamos armando ocho modelos de bolsa que diseñé personalmente. El resultado fue alentador.” Nueva interrupción; dos clientas españolas, diseñadoras de moda, preguntan si los tatuadores aceptarían reproducir dibujos hechos por ellas. “Sí”, contesta Cueto-Felgueroso, “pero son artistas y seguramente interpretarán con su estilo estos dibujos, no los copiarán”. Se vuelve a sentar y retoma el hilo de su relato: “Desde el inicio pagué puntualmente a los jóvenes cada pieza de cuero tatuado que realizaban, aun si el resultado no era óptimo. Se entusiasmaron a pesar de las reglas drásticas que les impuse”. Para ingresar al programa de entrenamiento y capacitación ideado por Cueto-Felgueroso, los presos deben respetar tres reglas: estar libres de adicciones, nada de drogas, nada de tragos; sólo se les permite fumar. Si fallan, quedan excluidos. También deben entregar 50% de lo que ganan en el taller a un familiar directo: madre, esposa o hijos. “Eso es clave –insiste–. Sólo así se mantienen los lazos familiares. El preso se siente útil, crecen su autoestima y el respeto de sus seres cercanos. Después de seis años de experiencia tenemos comprobado que salvar la estructura familiar acelera realmente el proceso de reinserción del preso. Mis muchachos ganan bien. Están pagados por pieza y pueden juntar alrededor de 7 mil pesos mensuales. Los maestros de tatuaje que capacitamos llegan a ganar entre 12 y 14 mil pesos.” La tercera regla impone la participación asidua de los jóvenes a pláticas de ayuda. “Se trata de terapias de grupo durante las cuales psicólogos los llevan a reflexionar sobre su propia violencia, la adicción, el rumbo que quieren dar a su vida. Les enseñan a consolidar su autoestima y a proyectarse en el futuro. Nosotros no rehabilitamos a nadie. Son los muchachos mismos quienes se van rehabilitando con las herramientas que ponemos a su disposición.” –¿Qué pasó con “los jefes”? ¿Cómo reaccionaron cuando vieron nacer y crecer su proyecto? ¿Tuvo que negociar con ellos? –Uno no negocia con los “jefes”. Se les pide permiso. –¿Se sentó a hablar con ellos? –Sí. Les expliqué en qué consistía el programa. Les gustó. –¿Les gustó? Pero al exigir de los jóvenes que dejen de consumir drogas y tragos, usted les quita clientes en la cárcel y mano de obra cuando salen de ella. –Los “jefes” no piensan así. Son empresarios y entendieron de inmediato que al tener mayor poder adquisitivo, los presos de mi programa iban a gastar más en las tiendas. Al fin y al cabo, el dinero siempre cae en sus cajas. Después de unos segundos de reflexión precisa: “Quizás resulté un poco difícil de entender, pero les gustó realmente mi iniciativa. Valoraron el hecho de que no buscaba lucrar con los chavos, sino abrirles el horizonte. También noté que les pareció bien que yo estuviera llevando todo el asunto como empresario y no como asociación de beneficencia”. Vuelve a reflexionar y finalmente confiesa: “En Puente Grande la mafia cobra derecho de piso a todos los negocios. Desde hace seis años no le cobra un centavo a Prison Art. Más interesante aún, tenemos una tienda en Playa del Carmen que es un lugar bastante caliente a nivel de extorsión. Pues tampoco allí se nos cobra derecho de piso. Se sabe que Prison Art es una empresa que saca a jóvenes del hoyo. Y como sea, eso lo respetan”. –¿Cómo financia su proyecto? –Al inicio, mientras estaba en la cárcel, invertí gran parte de lo que me brindaban mis negocios personales para comprar piel de buena calidad, máquinas para tatuar, pintura, para pagar los salarios de los tatuadores y de los artesanos de marroquinería. No le pedí un centavo a nadie. No quería ayuda del gobierno. Rechazaba la idea de pedir donativos. “Mi meta era crear una empresa autosuficiente, pujante, capaz de cumplir un papel social. Al salir de la cárcel, el 21 de junio de 2013, les prometí a los 30 presos que trabajaban conmigo en Puente Grande que nuestra empresa iba a crecer, que íbamos a ser agentes de cambio y que tenían su porvenir asegurado…” Cumplió su promesa. Poco tiempo después de su liberación ganó una convocatoria lanzada por la Universidad Iberoamericana, la Barra de Abogados y la asociación Fortalece, que lo asesoraron para constituir una asociación civil y abrir una sociedad mínima de capital variable. Vendió todos sus negocios para dedicarse exclusivamente a Prison Art y en noviembre de 2014 creó la Fundación Proarca (Proyecto Arte Carcelario). Los muchachos de Prison Art Hoy Prison Art cuenta con tres talleres en Puente Grande; abrió uno en la cárcel de mujeres de Pachuca, dos en Tulancingo –uno en el penal de hombres y otro en el de mujeres–, un séptimo en la cárcel de mujeres de Querétaro y finalmente un octavo en el Reclusorio Anexo Norte de Hombres de la Ciudad de México. Los estados de Oaxaca, Michoacán, Nuevo León y Baja California quieren implementar el programa de Prison Art en sus centros penitenciarios. Lo mismo pide la Secretaría de Gobernación para los penales federales, mientras que la Ciudad de México quiere aumentar la presencia de Prison Art en el Anexo Norte e introducirlo en otros reclusorios. –¿Se van a dar abasto? –Por supuesto, pero nos desarrollamos a nuestro ritmo. Tenemos un modelo de crecimiento balanceado. Cuidamos lograr el equilibrio entre la creación de nuevos talleres y el incremento de las ventas, al tiempo que seguimos siendo intransigentes con la calidad de nuestros productos y firmes con nuestro compromiso de capacitación seria y de rehabilitación duradera. Es precisamente para afianzar la reinserción de “sus muchachos” que Cueto-Felgueroso abrió también talleres de Prison Art fuera de los centros penitenciarios. En total la empresa emplea a 300 personas, 160 de las cuales siguen presas y 40 ya son libres. “Cada año hacemos un reporte de impacto siguiendo una metodología reconocida internacionalmente que nos enseñaron expertos de la USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional).” Jorge continúa: “Tenemos resultados bastante estimulantes. Sólo 11% de los presos que entran en nuestro programa recaen en la droga y la delincuencia. El 89% sigue adelante”. Entusiasta, destaca que entre los que salieron libres varios montaron su propio negocio con el dinero que ganaron en el taller. Uno compró un taxi. Otro puso su salón de tatuaje. Un tercero ya tiene un puesto en el mercado… “La fundación se hace cargo de los que quieren estudiar”. –¿Los beca? –Les paga los estudios. Tenemos a un joven en psicología, a dos en administración de empresas y a uno en diseño gráfico. Cuando se le pregunta qué hizo de sus ocho coches, sonríe con malicia: “Poseer, acaparar, acumular… Todo eso quedó atrás… Me deshice de tantas cosas… Mi mayor ambición hoy es que Prison Art siga creciendo para poder responder a todas las solicitudes, tanto de los centros penitenciarios como de los propios presos, pero también para que nuestro modesto éxito sirva de referencia”. Se endereza un poco en su silla cuando comenta que en 2018 ganó tres premios a nombre de Prison Art: el de Entrepreneur del Año, en la categoría de Impacto a la Comunidad; el premio de la revista Expansión, que también lo nombró Entrepreneur del Año; y el Facebook Social Entrepreneurship Award. “Estas recompensas nos dan más visibilidad… Ojalá sirvan de inspiración a otros empresarios”, insiste. “Somos pequeños, partimos de nada, nos desarrollamos solos y ya logramos bastante. ¿Qué esperan grandes empresas como Cemex, Liverpool, Femsa, entre tantas otras, para tomar iniciativas que tengan un impacto social positivo?” Este reportaje se publicó el 29 de septiembre de 2019 en la edición 2239 de la revista Proceso

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