Una fila de hormigas

domingo, 10 de noviembre de 2019 · 11:22
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Uno de los principios democráticos es que todos tenemos la capacidad para discernir sobre los asuntos públicos. Todos y todas estamos dotados del sentido común, es decir de –como decía Descartes– un conocimiento de una verdad auto-evidente del tipo: “el agua moja”, “la noche es más insegura que el día” o el consabido “carpe diem”. El sentido común, aunque varía de cultura en cultura, está basado en la experiencia colectiva que da la sensación de que es irrebatible. Sin darle autoridad cultural al sentido común, el autogobierno y las elecciones de representantes serían insostenibles. Hace exactamente 20 años el antropólogo Clifford Geertz publicó su hoy célebre ensayo “El sentido común como sistema cultural” que ayudó a definir este tipo tan peculiar de sabiduría que reside en la base de todo régimen democrático: la capacidad de todo ciudadano de decidir. En el ensayo, Geertz desmenuza los rasgos de todo sentido común, sea de los aborígenes australianos o de los votantes británicos: naturalidad, practicidad, transparencia, asistematicidad y accesibilidad. Es un tipo de pensamiento que se plantea como inherente a la realidad, como algo obvio, elemental, práctico, no en el sentido de “útil”, sino juicioso, prudente; también es lo “literal”, es decir, lo llano y evidente del lenguaje; “lo que es”, es decir, la idea de que lo fundamental de lo público es lo que se ve y no las sombras de lo subrepticio; es un saber de la experiencia que no puede ser reducida a un dogma, una ideología o una teoría. Geertz toma una definición de un dicho de los ila de Zambia: “La sabiduría está hecha de una línea de hormigas”. Es hasta el siglo XVIII que el sentido común se hace político, fundamento del igualitarismo, de la idea de ciudadano como alguien que puede externar un juicio sobre lo público sin necesidad de ser experto o tener un grado académico. Todos nos sentimos expertos en sentido común. Y ese es precisamente el tema que Thomas Paine aborda en su famoso panfleto (1776) que todos leímos en la secundaria. Lo que queda del antecedente de la independencia de los Estados Unidos es la idea de que el sentido común es un terreno de sabiduría cultural derivado de muchas hormigas, es decir, de experiencias compartidas y conclusiones sobre ellas. Eso le dio una autoridad a la par de otro tipo de lenguajes como la ciencia, la historia, las leyes, las tradiciones, y la propia política como algo que se diseña desde el escritorio de “los que saben”. Distinto de la “razón” de los ilustrados, el sentido común no era una idea para formar un gobierno ideal –constitucional, representativo, con división de poderes– sino un acercamiento distinto a la idea misma de la política y lo político. Era un acercamiento que nos igualaba. Descartes se refirió a él como “luz natural”, es decir, la inevitable “coincidencia entre opiniones distintas si son sopesadas con las mismas razones”. Es distinto de la “razón”, que usa la duda para ir descartando lo falso, y por eso es una luz, es decir, algo indudable, si y sólo sí no proviene de un prejuicio. En el método de dudar y, tras el examen, guardar lo que resultó verdadero, Descartes no romantiza “lo que opina la gente”, sino que hace de ello su objeto de crítica. Lo que todos tenemos en común es la capacidad de dudar, poner en examen y enjuiciar.  Descartes creyó que eso podría, eventualmente, acercar las opiniones opuestas. La politización del sentido común en la Inglaterra del siglo XVII le dio un vuelco: del talento para hacer un juicio, pasó a ser un conjunto de saberes “que todo caballero honesto posee”. Ahí empezó el problema de cuáles eran esos saberes y, con ello, surgió la opinión pública, los columnistas que lo mismo hablaban de gusto en el arte o la mesa, que de política. El Acta de 1695 que eliminó la censura previa de las publicaciones volvió a plantear el dilema de si era posible obtener un consenso de los ejercicios de la libertad de expresión. Los opinadores propusieron tres reglas inviolables para regular el debate público entre facciones: la cortesía, es decir, la auto-restricción de insultar, burlarse y humillar; el uso de las palabras de acuerdo a su definición, es decir, no llamar “dictador” a un parlamentario, por ejemplo; y no torturar los argumentos del otro para que dijeran lo que nunca había tenido la intención de decir. Así, el sentido común debía surgir de su opuesto: el absurdo. Éste tenía dos extremos que había que evitar: el escepticismo premeditado –decir, antes de debatir que todo era falso, sospechoso– y el entusiasmo fanático. Una forma de entenderlo en la Inglaterra del siglo XVIII es pensar en lo que de común existe entre las facciones, protestantes y católicos. La creencia en Dios sería ese espacio de coincidencia para conseguir un orden de las libertades. La idea pasa a lo público cuando se comienza a hablar y escribir de la información como un bien público que permite a cada ciudadano formarse una opinión propia, necesaria para votar. La cortesía como estilo, el uso de lenguaje preciso como método, y el debate de las posiciones argumentadas y no de unas imaginadas para caricaturizarlas, como contenido. Estas fueron las tres reglas que impuso el Spectator desde 1711. Todo este modelo tenía sentido precisamente porque la libertad de expresión tiene un objetivo: formar la opinión ciudadana. Lo que Samuel Johnson estableció como el dilema de los medios de comunicación sigue siendo válido casi tres siglos después: “Discernir entre lo que se considera verdadero porque es reconocido por todos y lo que es reconocido por todos porque es verdadero”. Lo aceptable e inaceptable en el lenguaje y en el entendimiento se convirtió en una regulación de los que tenían la responsabilidad de informar y opinar en medio de la nueva libertad de prensa. No, como hoy, que el objetivo es “la nota”, es decir, la rapidez, cuando no “lo viral”, es decir, lo que tiene valor sólo porque es popular. Lo verificable, la verdad, lo sustentado parece escaso en la prensa de hoy y eso daña la posibilidad de contar con una opinión pública. Como establece el sentido común, la libertad de expresión no es gritar “¡fuego!” en un cine. Digo esto por la tremenda conferencia mañanera del presidente por el caso Culiacán. Me sorprendió la facilidad con que algunos de los reporteros asumen la justificación para publicar versiones no confirmadas y hasta fotografías falsas: si no hay información oficial, publicamos hasta lo que viene de las redes sociales. No tan sorprendente fue la insistencia en llamar “fallida” a la estrategia de pacificación, al Ejército, al gabinete y al Estado ya de plano, por el operativo. Ambas ramplonerías desconocen las tres reglas del Spectator en el umbral de la libertad de expresión moderna porque han asociado su labor a los intereses de sus dueños que, cuando no son abiertamente facciosos, simplemente quieren vender noticias. El problema es que, desde siempre, la información es un bien común, no privado, y es crucial para formar opinión pública. Ser groseros, imprecisos, y no preguntar dentro de los límites de lo que se puede verificar, es justo lo contrario del sentido común. Los ingleses no lo habían tratado de proteger sólo porque fueron muy amables y quisieran evitar los insultos, sino porque reconocían su facultad para ordenar y estabilizar el debate. La distancia entre opinión pública y medios de comunicación se amplía cuando, en lugar de observarlas, se pisa a las hormigas. Cuando el sentido común dejó de ser solipsista y cartesiano y se volvió colectivo y político, también se transformó en el territorio desde el que surge la opinión pública. Desde el inicio de esta politización del término, se trata de un saber basado en la experiencia compartida con los otros. Si leemos con atención el concepto de Antonio Gramsci de “buen sentido” podemos entender a qué se refiere cuando escribe en sus Cuadernos de la cárcel: “El hecho de que el trabajador no obtenga satisfacción inmediata de su trabajo y se de cuenta de que (los capitalistas) quieren reducirlo a un gorila entrenado, puede llevarlo a un tren de pensamiento no-conformista,  por lo tanto, no se trata de introducir desde cero una forma científica de pensamiento en su vida individual, sino de renovar y hacer crítica su actividad ya existente”. Para Gramsci, dentro del sentido común de las comunidades siempre hay pedazos de pensamiento crítico y de resistencia ante la servidumbre y la obediencia, que son la base de una transformación. Esa es justo la distancia que hoy vemos entre medios y opinión pública. El sentido común desde el que brota, a pesar de los medios, el 78% de aprobación al poder electo, proviene de una experiencia compartida por todos, salvo los privilegiados. Una de violencia, pobreza y ninguneo de décadas. En el centro de ese sentido común está lo que Montesquieu estableció como el método de un juicio justo: “La precisa comparación”. Hace 20 años Geertz rescató una historia de un niño en Zambia que se tropezó con unas raíces y alegó que su caída se debía a una brujería. Cuando el antropólogo le preguntó si no había sido causada por su distracción, el niño argumentó: “La brujería me la hicieron en los ojos”. Esta columna se publicó el 3 de noviembre de 2019 en la edición 2244 de la revista Proceso

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