Música y violencia  (Segunda y última parte)

martes, 19 de noviembre de 2019 · 18:21
A los queridos amigos Giorgio Fava e Ivano Zanenghi Con esta entrega concluimos el alarmante tema donde se constata el poder que tiene la música para traspasar umbrales, convirtiéndose en un arma con fines militares y de control social absolutamente insospechados. Es obvio que lo que aquí se admite por “música” es un subrogado de ordenamiento de sonidos que apunta a un efectivo incitador de la violencia, más que a un género pseudo artístico; aunque vale aclarar que aún tratándose de las músicas más sublimes, cuando se escuchan a demasiados decibelios, también dañan y también funcionan como agentes de coerción. Para retomar lo narrado, recordemos que lo último que apuntamos fue que en la actualidad, los avances tecnológicos, especialmente en el diseño de bocinas y altoparlantes de última generación, han incrementado hasta niveles surrealistas los poderes de invasión del sonido. Asimismo, anotamos que ya existen artefactos de largo alcance, reconocidos como “cañones sonoros”, que emiten pulsaciones sonoras que alcanzan los 149 decibelios con los que se logran daños auditivos permanentes. Los humanos reaccionamos con particular repulsión a las señales sonoras que no encajan con nuestros propios gustos. Muchas teorías neurocientíficas acerca de cómo actúa la música en el cerebro ignoran, empero, cómo las preferencias personales afectan nuestro procesamiento de información musical; así, un género que indigna a una persona puede tener un efecto placebo en otra. Un estudio realizado en 2006 por la psicóloga canadiense Laura Mitchel de la Universidad de Halifax, trató de demostrar que las sesiones de músico terapia podían aliviar el dolor, topándose con que a una persona sufriente le servía más escuchar su música “preferida”, en vez de aquella que intrínsecamente tenía cualidades relajantes y curativas. En otras palabras, las músico-terapias para un amante del jazz, deben contener precisamente jazz. En el sorprendente libro de Lily Hersch La música en la prevención del crimen y el castigo1 se explora cómo las divergencias en el gusto pueden explotarse con fines de control social. Sin ambages, Hersch relata cómo en 1985 las tiendas 7-Eleven de la Columbia Británica comenzaron a tocar música culta dentro de sus áreas de estacionamiento para alejar a los vándalos adolescentes que rondaban. La idea era que para una juventud desadaptada, la escucha de esa música era intolerable. ¿Y cuál fue la sorpresa? Que los actos vandálicos se redujeron en un 65 % y que 7-Eleven adoptó esa política sonora en sus tiendas del norte del continente. Con esta premisa se demostró, paradójicamente, que también la “buena” música actúa como repelente. Cuando Primo Levi fue deportado a Auschwitz en 1944, se esforzó para captar y entender no sólo lo que veía sino lo que escuchaba. Describió cómo los prisioneros que regresaban al campo después de un día de trabajo forzado, eran obligados a marchar con una música popular de ritmos jocosos de danza, en especial la polka Rosamunda, que era un hit internacional de la época. La primera reacción de Levi fue reírse y pensar que estaba presenciando “una farsa colosal dentro del gusto germano”. Sin embargo, más tarde cayó en la cuenta que con esa grotesca yuxtaposición de música ligera sobre el horror, los nazis habían diseñado una brutal estrategia para destruirles el espíritu a sus prisioneros, con la misma eficacia con que los crematorios les pulverizaban el cuerpo. Las “alegres” melodías de la polka Rosamunda también resonaron a través de bocinas durante las ejecuciones masivas de judíos en diversos campos de exterminio, cual burla sádica del sufrimiento que se infligía con tanto método y determinación. Los nazis fueron grandes pioneros en el sadismo musical, aunque habría que decir que al parecer, el empleo de bocinas a un alto volumen también tuvo la función de acallar los gritos de las víctimas, más que de torturarlas. A los jerarcas, melómanos confesos, la gritería les ponía los pelos de punta y era prioritario silenciarla con lo que fuera –jamás con sus músicas amadas–, en aras de su propia salvaguarda espiritual. Quienes hayan visto la película Corresponsal extranjero2 de Alfred Hitchcock, de 1940, recordarán que algunos espías nazis torturaban a un diplomático con luces híper brillantes y música swing de las bandas americanas; volviéndose evidente que las fantasías hollywoodenses sobre las “torturas sonoras mejoradas” se hicieron camino hacia la realidad unas décadas después. No en balde la película Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola, usó la Cabalgata de las Walquirias de Wagner al tiempo que un escuadrón de helicópteros yanquis arrasaba una aldea vietnamita. Igualmente, diversos académicos han demostrado que la idea de castigar a alguien con música emanó de las investigaciones acaecidas durante la Guerra Fría, con el propósito de conseguir una tortura “carente de contacto”, es decir, una que no deje huellas visibles en los torturados. Y otros investigadores confirman que la manipulación sensorial, incluidas las explosiones de sonido, coadyuvan en la desintegración de la personalidad del individuo. Como ejemplos, bástenos saber que durante la dictadura de Augusto Pinochet en Chile se adoptó, como método alterno de tortura, la escucha de la banda sonora de la película Naranja mecánica3 de Stanley Kubrick, con los mismos efectos que el protagonista empleaba la Novena Sinfonía de Beethoven contra sus víctimas. O que en Israel aún siguen torturando a los detenidos palestinos con la técnica que mejor resultados les da: atarlos a una silla de niño, encapucharlos, esposarlos y sumergirlos en la pavorosa audición de la música contemporánea de concierto. Lo alucinante del caso es que la tortura auditiva ya ha recibido autorización oficial de parte de muchos gobiernos. En la Unión Americana, por citar un caso, se administra con beneplácito de su gobierno desde 2003 y en el comunicado oficial del ejército se lee: “Los gritos, la música a un alto volumen y el control de luces enceguecedoras pueden utilizarse para atemorizar, desorientar y prolongar el shock de captura del detenido”. No obstante, todavía no hay un acuerdo sobre qué tipo de música debe aplicarse, sugiriéndose que se da libertad a los torturadores para que improvisen sobre la marcha. Lo más socorrido, acorde con muchas fuentes, es que se emplean indiscriminadamente las “des-composiciones” más siniestras del heavy metal, rap y reguetón. Es necesario aclarar que la noción de la benignidad de la música es una idea relativamente reciente. En la antigüedad griega, a la música se le temía por ser una entidad inasible que debía manejarse y canalizarse con prudencia. Para los antiguos chinos era el arte que mejor demostraba la evolución o el atraso de los pueblos y su filósofo Confucio no tuvo empacho en declarar que “la música posee un insidioso y enorme poder para dominar nuestra voluntad, por ello debemos ser diligentes en extremo para controlar su escucha para que no nos dañe.” No es sino hasta la aparición de los pensadores del romanticismo germano cuando se reevalúa el poder de la música, variando sus postulados originarios. Para Schopenhauer, Hegel y E.T.A. Hoffmann era crucial la revisión drástica de sus significados. Se transformó, entonces, en el canal hacia la infinitud del alma y en el vehículo perfecto para expresar las ansias de libertad y los sentimientos colectivos de fraternidad. De ahí, la canonización de la música de Beethoven y el surgimiento de la noción de genio “universal” aplicado a la música de un Occidente liderado por alemanes arios. Lamentablemente y a pesar de la catástrofe cultural de la Alemania nazi, esa idealización romántica de la música persiste y aún se concibe como ente de redención. Mas, ¿qué hacer con todo lo que hemos venido rumiando?... Renunciar a la música no es la opción, más bien, lo correcto sería renunciar definitivamente a la idea de que la música es inofensiva. Descartar esa ilusión no es disminuir su importancia, al contrario, se trata, como sentencia el periodista norteamericano Alex Ross,4 de hacer conciencia sobre el poder abrumador que posee. Admitir que también la música puede usarse como un instrumento maligno es tomarla en cuenta, con la seriedad que merecen las expresiones de nuestra extraña, ambigua y contradictoria humanidad. __________________________ 1       Michigan University Press, 2008. 2       Foreign Correspondent, en el original 3       Orange Clockwork en el original 4       Personaje del mundo intelectual neoyorquino a quien se da crédito por las investigaciones aparecidas en este texto.

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