Nuestros asesinos viven en nuestra casa
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Max Weber está en boca de todos. El alarde de poderío de un cártel para liberar a uno de los suyos en Culiacán y la masacre de mujeres y niños por parte de otro grupo criminal en Bavispe han suscitado un coro de invocaciones al Estado para asumir el monopolio de la violencia legítima. México vive atenazado por la delincuencia y a menudo ocurren atrocidades que rondan crisis humanitarias, eclosiones de crueldad que siembran muerte y desolación. Abundan voces que claman por el uso de la fuerza pública para reprimir al crimen organizado y garantizar la seguridad de la sociedad.
El presidente López Obrador se rehúsa a hacerlo. Argumenta, con razón, que esa estrategia fracasó y agravó el problema en los últimos dos sexenios, pero salta erróneamente al otro extremo. Está convencido de que el origen del problema es la injusticia social y de que la violencia ilegítima de los delincuentes no debe combatirse con violencia legítima del Estado. Si sus predecesores la enfrentaban con nada más que la fuerza, él la enfrentará con todo menos la fuerza. Nadie ha podido hacerle ver que en esas dos convicciones está equivocado. En la primera porque la delincuencia provocada por la pobreza juega un papel secundario en la criminalidad en gran escala, que sostiene emporios empresariales movidos por el afán de lucro y poder. La lógica de que los cárteles no existirían si hubiera bienestar social llevaría a concluir que en el primer mundo no habría grandes empresas porque la miseria no alcanzaría para abastecerlas de mano de obra. No es así. El capital, legal o ilegal, recurre a todo para multiplicarse. Negocios son negocios.
La segunda tesis, la de que a los violentos no se les debe confrontar con violencia, es insostenible. Desde luego que la desigualdad y el orden injusto son causas y efectos de la corrupción, y que contrarrestarlos es eliminar uno de los detonadores delincuenciales, pero mientras ese proceso justiciero se da es imperativo usar la fuerza pública. Y después también: ni las sociedades más equilibradas y prósperas pueden vivir sin policías armadas. La clave es tener un Estado sólido, y la clave de esa clave es erradicar la impunidad, para lo cual es necesario meter a los criminales a la cárcel. He aquí el imperativo del justo medio: ni el extremo de la guerra contra el narcotráfico ni el de los abrazos sin balazos resuelven la inseguridad que vive nuestro país. Se requiere una combinación de ambas estrategias y algo más. Reitero lo que escribí en este mismo espacio: la gente les dirá “fuchi y guácala” a los delincuentes cuando los vea tras las rejas y no al frente de sus comunidades.
Pero dejémonos de teorizaciones y vayamos a la realidad. Nuestro país está infestado de violencia; los mexicanos vivimos en medio de una barbarie de proporciones inenarrables. La criminalidad está en todas partes; produce y trafica drogas, roba gasolina, medra ilícitamente con la madera o con el aguacate o con cualquier producto que genere utilidades, controla cientos de municipios, decide quién y cuándo entra a sus regiones, extorsiona, secuestra, asesina. Su capacidad de fuego es gigantesca y su logística muy sofisticada. Y ya no titubea en acribillar familias que pueden recibir la protección de Estados Unidos. La timidez gubernamental los envalentona.
Ahí están los criminales, pues, y no se van a ir ni “se van a quedar solos” porque haya becas, programas sociales y moralización. Permanecerán en tanto se les deje trabajar y sus actividades sigan generando inmensas fortunas. AMLO ha dicho que no quiere –y quizá tampoco pueda– pactar con ellos como se hizo en el pasado, distribuyendo enclaves y rutas y vetando ciertas actividades. La inteligencia financiera, una palanca fundamental subutilizada en otros sexenios, se esgrime en este como un eje estratégico, y se discute otra, la legalización de la mariguana, que reduciría sus ganancias. Celebro que el secretario de Seguridad impulse ambas acciones, porque limitarse a descabezar cárteles no mata a una Hidra presta a regenerar y multiplicar sus cabezas. Con todo, es imprescindible capturar a algunos capos. ¿Qué se hará cuando opongan resistencia? ¿Para qué se creó una Guardia Nacional militarizada y se le dotó de un potente arsenal?
Aunque es muy difícil decidir qué hacer, es fácil saber qué no hacer: bajo ninguna circunstancia debe permitírseles que sean gobierno de facto. Con selectividad y sagacidad, con tiros de precisión y operativos quirúrgicos, tiene que arrebatárseles el control del territorio, y eso presupone recurrir en alguna medida a la violencia legítima. Solo un rehén permite que viva en su casa un asesino serial, y solo un iluso mantiene la esperanza de que se porte bien. Y esto nos lleva a una última pregunta: ¿por qué es AMLO tan renuente a usar la fuerza que legítimamente comanda? ¿Qué cuida? Si es la vida de los mexicanos, se entiende el yerro; pero si es su sitio en los anales de México, el juicio de la historia será implacable. Volvemos a Weber: la ética de la convicción no excluye la ética de la responsabilidad. Quien ejerce el poder no tiene derecho a cuidar su imagen a costa de la ingobernabilidad de su país.
PD: Es triste que Evo Morales, quien pudo haber terminado como un gran presidente de Bolivia, haya recurrido a la antidemocracia para perpetuarse en el poder, y que los militares bolivianos hayan dirigido lo que fue, para efectos prácticos, un golpe de Estado; bien que México le dé asilo. Y es vergonzoso que el Senado no haya repuesto la elección turbia de la presidenta de la CNDH y que Morena hay impuesto la fuerza sobre la razón.
Este análisis se publicó el 17 de octubre de 2019 en la edición 2246 de la revista Proceso