La Cuarta Transformación, a la intemperie

martes, 3 de diciembre de 2019 · 10:13
La corrupción en el corral de las percepciones Comienzo con la corrupción porque fue el mayor exceso del gobierno de Peña. Y ha sido el tema alrededor del cual el presidente López Obrador procura articular su discurso de contraste. Él es el presidente de la honestidad valiente y sus gestos cotidianos refuerzan esta identidad. Pero esta identidad que ha construido alrededor de su persona necesita de instrumentos.  Porque es la cabeza de un aparato administrativo que gestiona miles de transacciones en las que se presentan oportunidades de corrupción. El presidente tiene distintos recursos a su alcance para controlar la corrupción. Por lo pronto, un Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) que articula las tareas de los distintos órganos que cumplen alguna función de control de actos indebidos en la función pública. El SNA ahora se encuentra en un limbo, cumpliendo con lo que la norma le establece, pero lejos de ser el factótum contra la corrupción que esperábamos cuando se concibió su diseño. Ese factótum es el presidente. López Obrador desestima al sistema. No conozco las razones. Prefiere los recursos punitivos que están a su alcance y utilizarlos de manera selectiva. La letra del refrán “A mis amigos, justicia y gracia; a los enemigos, la ley a secas” tiene mucha resonancia en las primeras acciones de nuestro presidente en estos primeros 12 meses de gobierno. Y esa parece ser su política anticorrupción. Este aspecto punitivo descansa de manera prominente en la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y en las reformas legales que hoy hacen que la corrupción se tipifique como delito grave y, por tanto, meritorio de prisión automática, así como en la ley de extinción de dominio que permite que se incauten bienes antes de que concluya un juicio. La verdad es que tenemos una combinación peligrosa de normas e instrumentos que puede derivar fácilmente en arbitrariedad. Si la intención es amedrentar y no hacer justicia, creo que el presidente lo está logrando. Pero actuando así no podrá sostener el aserto de que el suyo es un cambio de modelo, y menos de régimen. “La impunidad se acabó en mi administración”, dice el presidente. En lo que a delitos de corrupción corresponde, tenemos casos abiertos, cuentas congeladas y descongeladas, pero justicia todavía no. Y hacer justicia en casos de corrupción requiere de capacidades de Estado, de las que carecemos. La Fiscalía anticorrupción de reciente creación es en realidad un cascarón que alberga penurias. Insuficiencia de recursos, de profesionales que puedan llevar con éxito una investigación, de peritos entrenados. Nada nuevo cuando nos referimos a las destrezas y capacidades en la investigación criminal en el país, igual en delitos de corrupción que en los de alto impacto en materia de seguridad. Estos temas son un punto ciego en la agenda del presidente. Tenemos reformas en marcha porque se plantearon antes de la llegada de este gobierno. Es el caso de la transición de la Procuraduría General de la República a la Fiscalía General, que conforme a la ley orgánica que le dio vida tiene que transitar por un cambio complejo para renovarse. Una reingeniería que implica replantear sus modelos de gestión, de investigación y de priorización en la persecución penal. Pero también de la profesionalización de sus cuadros. Todos estos procesos de cambio necesitan recursos que van a llegar mediante el gotero de la austeridad y puede que sean insuficientes. El presidente es honesto, sí. Pero la corrupción no se combate con atributos personales, sino con instituciones de Estado que puedan prevenirla, detectarla y sancionarla. Y el presidente no encuentra un terreno descampado sino un entramado de instituciones que podrían funcionar de manera alineada con sus objetivos, si se lo propusiera. De cualquier forma, hay magia en la manera con la cual el presidente se comunica con los mexicanos. En la más reciente medición de Transparencia Internacional, México escala algunos puntos en la medición. En el campo de las percepciones el presidente ya se apuntó una primera victoria: los mexicanos consideran que hay menos corrupción. En el campo de la realidad, es posible que sigamos viendo las prácticas de antaño. Sin buenos mecanismos de prevención, control y de sanción seguirán existiendo incentivos para abusar de la función pública, para el enriquecimiento personal y para el tráfico de influencias, entre un amplio catálogo de delitos que asociamos con el fenómeno. El tiempo dirá.

Peligro de derrumbe de su sistema de creencias

  Si la corrupción como agravio pesó en los mexicanos al momento de votar en la pasada elección presidencial, la inseguridad y la violencia influyeron, pienso yo, de manera decisiva. Dos administraciones que acumularon fracasos en contenerla permitieron que la promesa de un viraje en la aproximación al fenómeno resultara atractiva. Además de entonar rítmicamente “becarios, no sicarios” y “abrazos, no balazos”, eran anuncios de algo distinto: la atención de las causas, el acceso a la justicia como manera de redimir a las víctimas y la creación de alternativas a la creciente militarización de la seguridad. Pero en este tema, AMLO candidato no se parece al AMLO presidente. Alabo de su enfoque de seguridad su pretensión de ir al origen. El tratar de explicar qué sucedió en este país que quebró los mecanismos de control social y su tejido. El presidente tiene intuiciones y mucha información de terreno, pero el arrebato de culpar de todo al neoliberalismo obstruye su capacidad de hacer un diagnóstico más informado y profundo. Por eso confunde su política social con política de prevención. Y no son lo mismo. La prevención del delito y la violencia busca atender factores de riesgo, es focalizada y parte de diagnósticos muy precisos. Su política social consiste primordialmente en la transferencia de subsidios, con un carácter más universal que dirigido, y carece de la precisión que requieren las intervenciones y acciones preventivas. Las intersecciones tal vez ocurran en un nivel muy básico; más allá de eso, se bifurcan. Son cosas distintas. La política de prevención social y policiaca deben tomarse en serio. Y para ello hay que construir capacidades desde lo local. Para que desde ahí se entiendan las dinámicas de violencia y crimen, se identifiquen los factores de riesgo y se atiendan correctamente. No se puede “ir a las causas” de la violencia, como aspira el presidente, con instrumentos centralizados y reactivos para atender el fenómeno. Es hasta disonante. La intuición original del presidente es correcta; la elección de sus recursos, totalmente incompatible. Y esto me da pie para hablar de lo que me parecen errores de su estrategia de seguridad. La visión centralista que en ella impera y su desdén por construir los mecanismos que permitan una buena gobernanza de la seguridad a nivel nacional. Con esto me refiero a definir correctamente las responsabilidades, pero también la distribución de recursos, entre ámbitos de gobierno y entre instituciones y actores que tienen responsabilidades en la seguridad. El presidente ha sido distante en las reuniones del Consejo Nacional de Seguridad Pública, el espacio que debería prestarse a la toma de decisiones compartidas y a la coordinación. En este tema el presidente sigue las mismas pulsiones que en otros asuntos: si no le gusta lo que hay, le da la vuelta, lo ignora o debilita en lugar de arreglarlo. Éste es el caso del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Sustituye a este mecanismo con uno propio en donde su ascendente es más claro: las 266 regiones en las que se dividió el territorio y en las que tiene a un representante suyo. En éstos operan mecanismos ad hoc de coordinación, donde queda claro quién manda. En cada región hay despliegue de la Guardia Nacional, sin que me quede claro cuál es su diferenciación funcional respecto de las corporaciones policiacas de los estados y municipios. Quién hace qué y si están haciendo algo distinto respecto del pasado. En cuanto a las víctimas, todas las expectativas de justicia se han apagado, como en su momento se cerró la cortina de los foros en los que tuvieron oportunidad de expresarse durante los meses de transición. La justicia, además, requiere de instituciones que la procesen, y el fortalecimiento de instituciones de seguridad y justicia no aparece en la agenda de prioridades de este presidente. Los resultados en este primer año no son halagüeños. Es posible que cerremos 2019 con una nueva cifra récord de asesinatos. Y con algunos delitos de alto impacto en ascenso. El gobierno presume que los homicidios se han estabilizado, pero lo han hecho, en todo caso, en un nivel muy alto. El modelo está a prueba y veremos si se sostiene y es efectivo. Pero más que la realidad del dato duro, están –de nuevo– las percepciones. Y el presidente gana la partida en esta dimensión. Por la llegada de López Obrador a la presidencia la gente se siente un poco mejor, como se asienta en las encuestas de percepción de inseguridad. A diferencia de otros temas de nuestra atribulada realidad, ese es particularmente tramposo. Puede descarrilar a un gobierno, como Ayotzinapa lo hizo con la administración de Peña. Hasta ahora los dos eventos aparatosos, el de Ovidio en Culiacán y los LeBaron en los límites entre Chihuahua y Sonora, sacaron al presidente de la comodidad de sus certezas, pero no le ‘pegaron’ en sus niveles de aprobación de manera proporcional a la gravedad de los sucesos. ¿Superaremos nuestro equilibrio triste, ese que repudiamos en la elección anterior? Sólo si el presidente aprende a ajustarse a las realidades. Si deja las certezas que le da su entendimiento de las cosas y se dispone a entender la complejidad de este país y de su entorno. Si el presidente no tiene esa capacidad para evaluar y corregir, nuestro equilibrio triste puede convertirse en depresión. l *La autora de este análisis es fundadora y directora general de la organización México Evalúa, institución dedicada a generar análisis, evidencia y propuestas para mejorar la política pública en el país.

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