Las guerras culturales

domingo, 22 de diciembre de 2019 · 08:08
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La idea del sentido de ser mexicano se está disputando en el campo cultural de una manera que parece definitiva. El incidente de esta semana con la pintura de Fabián Chairez que muestra a un Zapata feminizado (en el sentido publicitario) mostró que el corporativismo autoritario es, también, de las imágenes. Los que entraron a tratar de incendiar el cuadro de Zapata fueron los líderes de una organización agraria que creció al amparo de los diputados y sus presupuestos negociados. Son herederos de Gustavo Díaz Ordaz, que reglamentó la uniformidad del escudo nacional bajo pena de cárcel. El antiguo régimen normalizó la imagen de los héroes, tanto de la Independencia –Hidalgo como un anciano sereno– como de la Revolución, en símbolos descargados de su violencia. El caso de Zapata es emblemático: el hombre que resiste enmascarado detrás de su bigote, cuyo aguante es signo de hombría. Las imágenes se acumularon desvalorizadas en logotipos reproducibles, pero inertes. Escribe Giorgio Agamben en su texto sobre las políticas del arte, El Hombre sin Contenido (1970): “La ruptura de la tradición es cuando el pasado recobra un peso y una influencia antes desconocidos. En cambio, la pérdida de la tradición significa que el pasado ha perdido su transmisibilidad y, hasta que no se encuentre una nueva forma de entrar en relación con él, sólo puede ser, a partir de ese momento, objeto de acumulación.” El régimen del Partido se dedicó a acumular una serie de imágenes que alimentaban una sola forma de nacionalidad: el aguante. Quien aguantaba era hombre, tenía dignidad, refundaba en su postura inamovible la idea misma del régimen único, esa “excepción” que no era dictadura pero tampoco democracia; corrupta pero estable; segura pero represiva. Pero, desde 1968, se da una guerra cultural por la historia, sus imágenes, y sus usos. Eso son los estudiantes desfilando con Zapata y Villa al lado del Che Guevara. Se da una reinterpretación de mitos fundacionales: la Revolución está “interrumpida” o fue “traicionada”. Sus bases palpitan en los nuevos movimientos agrarios, fuera del control corporativo, en las comunidades indígenas. Se plantea la representación de Zapata como símbolo de las resistencias –no del aguante– y se les da un espacio imaginario comunitario que resurgió justo en el instante en que se derogó el ejido del artículo 27 de la Constitución. Después de Emiliano Zapata, hay muchos Zapatas. La libertad para usar las imágenes de la tradición es un triunfo de uno de los bandos en la guerra cultural por los diversos sentidos de lo mexicano. Nadie, sino la derecha, ha querido censurar una obra por su contenido: la Liga de la Decencia exige tapar la desnudez de La Diana Cazadora en 1943; la Legión de Honor Militar y el secretario de Gobernación, Díaz Ordaz, prohíben la exhibición de la película de Julio Bracho basada en La sombra del caudillo en 1960; en el 2000, el caricaturista Ahumada fue censurado por el Yunque por pintar en el ayate, no a la Virgen de Guadalupe, sino a Marilyn Monroe; lo mismo había ocurrido en 1988 con una obra de Rolando de la Rosa, Virgen Marilyn; en 2001, el secretario de Gobernación, Carlos Abascal, se fue contra Aura de Carlos Fuentes, por su “contenido erótico”; en 2002, Pro-Vida quiso boicotear la película El crimen del Padre Amaro de Carlos Carrera, provocando un éxito de taquilla. En el fondo de la disputa- hay dos cuestiones mezcladas. Por un lado, la autonomía de los artistas, curadores o exhibidores sobre lo que piense cualquier espectador. Y, por otro, la idea conservadora de que las decisiones de los demás sobre sus propios cuerpos, las formas en que piden representarlo y autonombrarse, afectan en algo un sistema de creencias que, por ser mío, es único y uniforme: la tradición inerte, acumulativa, ritual de lo mismo. Las dos cuestiones están en el centro de las guerras culturales mexicanas desde 1968. Desde hace dos siglos el signo y el sentido en las obras de arte se persiguen las colas. La libertad del creador sólo es posible en la infinidad de percepciones del espectador. Por eso, la politización de una obra no la contiene siempre la obra misma, sino el ojo de quien la percibe. Esta semana, por ejemplo, Margaret Atwood escribió en el New Yoker un ensayo sobre “el feminismo” de la tira cómica La Pequeña Lulú, mientras los que se opusieron al cuadro del Zapata desnudo y con tacones de aguja vieron que “se le denigraba” al personaje histórico del agrarismo mexicano. Todo está en el ojo del espectador: feminizar como equivalente de denigrar. Con ello se recupera la facultad del arte para no servir al “buen gusto”, es decir, a lo indiferente, repetitivo, acumulativo. Como escribió Paul Valery: “El buen gusto está hecho de mil repugnancias”, y si logra inquietar es porque actúa para revitalizar, resignificar un pasado por fuera de la tradición. Con rapidez, el movimiento de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgénero, y travestis le dieron forma a su propia mirada del cuadro expuesto en Bellas Artes: Zapata significa todo tipo de liberación, incluida la de los géneros. Del otro lado de la guerra cultural está una clase cultural que siente la “pérdida” de la autoridad y la tradición en los demás como propia. Son, por supuesto, los que aplauden la represión de la diversidad, que preferirían el silencio de los distintos, que están contra todo lo que huela a secular y comunitarismo. Parafraseando el concepto de Andrew Hartman, “el México Normativo” cree en que su lugar en la sociedad los define como personas y que aquel se debe sólo al mérito individual –y no al género, color de piel y herencia familiar–; que el matrimonio sólo puede ser entre heterosexuales, que la Historia está hecha por los héroes y hombres extraordinarios y que no puede reinterpretarse; que no existe un sistema de castas basadas en el color de la piel; que la educación pública no debe ser laica; que el arte debe representar y enaltecer el buen gusto; que la pobreza y los programas para la equidad son signos de haraganería; que el sur del país, el país indígena, es flojo e inviable; que la política es una cosa de expertos y técnicos de la administración; que el país es una empresa y los votantes son empleadores; que los criminales deben ser ejecutados y no procesados; que la movilidad social es cuestión de tener paciencia; que México es sólo la burbuja en la que habitas, y un largo etcétera. Ese bando, que ganó en 1968, en 1988, en 2000 y en 2006, se ha asustado con el resultado electoral que se forjó lentamente en medio siglo de guerra cultural. Hay una mayoría que ya no cree que ser mexicano es una forma de ser faquir. Los que aguantaban, ya no. En el incidente de esta semana vemos las claves que cada cierto número de días afloran en las trincheras de valores, prejuicios y terrores, de uno y otro bando. Se está tratando de delimitar en el medio lo que es sagrado y lo que es profano. Lo que está bien y lo que está mal en la vida pública. Lo que es libertad ciudadana y lo que es desregulación económica para los dueños de empresa. Si la corrupción es una “cultura” o la cultura está tratando de redefinir la nueva diversidad. Los temas están ahí desde hace medio siglo: la educación laica y científica, la historia rein-terpretable, el racismo, los géneros, las autodeterminaciones sobre el lenguaje, el cuerpo, las preferencias del placer. Vivimos un tiempo en el que a cada instante parece disputarse tanto el futuro como el pasado. Si el origen de los museos fue el gabinete de maravillas, donde dialogaban una hidra y un basilisco embalsamados, una piedra lunar y otra caída del cielo, pinturas y libros ilustrados, un huevo dentro de otro, un ave fénix y un caparazón de una tortuga gigante, ese salón no es, ahora mismo, el Palacio de Bellas Artes, sino el contorno del país que va dejando fluir el estallido de cientos de burbujas. Esta columna se publicó el 15 de diciembre de 2019 en la edición 2250 de la revista Proceso

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