'El Faro”: el islote de los hombres solos

viernes, 3 de enero de 2020 · 17:00
MONTERREY, N.L. (apro).- El viejo Thomas y el joven Ephraim se encuentran en una misión laboral en un faro anclado en un islote, rodeado de tormentas y nubarrones en la costa este de Estados Unidos. Es el siglo XIX y los medios de comunicación y transporte son rudimentarios. En ese inhóspito territorio formado por piedra volcánica los dos se tienen únicamente uno al otro y deben mantener funcionando la iluminación que guía a los marineros en las noches. No hay entretenimiento, no hay música, no hay nada. Lo que prevalece es un angustioso silencio y un ominoso paisaje gris, lleno de olas que golpean violentamente a sus pies. En un escenario así, el comportamiento necesariamente debe deteriorarse. El Faro (The Lighthouse, 2019) es la nueva extravagancia dramática filmada en blanco y negro de Robert Eggers, hecha con apenas un par de personajes, una singular invitada, y una sensación de locura que crece de manera permanente hasta desbordarse. Abandonados en el centro del mar, los marineros se enfrentan con fantasmas imaginarios o reales, quizás, dentro del limbo emocional corrosivo en el que se encuentran y que los consume sin tregua. El silencio escalofriante es el sonido de la lluvia permanente, acompañada, ocasionalmente con música incidental creada por Mark Korven que es más un sonido que se repite, hipnótico, sumándose a los de la naturaleza. Parece un milagro la obra de Eggers, en esta historia hecha de dos personas, que se repelen y que no tienen nada qué decirse. El veterano (William Dafoe) y el novato (Robert Pattinson) saben que deberán estar en el mismo sitio húmedo y depresivo durante cuatro largas semanas, que se convertirán en una eternidad. Forzados a convivir, sus emociones estallan en catarsis que son exacerbadas con el alcohol, en una guarapeta épica que los lleva a grados demenciales muy cercanos al crimen o a la consumación de un deseo prohibido, que tiene qué ser sometido a golpes. No es suficiente la autosatisfacción para acallar las pulsaciones corporales que emergen salvajes y que pueden ser aliviadas con entes mitológicos, quizás con la visita inesperada de alguna bella sirena que emerge del océano para serenarlos. La excelsa cinematografía es de Jarin Blaschke. Las imágenes que alcanzan niveles de virtuosismo, parecen antiguos daguerrotipos de un tiempo remoto y de personas que fallecieron hace décadas. Thomas y Ephraim se mueven como fantasmas en torno al faro, al que han convertido como un tótem, una especie de figura arquitectónica vetusta y venerada que es, de alguna forma retorcida, la representación de sus anhelos reprimidos. El torreón es el centro de sus vidas, su razón de ser, y solo el viejo puede acceder a él, para crispación del joven, que también desea conocer, entender, deleitarse de los misterios que contiene esa inmensa fuente de iluminación que les atrae y los subyuga. Los diálogos alcanzan resonancias poéticas, llenas de jerga marina, como si fueran composiciones épicas de aventureros iluminados, llenos de entendimiento y doctos en la prosa que elaboran alocuciones de aliento sublime. Dafoe y Pattinson completan el cuadro con actuaciones llenas de fuego. Compiten, frente a la cámara, para obtener los mejores momentos, conscientes de que al estar aquí, en esta producción, alcanzan las notas mayores de sus trayectorias, una ya consolidada y la otra en ascenso meteórico. Los dos se encuentran en las lindes de la locura, dentro de una normalidad que los coloca cerca del aniquilamiento recíproco. Sobre ellos sobrevuelan gaviotas, solas y en parvadas acechantes que atestiguan graznando o quizás riéndose, su descenso a los infiernos de la soledad, pues, en el prolongado aislamiento, la compañía parece ya no importar. La historia concluye abruptamente. Las interpretaciones se cruzan como un tiroteo. ¿Quién está loco? ¿Existen? ¿Quién se inventa? Queda, como imagen postrera, la de Prometeo encadenado, en una composición terrenal y alucinada. Es la imagen del hombre que se atrevió a robar el fuego sagrado y recibe un cruel castigo, que padecerá hasta el fin de los tiempos.

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