#NiUnaMenos

martes, 7 de enero de 2020 · 09:36
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- 2019 fue el año cuando gritamos y marchamos y señalamos “el violador eres tú” y “la culpa no era mía ni donde estaba ni cómo vestía”. En el Zócalo con el puño alzado, en las calles con diamantina morada y pintas en los monumentos, en las universidades con un pañuelo verde alrededor del cuello, las mujeres de México denunciaron la brutalidad recurrente y el Estado indolente. Tantas, enojadas. Tantas, enfurecidas. Tantas, adoloridas. Y con razón: el país padece una crisis de violencia de género que se ha vuelto noticia cotidiana, noticia casi banal excepto para quienes la padecen. Todos los días, a todas horas, en los periódicos y en las redes sociales, se da cuenta de otra mujer desaparecida, otra mujer violada, otra mujer asesinada. Han sido años atroces y ahora –más que nunca– nos toca darles voz y rostro a las víctimas. Impedir que desaparezcan por la desmemoria o se vuelvan invisibles por la impunidad. Como bien lo expresa Frida Guerrera en el libro #NiUnaMenos, la lucha contra el feminicidio y las múltiples maneras en las que se maltrata a las mujeres no es una lucha contra los hombres. No es una batalla encabezada por “feminazis”. Es una guerra que nos atañe a todos, porque se libra para vencer problemas que trascienden el género: la impunidad, la desigualdad, la prepotencia, la indiferencia. Las conductas que no caben en una sociedad que se dice progresista, y que políticamente apoya una llamada “Cuarta transformación” pero no será tal si no abarca a las mujeres. Si no se asume la gravedad de las penurias por las cuales pasa la mitad de la población. Si la misoginia y el machismo se siguen expresando en las casas y en las oficinas y en las fábricas y en los medios de comunicación y en las redes sociales, repletas de epítetos insultantes o frases descalificadoras. Si la muerte o la desaparición de otra mujer es sólo una nota roja y no una emergencia para la autoridad. Las mujeres pintarrajean monumentos porque han pasado demasiados años de ceguera y sordera de parte de policías, ministerios públicos, procuradores, jueces. El Estado mismo que revictimiza a las víctimas o a sus familiares al no escucharlas, no responderles, no actuar cuando tendría que hacerlo veloz y eficazmente. El Estado que, vía un sistema judicial podrido, pone en libertad al esposo de Abril Pérez y se vuelve verdugo en vez de protector. El Estado que, vía un sistema policial descompuesto, permite la violación de mujeres por hombres puestos en los espacios públicos para cuidarlas. Y la sociedad todavía se asombra cuando las mujeres patean puertas o hacen pintas. Nos están matando y no pasa nada. Rara vez se investiga a alguien. Rara vez se juzga a alguien. Rara vez se sanciona a alguien. Sólo se acumulan cifras, sólo se recopilan datos, sólo se amontonan expedientes. Las estadísticas tan distantes del dolor; los datos tan lejanos de la desesperación. Y mientras tanto se nos sigue llamando “putas”, “tontas”, “delincuentes”, “provocadoras”, “vandálicas”. La descalificación social se entremezcla con la indiferencia institucional para crear una realidad que cada día es peor. Según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en 2019 hubo 2 mil 833 mujeres asesinadas en México. Destazadas, calcinadas, violadas, desaparecidas, despojadas, denigradas, olvidadas, abandonadas en canales, ríos, terrenos, carreteras. Sólo 726 casos (25.6%) han sido catalogados como feminicidios, ya que el resto son considerados “homicidios dolosos”. Y, aun así, los últimos cuatro años el feminicidio ha aumentado en 111%. Entre siete y ocho mujeres son asesinadas todos los días. Esta realidad debería conmocionar, pero no es así. Las preguntas sin respuesta persisten, año tras año, mujer asesinada tras mujer asesinada: ¿Por qué la sociedad mexicana tolera los feminicidios? ¿Por qué el Estado es parte del problema y no parte de la solución? ¿Por qué no nos dan más garantías? Las autoridades insisten en negar las cifras, negar las historias, negar el imperativo de profesionalizar las alertas de género, exhibir a las víctimas como miembros de la delincuencia organizada o partícipes del “ella se lo buscó”. Por eso el enojo con Claudia Sheinbaum y la insensibilidad con la cual frecuentemente ha reaccionado. Por eso la indignación con gobernadores que presumen apoyar la paridad de género, pero se desentienden de la muerte por género. Por eso la desesperanza ante la 4T que no logra frenar un fenómeno que hereda, pero debería encarar de mejor manera. La inconformidad reciente no es más que una reacción ante la degradación institucional, ante la indignación selectiva de una sociedad que presta atención a ciertos casos pero ignora miles de otros, ante la falta de políticas públicas que detengan la ferocidad desatada. Sí, las mujeres han maltratado monumentos, han pateado puertas y roto ventanas, como cualquier movimiento de reivindicación de derechos a lo largo de luchas milenarias. El poder nunca concede, sin una movilización desde abajo. Y el poder patriarcal, sordo y mudo jamás va a darle graciosas concesiones a las mujeres de México si siguen guardando silencio, si permanecen sentadas, si no se unen a otras, si no convencen y educan a los hombres de su vida para que marchen a su lado, si no comprenden cuáles son las formas de violencia –intrafamiliar, física, psicológica, económica– que pueden y deben denunciar, si no entienden las leyes vigentes, si no saben a dónde acudir y cómo pedir ayuda. Escribo estas líneas exhortándote a ti, lector o lectora, a no ser indiferente. Escribo para conminarte a marchar, a gritar, a exigir, a denunciar la emergencia que padecemos porque la próxima desaparecida podría ser tu hija. O tu hermana. O tu pareja. O cualquier mexicana que no se merece acabar ahogada en un desagüe, encobijada en un matorral, descuartizada en una bolsa de plástico. Nuestra encomienda es hacer más para que no haya ni una menos. Este análisis se publicó el 5 de enero de 2020 en la edición 2253 de la revista Proceso

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