Julio Scherer García y el dilema del discurso del odio

sábado, 11 de enero de 2020 · 10:10
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Daniel Féret es un político que lideraba en Bélgica el Frente Nacional, un partido ultraconservador de corte neofascista. En 2001 fue electo diputado a la Cámara de Representantes de ese país. El lenguaje empleado por él durante la campaña electoral era una incitación pedestre a la violencia y al odio racial. Por tal motivo, en julio de 2002 fue desprovisto de su inmunidad parlamentaria y en abril de 2006 se le condenó a diez años de inelegibilidad y a 250 horas de trabajo comunitario al servicio de colectividades extranjeras en busca de refugio. Alegando que se había transgredido su libertad de expresión, Féret recurrió a la Corte Europea de Derechos Humanos (CEDH), que rechazó la queja y razonó que entre las invectivas políticas y las expresiones racistas existe un vínculo con daños potenciales; agregó que los actores políticos deben abstenerse de proferir diatribas vejatorias o humillantes que, puntualizó, son incompatibles con un clima de paz social y cuya consecuencia primaria es la erosión de las instituciones democráticas. En el mismo tenor la CEDH consideró válida la ordenanza austriaca que prohibía la divulgación de la ideología neonazi y la práctica de actividades entreveradas con ella, bajo el argumento de que esta doctrina es totalitaria y, por tanto, incompatible con los valores democráticos (H. P. and K. v. Austria). En el otro extremo, la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos juzgó como contrario a la Constitución un bando municipal de la ciudad de Skokie, Illinois, que prohibía las expresiones de los neonazis, por considerarlo lesivo para la libertad de expresión. La jurisprudencia estadunidense ha sido reiterativa en privilegiar esta garantía, toda vez que, estima, es el fundamento del sistema democrático de los Estados Unidos. Para la Corte, ese derecho goza en todo momento de la presunción de la protección constitucional (National Socialist Party of America et al. V. Village of Skokie). En casos similares, las aproximaciones jurisdiccionales varían sustancialmente bajo fundamentos distintos, pero todas gravitan en torno a la libertad de expresión. Aun así, son precisamente los precedentes jurisdiccionales los que han terminado por delinearla. Las ideas de Julio Scherer García, uno de los íconos de la libertad de expresión en México, nutren con creces este debate.

El dilema

Las conductas xenófobas han emergido con virulencia en los últimos tiempos en el paisaje internacional y una de sus características es el llamado lenguaje del odio. Esta narrativa revela las tensiones existentes entre la libertad de expresión y la permisibilidad de ese discurso. Es en este punto donde debe concentrarse el análisis. Las tensiones descritas resultan ser una verificación efectiva de estrés consustancial a la narrativa de los derechos humanos. El desafío consiste en evitar que el discurso del odio obstaculice el ejercicio de otros derechos y en prevenir el perjuicio que pudiera provocar: desde incitación a la violencia, expresiones abusivas y vilipendio, hasta agresiones físicas e incluso el homicidio. El discurso del odio inocula falta de confiabilidad y carencia de valía, con el propósito de generar en grupos vulnerables una sensación de capitis deminutio como ciudadanos; con estos ataques a la dignidad humana busca asimismo acrecentar el sentimiento de vulnerabilidad para legitimar la humillación y la exclusión (Jeremy Waldron). En la contienda contra el discurso del odio debe necesariamente identificarse la intención de quien lo pronuncia, la intensidad de la expresión, la severidad del impacto. De igual manera debe reconocerse si es una expresión específica o indirecta, vilipendiosa o abierta, aislada o recurrente, respaldada por el poder, por la autoridad o por grupos específicos. Su grado de impacto en las víctimas difiere según estas modalidades. Estos perjuicios no sólo pueden provocar daño físico, sino lesionar la autoestima, causar temor e inhibir la acción social, lo que plantea serios problemas para articular un sistema efectivo de responsabilidad civil y de reparación del daño; peor aún, la incriminación se desplaza ahora de las conductas individuales a los comportamientos colectivos. El internet, un medio especialmente propicio para la difusión del discurso del odio, ahonda la complejidad, más todavía cuando los proveedores de servicio de internet (Internet Service Providers o ISP por sus siglas en inglés) buscan una jurisdicción que les dé refugio y cuya legislación sea más tolerante con esas expresiones. A ello se suma el empleo de anonimato y del seudónimo, así como el riesgo de la censura. El reto consiste ahora en evitar que ese discurso interfiera con los valores públicos operativos, que son aquellos que sustentan la identidad colectiva y regulan los vínculos entre los individuos. Estos valores –como son la dignidad, la no discriminación, la igualdad, la participación efectiva en la vida pública y, desde luego, la misma libertad de expresión– conforman la estructura que da coherencia y estabilidad a una comunidad o grupo social. El desarrollo de esta narrativa debe observar un carácter holístico, pero con diferencias específicas que distingan las llamadas características protegidas, como lo son el género, la raza, la religión y el color de la piel, así como el origen nacional o étnico.

La jurisdicción

Para empezar por lo obvio, la libertad de expresión es fundamental en toda sociedad democrática, puesto que vehicula la igualdad; su acotación obedece a motivos de raza, religión, género u orientación sexual, pero siempre debe insertarse en el marco de las obligaciones y responsabilidades propias de la seguridad nacional, la integridad territorial y la seguridad pública. En ella también intervienen los motivos que aluden a la prevención del desorden y el crimen, y los que velan por la salud pública y la reputación de los otros, así como los que buscan evitar la divulgación de información confidencial y los que procuran la imparcialidad de los sistemas judiciales. El mismo ejercicio democrático hace extensiva la libertad de expresión a todas las manifestaciones capaces de disturbar al gobierno o algunos sectores de la población. El lenguaje hosco, brusco y áspero es frecuente en el debate plural, que necesariamente conlleva desacuerdos y confrontación entre los diversos puntos de vista (Handyside vs. United Kingdom). Un régimen democrático constitucional protege por lo tanto el legítimo contenido político; lo que no protege es la glorificación de la violencia ni la intención explícita de su comisión (Surek vs. Turquía). Existen regiones de gran confrontación étnica y cultural en donde se percibe con mayor claridad el dilema entre la libertad de expresión y la permisibilidad del discurso del odio. Tal es el caso de los precedentes del Tribunal Penal para la antigua Yugoslavia. Éste consideró que el discurso del odio per se no preconstituye una transgresión a los derechos a la vida, la libertad o la integridad física, y tampoco asesina ni injuria físicamente, pues para que ello ocurra se necesita la concurrencia de otras personas (Prosecutor v. Kordiü). En otros precedentes el Tribunal Penal Internacional para Ruanda concluyó que el discurso del odio que incita a la violencia en contra de una población por diferencias étnicas o por cualquier otra causa de exclusión social transgrede el derecho a la seguridad y, por lo tanto, constituye una discriminación actual y vigente (Nahimana et. al., case. ICTR-99-52). Otro contorno del tema por demás importante es el fortalecimiento de la autonomía periodística, que resulta indispensable para el buen funcionamiento democrático. De esta forma, un periodista goza de su derecho de expresión aun cuando en el momento de una entrevista no contradiga explícitamente argumentos xenófobos o racistas o no se deslinde de ellos (Jersild v. Denmark). La fuente del discurso también es relevante. Así, el lenguaje de personas instruidas, sobre todo el de los preceptores, no debe fomentar el odio. Un caso: la medida disciplinaria impuesta a un profesor francés por haber publicado un ensayo en donde sostenía que su país estaba invadido por hordas islámicas fue correcta y no atentó contra la libertad de expresión (Seurot v. France). Es muy frecuente que grupos radicales intenten asociar eventos terroristas con grupos religiosos, ya que con ello socavan los principios de tolerancia, paz social y no discriminación, sin que por ello se transgreda la libertad de expresión. En un hecho desafortunado, el ultraderechista Partido Nacional Británico desplegó en su edificio sede un mural en el que vinculaba el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York con la consigna que profería la erradicación del Islam en aras de la protección del pueblo británico. Su alegato ante la CEDH, en el que apeló a la libertad de expresión, no prosperó (Norwood v. United Kingdom).

La academia

La omnipresencia del concepto relativo a dirimir el dilema entre la libertad de expresión y la permisibilidad del discurso del odio domina las narrativas política y jurídica. Su constante invocación en las controversias judiciales, como en casos de tortura, discriminación y conflictos laborales, así como de atentados contra la privacidad, la libertad de expresión y pensamiento, no hace más que demostrar su relevancia en esos ámbitos y su enorme versatilidad. A su vez, el vigor del concepto libertad de expresión provee un valor humano inconmensurable y conlleva un mandato social muy claro: toda sociedad, tanto en lo individual como en lo colectivo, debe dispensar este valor a toda persona por el sólo hecho de serlo en aras de apuntalar su dignidad. No obstante, debe admitirse que la dignidad humana tiene una acepción proteica, polisémica y ambigua. Por eso, más que intentar precisar su significado, en el que concurren naturalezas muy diversas, deben destacarse sus diferentes funciones y, con ello, convertirla en una noción social operativa. La academia se encuentra dividida al respecto, ya que si en algún sitio es relevante la libertad de expresión es en los campus universitarios. No debe soslayarse que es precisamente en ellos en donde han surgido con furor intentos de silenciar a oradores, impidiendo cualquier diálogo; en estos ámbitos la diferencia entre el lenguaje abusivo y ofensivo, entre calumnia y difamación, se difumina. Al respecto, las categorizaciones elaboradas en la Universidad de Stanford por Thomas C. Grey son relevantes. Para que haya transgresión, sostiene, el insulto o el estigma deben referirse a las características protegidas, ser directas y, sobre todo, alterar la paz social.

Epílogo

Se ha sugerido que sea a través de la educación como pueda contrarrestarse el discurso del odio. La propuesta empero no es eficiente, toda vez que la inculcación de principios necesarios para el mantenimiento del sistema democrático o de los hábitos de civilidad es función del Estado en los primeros años escolares. Esta es justamente su misión educativa. La única inculcación viable es la relativa a valores específicos, como el de la igualdad, y no la recurrencia a los valores generales de civilidad o incluso a los que resulten indispensables para la democracia. Toda ley que prohíba o restringa el discurso del odio es ilusoria; va en contra de la tesis de la practicidad y eficiencia de los derechos. Cualquier legislación en este sentido no obtendría el resultado deseado de evitar la ofensa. La puntualización es obligada: existe una clara diferencia entre la proscripción legal del discurso del odio y su desaprobación social. La promoción de la cultura constituye el vehículo idóneo para desterrar ese discurso. Es por medios promocionales, más que restrictivos, como puede sensibilizarse a los actores sociales sobre sus deberes y responsabilidades. La libertad de expresión, habrá que repetirlo una y otra vez, fomenta la autenticidad, la genialidad, la creatividad y la individualidad del ser humano, y hace propicio su florecimiento. De ello hacía profesión de fe don Julio. El principio del daño llama a los actores sociales a evitar que la libertad de expresión interfiera u obstaculice el ejercicio de otros derechos. La conclusión es irrebatible: los gobiernos, cuando favorecen o discriminan a minorías identificadas en términos de etnias, razas o religiones, lo hacen como un subterfugio para legitimar la perpetuación de privilegios en aras de una pretendida identidad cultural. *Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. Este ensayo se publicó el 5 de enero de 2020 en la edición 2253 de la revista Proceso

Comentarios

Otras Noticias