El caso Aguayo y la justicia transicional
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Lo sucedido a Sergio Aguayo con el fallo del magistrado Francisco José Huber Olea Contró a pagar a Humberto Moreira la cantidad de 10 millones de pesos por una supuesta difamación hecha en su columna “Hay que esperar” (Reforma, 20 de enero 2016) no sólo es un grave atentado a la libertad de expresión. Es también una muestra clara de que el Estado está capturado por redes criminales de protección política o corrupción, que no sólo mediante la sangre, la extorsión, el secuestro y la desaparición, sino también mediante el uso faccioso de la ley, están dispuestos convertir el país en un campo de concentración al servicio del crimen.
A diferencia de Aguayo –un gran académico, un intelectual profundo y una figura fundamental en la defensa de los derechos humanos–, sobre Moreira pesan evidencias de delitos graves. Según el Auto judicial, que permitió su detención en España en 2016, y que sirvió de base para el artículo de Aguayo, pertenecen a delitos de “organización criminal, blanqueo de capitales, malversación de caudales públicos y cohecho”. Este documento, aunado a las investigaciones que el propio Aguayo realizaba entonces con Jacobo Dayán sobre violaciones a derechos humanos en Coahuila, llevaron al investigador a afirmar que Moreira “es un político que desprende el hedor corrupto; que en el mejor de los escenarios fue omiso ante terribles violaciones de derechos humanos cometidos en Coahuila, y que, finalmente, es un abanderado de la renombrada impunidad mexicana”.
Tanto las acusaciones del gobierno español como los señalamientos de Aguayo no son difamaciones. Son realidades. Para saberlo, hay que leer el expediente jurídico que Aguayo consultó, los estudios realizados por él y Dayán, en el marco del Seminario sobre Violencia y Paz del Colmex, que culminaron en la publicación de En el desamparo y El yugo Zeta, el estudio de Ginger Thompson, de la Universidad de Texas, Control… sobre todo el estado de Coahuila, y todo el trabajo de investigación periodística realizado por Diego Enrique Osorno en ese mismo estado, entre muchos otros.
Lo que ante esta evidencia queda claro es que el fallo del magistrado Olea a favor de Moreira es el fruto de redes de complicidad entre Estado y redes criminales profundas, intrincadas y gravemente peligrosas. El uso faccioso de la ley para destruir económicamente a Aguayo y a su familia tiene su correlato en la sangre que no deja de correr en el país, en los enormes índices de impunidad, en las centenas de miles de víctimas, entre quienes se encuentra un número creciente de periodistas y defensores de derechos humanos.
El Estado mexicano es un Estado fallido porque es un Estado capturado por el crimen.
Por eso sorprende no sólo el rechazo, las agresiones y difamaciones de Morena y del presidente de la República a la propuesta de Justicia Transicional que la Caminata por la Verdad, la Justicia y la Paz llevó a Presidencia el pasado 26 de enero, sino también las palabras del presidente en relación con el caso Aguayo: “Yo no me meto en eso”.
La Justicia Transicional, con la que el presidente se comprometió hace poco más de un año, que ahora desprecia, insulta y descalifica en sus emisarios, es una justicia que, como su nombre lo indica, busca, mediante mecanismos extraordinarios de verdad y justicia, hacer que el Estado capturado por el crimen transite a un Estado de Derecho.
Al rechazarla, al abstenerse de condenar el atropello contra Aguayo, al alimentar el odio, el presidente se vuelve colaborador de las redes de criminalidad que dice combatir. En lugar de traer el pasado enquistado en el Estado a la luz de la verdad y la justicia, lo consiente para deslegitimar a los emisarios de la propuesta, mantener el horror, escalar la violencia a zonas aún intocadas y permitir la destrucción de un hombre que encarna la reserva moral del país. Con ello, el mensaje que envía no es el de la transformación, sino el del sometimiento a redes criminales o el de una inteligencia ciega y obstinada, cuyas consecuencias llevarán a una mayor captura del Estado.
Como lo señala uno de los documentos que el 26 de enero se entregaron en Presidencia, a pesar del grupo de choque que quiso impedirlo: México requiere de un análisis profundo “de los vínculos establecidos entre las autoridades y el crimen organizado […] Las […] debilidades en el sistema de justicia penal mexicano, así como la influencia corruptora del crimen organizado, reafirman la urgencia de contar con un mecanismo internacionalizado que investigue de forma competente si los funcionarios públicos y los miembros de un cártel participaron en los incidentes atroces que se conocen […]”.
El gobierno de la 4T tiene aún la posibilidad de asumir esa política, revertir con ella, si aún no lo hace, el fallo del juez que facciosamente condenó a Sergio Aguayo, evitar que tanto este tipo de crímenes como el de asesinatos a periodistas y defensores de derechos humanos continúen y trazar una ruta correcta y necesaria hacia la paz. De no hacerlo, el infierno –no he dejado de repetirlo– será, pese a los 30 millones de votos, más profundo, más terrible y más ancho.
Nadie lo desea, pero el gobierno parece obstinarse en ello.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.
Este análisis se publicó el 9 de febrero de 2020 en la edición 2258 de la revista Proceso