Un cuarto con Wi-Fi. Guía de masculinidades

domingo, 1 de marzo de 2020 · 10:39
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-  1. Mi padre nació cuando el término masculinidad había sustituido a “hombría”. Este cambio significó todo para su generación porque, en vez de que ciertos comportamientos fueran exclusivos de algunos patriarcas, militares, revolucionarios –“la hombría”–, ahora la masculinidad estaba dada por la biología. Era esa esencia incontestable de “lo natural” lo que hacía la cultura y determinaba “lo social”. La biología no era una forma cultural de ordenarnos en categorías, sino una ciencia neutral. Nada de neutral tiene que se represente a los espermatozoides como guerreros que compiten por conquistar al pasivo óvulo o que la lactancia en las hembras quiera decir que su papel social es el de nutrir, cuidar, conservar. Cuando sacamos conclusiones morales de “lo natural” usamos el discurso científico para legitimar las desigualdades. Si sólo hay dos sexos, los demás géneros no son “naturales”. Si existe algo esencialmente malo en los hombres –la testosterona, ese elixir mágico de la violencia y la agresión–, entonces habría que matarlos a todos. Si existe algo biológicamente distinto en las mujeres –embarazarse–, entonces su lugar es, como aseguran los católicos de derecha, la cama y la cocina. Yo, con el Lawrence Durrell de El cuarteto de Alejandría, me inclino a pensar que los sexos son más de seis.  2. Crecí con las imágenes de la biología sobre los sexos. Sólo eran dos: macho y hembra. Y, al contrario de lo que la ciencia decía en el siglo XVIII –que los órganos reproductivos del hombre eran los mismos que los de la mujer, nada más que por fuera– ahora lo binario se presentaba como un imperativo: si usted es varón, entonces debe ser masculino. El “debe” hizo de todo el asunto una prescripción, más que una descripción: el hombre masculino –gónadas y género en un sólo archivero– es, vamos a ver: contener la emoción, aguantar la adversidad, no manifestar dolor ni alegría –los tipos duros no bailan–, salir airoso de un conflicto, conquistar. El derecho a dirigir se legitima con un discurso científico: la testosterona no argumenta su propensión a la acción violenta y los miles de espermatozoides discuten la necesidad de preñar a cuanta mujer se les cruce en el camino. Esa construcción cultural “científica” se ha ido matizando cuando se descubrió que la testosterona se genera después de que se ha decidido emprender una acción violenta, y que el número de espermatozoides realmente no se comportan como una horda de galos tratando de entrar a Roma. Todas esas son metáforas sociales que han legitimado la dominación de los hombres –como gónada– sobre las mujeres pasivas, cuidadoras, pacientes, están presentes cuando se debate públicamente sobre temas tan distintos y, a la vez, conectados como fueron la semana pasada los feminicidios, el acoso sexual, la violencia doméstica y la falta de oportunidades iguales. Esencialistas son las que nos prohíben a los hombres hablar de feminismo. Nomás porque ellas creen en que el sexo es binario y definitorio de lo que uno piensa. Refuerzan con ello el argumento de que hay algo “inherente” en nuestros cuerpos, por lo tanto, las desigualdades, las jerarquías sociales y la dominación serían naturales.  3. Soy de una generación que vivió, como todas las anteriores, sin saber si la masculinidad era una descripción de una identidad o una prescripción de lo que los demás esperaban que hiciéramos: pistolas, cerveza, corbatas, carne roja, herramientas, musculatura, matar insectos, abrir un frasco, ligarse a muchas, no comprometerse con ninguna. Esa masculinidad de inicios de los ochenta creyó que, para ser masculino, uno debía tener éxito, estatus, poder y riquezas; en lo privado, ser emocionalmente estoico, no perder la compostura con el dolor, la ira y ante el peligro. Ser agresivo y participar de retos físicos te confirmaba como adherido al patrón de la normalidad masculina. Pero, a mediados de esa década, textos como los de Raewyn Connell de Género y poder, me dieron un respiro: la prescripción inalcanzable no era sólo un problema mío, de ese adolescente flaco, tímido, al que no le gustaron nunca los automóviles y que sabía cocinar. Pero el problema no era sólo individual –que yo fuera más o menos dominante– sino de un verdadero régimen de dominación de un género sobre los otros. De la jerarquía de los poderes dentro de las masculinidades, yo me encontraba en el penúltimo y esa posición no era renunciable por voluntad propia, era todo un sistema, un régimen de comportamientos, relaciones, expectativas y, sobre todo, de ganancias. 4. Según Connell había: a) masculinidad hegemónica; b) subordinada; c) cómplice; y d) marginada. Sin estar determinadas por la clase y la raza, los otros dos regímenes de desigualdad brutales, no eran individuos sino instituciones las que generaban tanta toxicidad: la familia, que por lo visto ha fracasado en no generar violentos y hasta psicópatas, la escuela, la religión, el servicio militar y los medios masivos de comunicación. En la hegemónica, la ganancia de esa estructura de poder era, desde un mejor salario y posición laboral, hasta la seguridad sobre la integridad corporal, la autoridad, el respeto y el reconocimiento casi garantizados. Los “subordinados” eran los que no tenían tanto estatus, poder e influencia, porque tenían en sus comportamientos e identidades sociales algunos de los símbolos que la masculinidad hegemónica expulsa: feminidad, gusto por las artes, no ser fuerte física y emocionalmente. Pero luego venían tipos como yo, los que son cómplices. Entendí que, sin estar voluntariamente inmerso en la subordinación de las mujeres, me beneficiaba de ello al ser aplaudido, por ejemplo, por “sensible”, “escuchar”, “cooperar” en las tareas domésticas y de cuidados. Mismo reconocimiento que no se les da a las mujeres porque se cree que es su obligación “natural”, por el esencialismo biologizante. Los “marginados”, por su parte, venían de desigualdades de color de piel y de clase social y, aun así, aunque aplastados por el macho hegemónico, seguían vengándose en sus propias parejas, hermanas, hijas. Su situación era parecida a la de las mujeres-femeninas cómplices, que, al aceptar la subordinación, se acomodan a los intereses y deseos de los hombres-masculinos-hegemónicos y se benefician. Son como las secretarias que le tendían trampas a las víctimas de violación de Harvey Weinstein en el cine, y Roger Ailes en los noticiarios de la televisión.  5. El menos visible siempre es quien se beneficia de un privilegio. Ser hombre es no estar consciente de las ventajas laborales frente a las mujeres, de la sensación de libertad y seguridad en las calles –no en todas–, o de confianza en las deformidades de nuestros cuerpos. Las mujeres no son tratadas con igualdad en la economía, ni en los espacios públicos, ni en lo simbólico. Pero ello es una construcción social y tiene una historia. No es un asunto de “un tipo” de hombres-masculinos –los célebres “onvres”– sino de un arreglo institucional de relaciones de géneros que van configurando nuestras prácticas y comportamientos, identidades e intimidades. Los seis sexos de Alejandría se van confrontando y cambian sus expectativas en el camino.  6. Nuestras masculinidades imperantes se fundaron en arquetipos que siguen actuando: el Pancho Villa del cine y la figura del narcotraficante son normativas para muchos. Otra hegemónica es la del hombre de negocios que conquista a la competencia y tiene derecho sobre el cuerpo de las mujeres como botín de su riesgo. Esto engendra instituciones que las validan, que dudan de las víctimas, que sospechan de sus dichos y motivos, y que acaban por desdeñar un delito porque se da en las circunstancias de la dominación de un género sobre los otros. Como sociedad debemos preguntarnos qué tipo de masculinidad estamos alentando en los medios, los juzgados, las familias, las escuelas, las iglesias y las comunidades. Hemos llegado al asesinato diario de mujeres. No se puede tener una mayor alerta institucional. Este texto se publicó el 23 de febrero de 2020 en la edición 2260 de la revista Proceso

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