Yo siempre estoy contra el poder

domingo, 15 de marzo de 2020 · 10:11
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-  La frase es hueca, pero su historia sorprendería a más de un anarquista. Quien la enunció como “el poder es maligno, da igual quien lo ejerza”, fue un gran historiador conservador, Jakob Burck-hardt, quien sostuvo, entre otras certezas, que los pueblos de Europa eran los únicos que hacían historia. Contemporáneo de Marx, el gran historiador del Renacimiento y la polis griega fue el que separó la actividad cultural, artística, de las otras dos esferas, la del poder –que era maligno– y la religión –que era “moral”–. Era obvio que alguien, estudiando el Renacimiento, tenía que preguntarse cómo las obras de arte que hoy veneramos se dieron entre crímenes, guerras, masacres y traiciones políticas. En lugar de explicarlo, Burckhardt separó las tres esferas y redujo el significado de la palabra “poder” a la violencia, la coerción, a obligar a alguien a hacer lo que no quiere. En estos días he oído la frase como una reducción al absurdo: estar contra el presidente es estar contra “el poder”, lo que me revela que el presidencialismo habita en nuestras cabezas con mucha más profundidad de lo que estaríamos dispuestos a reconocer. En especial en quienes creen dedicarse a alguna profesión, familias o grupo de amistades en las que el poder no transita. Como el Estado, “el poder” no es alguien o algo –una pared para pintarla y demostrar que la radicalidad está en los medios y no, como es más peligrosa, en los fines– sino una relación; y la coerción no es más que uno de sus más débiles atributos. ¿Qué relación tenemos hoy con “el poder”? ¿Es el mismo que durante el Partido Único o hace alguna diferencia que esta vez sea legítimo? Si es el mismo, entonces vivimos en una enorme confusión. En su libro Sobre el poder, Byung-Chul Han, profesor heideggeriano de la Universidad de las Artes de Berlín, nos ilustra: “El poder como coerción consiste en imponer decisiones propias contra la voluntad del otro. Pero el poder como gobierno, ética, lenguaje, no opera contra el proyecto de acción del otro, sino desde él”. A lo que se refiere, por supuesto, es a que sabemos que obedecemos, no porque- nos obliguen, sino por voluntad, en ejercicio de las libertades ciudadanas. Ese es el poder. El de la coerción y la violencia, de hecho, refleja la falta de poder porque se ve reducido a su último recurso. Lo que revela un poder es precisamente lo contrario: para fortalecerse hace uso de las libertades del otro. Donde existe, no hay soldados antimotines, sino consentimiento a obedecer e, incluso, a anticipar las órdenes como parte de la libertad. Así de compleja es la relación con el poder: piénsese en un esclavo, dominado, atado; ahí, no hay poder porque no se puede hacer surgir ni un consentimiento ni una resistencia de algo inanimado, pasivo, hasta parecer una cosa. No se tiene poder, digamos, sobre una piedra. Como escribe Han: “El ejercicio de la fuerza física no es una expresión de su poder sino de su fracaso. Sin duda, tras la ley está la espada, pero la ley no se basa en la espada”. O, en los términos más logrados de Hannah Arendt: “Poder es todo lo que no sale de los fusiles”. Michel Foucault se habría encogido de hombros frente a nuestros analistas que se declaran “contra el poder”. Sus estudios de genealogía de las normas y prácticas llevan a pensar que el poder no está de un lado y del otro, sus súbditos, sino que se trata, más bien, de la apertura de un espacio mutuo al que el poderoso dota de un sentido, de una dirección. Foucault nos ha descrito así cómo se forman edificios panópticos –con una torre que vigila todos sus costados– para albergar tanto prisioneros como alumnos y pacientes psiquiátricos, o cómo las prohibiciones sobre el cuerpo conforman un espacio de resistencia a ellas hasta en espacios tan higiénicos como la gimnasia. Este espacio se comparte entre poderosos y voluntades que afecta. Este poder es el más interesante culturalmente porque crea, no destruye, al otro. Elias Canetti en sus mil páginas de Masa y poder sólo atina a describir una parte muy arcaica de nuestra relación entre sometidos y sometedores, cuando describe a ciertos guerreros griegos que creían que, al asesinar al enemigo, recibían de él su poder abatido. Pero eso es la guerra y en el caso del poder de lo que hablamos es de lenguaje y política, de estrategias y organización del orden. En el caso del lenguaje, el poder lo usa para darle continuidad al sentido de su dominio. El sentido –habría que recordárselo a nuestros analistas antipoder– no es un “así son las cosas en la realidad”, sino que existe precisamente en la disputa por la realidad. No hay nada desinteresado –el interés del público– en darle sentido a ciertas palabras, conjugaciones, explicaciones, cifras. Diría Nietzsche, siempre un radical, que “la conjugación es para que el otro decline su voluntad”, cuando se refiere a las declinaciones gramáticas en alemán. El poder está siempre revestido de un sentido que ordena, más que doblega o aniquila. Es, como escribe Foucault, “una certeza forzosa”. Es todo lo que tus analistas políticos consideran como “científico” e inobjetable: los datos. Hay más poder ahí que en la Presidencia de la República que cada mañana tiene que salir a producir realidad. El que se toma como tal porque son números o lo dice una institución muy reconocida o un “experto” es el poder más grande, porque es casi invisible la forma en que nos obliga a pensar, actuar y es hasta un destino: nos ajustamos a él porque es un orden natural. Usted diría que, entonces, lo contrario al poder sería la libertad o, como quisieran los artistas del rapto místico, el placer. No para Foucault, para quien son dobleces de una misma página: “El placer que se activa con el ejercicio del poder tiene que ver con la experiencia traumática de la falta de libertad y de la impotencia. La sensación de placer que supone la ganancia de poder es una sensación de libertad. Impotencia significa quedar expuesto al otro, perderse a sí mismo. Poder, significa, por el contrario, recobrarse a sí mismo en el otro; es decir, ser libre”. Por lo tanto, no hay en términos del poder un lugar “fuera” de él. Se trata, en el mejor de los casos, de una resistencia que conforma un “contrapoder” que usa las mismas herramientas: ordena un espacio por medio de las normas, las disciplinas, las palabras y las decisiones. Comparte con el poder formal que es una manera de darle continuidad a un sí mismo en los otros. Eso sería el poder, en cualquiera de sus espacios en los gobiernos, las empresas, los medios, la cultura, los oficios, las familias, las iglesias, las escuelas, las parejas y los hablantes de un acto de comunicación. En el caso del poder político –los analistas dirían que el “poder” al que se oponen es la manera en cómo arma su sentido el presidente– son las instituciones las que organizan esa continuidad de la repetición de lo uno en los otros, como una estrategia para alcanzar su propia estabilidad. La tiranía, por ejemplo, es un poder muy poco estratégico porque desestabiliza al poder que se funda en su propia resistencia. Por eso, cada vez que oiga la frase: “Yo siempre estaré contra el poder, sea el que sea”, piense un instante en cómo sería eso: para realmente estar contra el poder sólo nos quedaría convertirnos en piedras inertes. Lo que se contrapone al poder, piénselo, no es la resistencia, sino la pasividad absoluta. Pero eso, realmente, no le serviría a nadie. Y yo preferiría no hacerlo. Este texto se publicó el 8 de marzo de 2020 en la edición 2262 de la revista Proceso

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