BTHVN 20

domingo, 5 de abril de 2020 · 11:28
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Con frecuencia el arte es político por el uso que el público hace de él, más que por las intenciones de sus autores. Un ejemplo casi paradigmático de ello es Ludwig van Beethoven, cuyo 250 natalicio se conmemorará –si la pandemia lo permite– bajo las siglas BTHVN, iniciales de lo que el interminable gobierno de Ángela Merkel quiere decir: ciudadanía, compositor, humanista, visionario y naturaleza. Junto con Goethe, Beethoven se ha convertido desde hace dos siglos en un autor que se disputan la izquierda y la derecha en Alemania. Incluso, en algún momento, gracias a una biografía de Romain Rolland, se puso en duda si era realmente germánico o sus orígenes eran flamencos. Los nazis lo asimilaron a su “cultura nórdica”, donde incluyeron hasta a Shakespeare. Ahora es un Beethoven ecologista.  Se han tomado distintos aspectos de la vida de Beethoven para usarlo políticamente. Si uno lee las biografías encuentra a un ciudadano que oscila entre su apoyo al despotismo ilustrado, su admiración por el primer Napoleón –el de la exportación a la fuerza de la Revolución Francesa– y su desagrado por el emperador Bonaparte, y un músico que innovó las estructuras sinfónicas pero también compuso marchas militares. Esta complejidad de intenciones de Beethoven suele reducirse a una sola, la de sus comentaristas: es un internacionalista –la Novena Sinfonía fue usada así por la izquierda socialdemócrata–, es nacionalista –la Quinta, se dice, sólo puede ser entendida desde el paisaje alrededor de su ciudad natal, Bonn–, es popular para ser llevado a las plazas públicas o es para los pocos conocedores, en la sala de conciertos. Los 250 años de Beethoven componen, más que una imagen del músico, una de los alemanes.  Norbert Elias escribió que “para los alemanes no es insólito llevar una vida a la sombra de un pasado más glorioso”. Y agrega sobre la dispersión de sus poderes, tan inusual en Europa: “La debilidad estructural del Estado alemán que, una y otra vez, había constituido un poderoso atractivo para que lo invadieran los países vecinos, suscitaría en los alemanes una valoración idealizada de las actitudes y acciones bélicas”. Por ahí empezamos a vislumbrar una de las ideas sobre Beethoven. Son los románticos los que asocian su música sinfónica con la tormenta, el trueno, la furia. Sus descripciones –como la de E.T.A. Hoffmann, el cuentista que escribió El Cascanueces– son las de “un hijo de la naturaleza, un hechicero, un Prometeo renacido”. Establecen la comparación con Mozart, que es visto como un genio infantil al que la música le brota sin esfuerzo. El Beethoven de los románticos es, en cambio, un torturado compositor, que tiene que hacer sus partituras sin poder oírlas más que en su cabeza; un triunfo de la voluntad sobre su trágico destino. Por eso, en las estatuas, Mozart, despreocupado, reparte flores, y Beethoven se esfuerza por salir del bloque de mármol, despeinado, intenso.  Su uso político comienza, sin duda, cuando se decreta que su música inspire a los soldados para derrotar a Francia. Es muy conocida su postura, primero, como parte de la corte del despotismo ilustrado de los Habsburgo, José y Leopoldo –a quienes compuso cantatas–, su apoyo a la Revolución Francesa y Napoleón –dedicándole la Tercera Sinfonía, La Heroica– y su desagrado cuando se proclama emperador que hace que le quite la dedicatoria; luego, la Novena y su “himno a la libertad”, de la mano del poema de Schiller, que es usado como un llamado al internacionalismo y, en cuya premier, el 7 de mayo de 1824, la policía secreta del canciller Metternich manda callar.  Es el Segundo Reich (1871-1918) el que inventa a un Beethoven patriótico y “genuinamente alemán”. La leyenda que repiten muchos biógrafos es que antes de firmar la guerra contra Austria, Otto Bismarck exclama al escuchar la Quinta Sinfonía: “Si nos derrotaran con esa música resultaría bello”. Es Richard Wagner el que asegura que “el compositor de sinfonías es un despertador del pueblo, a través del conductor de orquesta” y proclama un mismo hecho el centenario del natalicio de Beethoven y la unificación de Alemania: “Si sienten el poder del triunfo alemán en la energía de un corazón lleno con la música de Beethoven, aprehenderán el significado de ambos”. Por su parte, Friedrich Engels simplemente hizo notar en sus escritos sobre Alemania que la música de Beethoven, su favorita, coincidía con “la peor humillación de su país”. Los comunistas, socialistas, socialdemócratas tomarán esa mención como semilla de todas las interpretaciones que hicieron más tarde sobre el músico como “hijo del proletariado” –por una carta apócrifa de una de sus amantes, Bettina Bretano, en la que asegura que, a diferencia de Goethe, Beethoven no se inclinaba frente a los aristócratas–, comprometido con la educación artística de las masas –lo cual proviene de una idea guajira de Beethoven: un taller donde los artistas pudieran vender directamente sus obras– y con el abrazo final de la humanidad en el paraíso proletario. Nietzsche, por su parte, encontró la música sinfónica de nuestro homenajeado “muy difícil”, aunque dijo de la Novena que “era necesaria para entender la filosofía de Dionisio, el paso del esclavo al hombre libre”. Es Nietzsche el que vislumbra un Beethoven no alemán sino “europeo” y, debido a lo poco escrito por Engels, le da un sentido al ala izquierda: “Su moralidad es la de Rousseau”. Aunque sabemos que está escribiendo esto cuando ya se peleó con Wagner por una mujer. Es la Primera Guerra Mundial la que masifica el uso de sus sinfonías como animadoras en las trincheras. Hermann Hesse, un pacifista, se opone a ese uso, pero casi nunca los políticos le hacen caso a los escritores. Pero la combate con la idea contraria: Beethoven es un músico de la paz y la hermandad. El poder bélico le responde con una noticia en 1917: en la guerra ha muerto un sobrino-nieto del compositor y, a pesar de que lo hizo por septicemia en un hospital, los diarios lo recalcan para asociar el esfuerzo nacional con el apellido.  La debacle de la guerra deja a Alemania en la República de Weimar, de la que Norbert Elias escribe: “Eran sólo los trabajadores socialdemócratas y un grupo muy reducido de la burguesía liberal, donde había muchos judíos. La mayor parte de la clase media y alta estaban en el otro bando”. Ellos toman a Beethoven como un “educador”, un republicano y un demócrata. Lo sacan de unas cartas a su sobrino en las que elogia la lucha de Catón El Joven contra la concentración de poder de Julio César. También usan su amistad con Eulogius Schneider, un cura alemán que participó en la Revolución Francesa y que murió en la guillotina condenado por Saint-Just. Fidelio es la pieza musical que aprovechan para asegurar que luchaba contra los opresores. Son los socialdemócratas de Weimar los que extienden por medio de conciertos públicos la música de Beethoven, demostrándole a Europa que las sinfonías no son sólo para una élite que las sabe comprender, sino que hay un placer formativo en ello.  Como se sabe, será la derecha contra la república la que engendrará al Beethoven nazi. Joseph Goebbels usa al compositor contra “la degeneración del modernismo de Weimar”, que incluía al jazz. Cuando se le explica que era hijo de un alcohólico (lo que, según los eugenistas nazis, se heredaba), el propagandista del nazismo enfatiza la cercanía del músico con su madre, Magdalena, que es el modelo de la esposa nacionalsocialista. Cuando se le dice que tenía un aprecio por las ideas de la libertad, igualdad y fraternidad francesas, responde que “sólo fue antes de que madurara”. Y, finalmente, reinventan un Beethoven “Conquistador del Mundo” a partir de una nueva interpretación de La Heroica: “Comunica el anhelo del artista por una personalidad como la del Führer (…) y la Novena se refiere, no a la humanidad abstracta, sino a raza, a la sangre de la Patria”. Desde 1938 se hacen los “festivales de la Juventud Beethoviana”, que son acampadas de miles, y cada cumpleaños del Führer, Herbert von Karajan dirige el Fidelio y, en el del arquitecto de Hitler, Albert Speer, se toca el concierto para violín. La Séptima es proclamada como “la de la victoria nazi” y, cuando Hitler se suicida, el 30 de abril de 1945, la radio alemana toca la Marcha Fúnebre con las palabras de un locutor: “Él vivió, luchó, cayó, y murió por nosotros”.  El último uso de Beethoven fue por la separación de las dos Alemanias durante la Guerra Fría. Desde la Olimpiada de Mel-bourne hasta la de Tokio, la Novena fue la música con la que desfilaban ambas delegaciones. Eso se rompió en México 68. Una Alemania Democrática más sovietizada alegó que las tesis de Marx sobre Feuerbach llevaban a las sinfonías de Beethoven, quien era el compositor favorito de Lenin, según una confesión hecha al novelista Máximo Gorki. La Alemania Federal, en cambio, sostenía que el Yankee Doodle de los gringos era el origen de La Heroica y comercializó la imagen de un Beethoven de caricatura para el consumo en camisetas, tazas, pins, además de popurrís para la radio. Por supuesto, la caída del Muro de Berlín, apenas hace 31 años, fue acompañada por las sinfonías, no por las marchas marciales, que se siguen asociando al pasado nazi.  En 1994, Norbert Elias cierra su libro sobre los alemanes: “La pus punza, pero todavía no ha salido. Sin embargo, el pasado de un pueblo, para nuestra fortuna, señala siempre más allá de sí mismo”.     Este texto se publicó el 29 de marzo de 2020 en la edición 2265 de la revista Proceso

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