Extraño el rayito de esperanza

lunes, 4 de mayo de 2020 · 11:32
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso). - Soy asiduo a las conferencias matutinas de Andrés Manuel López Obrador. Sólo por razones de fuerza mayor llego a perderme alguna. No me gusta que me cuenten lo que dijo y me fastidia encontrarme con citas suyas sacadas de contexto. Sin embargo, debo confesar que, una vez comenzada la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, me está resultando difícil conectar con los mensajes presidenciales. Han dejado de provocarme empatía, curiosidad o entusiasmo, para convertirse en una tarea que debo cumplir por mera disciplina profesional. Mi estado de ánimo, preocupado por la situación, no está siendo reconfortado por un liderazgo que me parezca generoso –en sentido amplio–, es decir próximo a todas las personas. Considero que el presidente tiene argumento y razón para dedicar largas horas al reclamo, a la recriminación e inclusive al regaño contra algunos de sus adversarios, pero no hallo justificación que me permita entender por qué, en este momento tan álgido de crisis, su narrativa ocupa energía excesiva en la demonización de quienes no piensan como él. Confieso que extraño a aquel hombre que, cuando ganó abrumadoramente los comicios de 2018, me prometió –nos prometió– que iba a reconciliar a la sociedad mexicana. Cuanto más desánimo me inspiran sus más recientes alocuciones matutinas, más me aferro a aquel discurso del 1 de julio de 2018 en el que aseguró que iba a gobernar para todas las personas que habitamos esta misma tierra. “Confieso que tengo una ambición legítima –dijo entonces–: quiero pasar a la historia como un buen presidente de México.” El hoy mandatario no podía saber que la pandemia provocada por el SARS-Cov-2 iba a definir el capítulo de la historia que le está tocando protagonizar. Si su liderazgo y la gestión de su gobierno lograsen orquestar los recursos disponibles de la nación para llevarnos, con bien y a todos, hacia la otra orilla, López Obrador habría alcanzado su ambición. Él, que ha puesto énfasis en las comparaciones con el pasado, no se incomodará si le recuerdo que Benito Juárez ocupa un lugar tan importante en nuestros libros de texto, entre otras razones, porque le tocó sortear la Guerra de Intervención; pues la pandemia podría ser para López Obrador lo que la guerra con Francia significó para la biografía de Juárez. Con grandeza de espíritu y generosidad hacia los derrotados, el día que el presidente se alzó con la victoria expresó: “llamaremos a todos los mexicanos a la reconciliación y a poner por encima de los intereses personales, por legítimos que sean, el interés general”. Tengo para mí que en esta crisis el presidente ha decidido no llamar a todos los mexicanos y mucho menos está dispuesto a ofrecer un ánimo reconciliatorio para sacar adelante a la Patria. Su discurso se ha ido volviendo cada día más excluyente, más fragmentario, más interesado en su propia visión de la realidad que en las versiones alternativas y diversas que conviven en México. La Patria no puede ser sin sus partes y si, como Vicente Guerrero propuso, “la Patria es primero”, el conjunto de sus partes deberían serlo también. En contraste, durante las últimas semanas ha arremetido sin contención contra cuanta voz disiente de su entendimiento de las cosas: empresarios, prensa, intelectuales, partidos de oposición, dirigentes de partido (incluido el suyo), banqueros, organismos internacionales, sociedad civil y así un largo etcétera. Para descartar a quienes no comulgan con él, primero define a su adversario como enemigo patrio –comparable con Santa Anna y demás caterva de traidores del siglo XIX–; luego lo remata virulentamente con adjetivos como corrupto, conservador o neoliberal. Justifica estos ataques argumentando que la libertad de expresión debe correr en vía doble. Si a él lo critican, López Obrador tiene derecho de devolver en especie. Obvia, sin embargo, el peso que su discurso provoca en la sociedad. La voz del presidente pesa muchas toneladas más que la de cualquiera de sus críticos. Es como si el grandulón de la escuela retara a su flaco adversario para agarrarse a golpes, aduciendo que ambos tienen igual circunstancia y derecho para dirimir sus diferencias con los puños. Cuando la cúpula empresarial expresó su disidencia frente al conjunto de medidas económicas propuestas por su gobierno, el presidente respondió con la lista de empresas que están despidiendo trabajadores, luego arremetió con una carta dirigida al Consejo Coordinador Empresarial denunciando el incumplimiento en el pago de impuestos de ese sector, después exhibió selectivamente los nombres de algunos negocios que no han cerrado sus actividades y al final señaló con dedo en flamas al Consejo Mexicano de Negocios por haber pedido apoyo financiero al Banco Interamericano de Desarrollo. Materialmente no hay libertad de expresión que pueda germinar con ese tono del gobierno. Mucho tendrá que reflexionar el sector empresarial antes de volver a hablar en voz alta sobre lo que está cavilando en voz baja. En este mismo contexto vale colocar la descalificación y sorna que el presidente suele propinar contra diversos medios de comunicación, incluido Proceso. El mensaje es, desde luego, para quienes aquí laboramos, pero en general para el resto de los profesionales del periodismo: si al presidente no le gusta nuestro trabajo, sabemos que podría aprovechar la potencia de su micrófono para inhibir sin piedad cualquier crítica. “Habrá libertad empresarial, libertad de expresión, de asociación y de creencias; se garantizarán todas las libertades individuales y sociales...”, prometió en aquel discurso memorable. Pues no puede haber libertad empresarial cuando un día sí y otro también se condena a las empresas con el discurso más filoso. Tampoco libertad de expresión cuando quien tiene más voz aplasta con la descalificación. Lo mismo sucede con la libertad de asociación cuando al conjunto de la sociedad organizada (civil) se le descarta en bulto por “conservadora” y “corrupta”. El presidente no es una voz más entre el conjunto, es la voz del conjunto; es la voz de la Patria, y cuando ésta se expresa contra una de sus partes, con el tono agrio que Andrés Manuel López Obrador ha estado utilizando en estos días, el conjunto de quienes formamos la Patria dejamos de ser lo primero. “Escucharemos a todos, respetaremos a todos, pero daremos preferencia a los humildes”. Esta fue una de las frases más aplaudidas de aquel día tan festejado. Cabe lamentar que hoy sean menos los escuchados y menos los respetados; más preocupante es que al confrontar y demonizar entre mexicanos se dinamite el esfuerzo al que un día nos invitó, a todos, para preferir a los humildes. Señor presidente, no nos deje fuera a quienes compartimos ambiciones similares: “deseo (con usted y) con toda mi alma poner en alto la grandeza de nuestra patria, ayudar a construir una sociedad mejor y conseguir la dicha y la felicidad de todos los mexicanos”. La crisis del coronavirus puede ser una oportunidad para ganarlo todo, pero también para perderlo todo. No pierda de vista que la demonización del adversario conduce irremediablemente a que todos nos convirtamos en demonio. Este texto forma parte del número 2270 de la edición impresa de Proceso, publicado el 3 de mayo de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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