Propuesta tributaria: acertada en los fines, errada en los medios

martes, 26 de mayo de 2020 · 12:24
El afecto de antiguas amistades y causas nobles está más allá de circunstancias y vaivenes partidistas. Siempre fui afecto al Barzón. En los años en que fui diputado federal participé en algunas de sus asambleas, incluso recuerdo que en sus principios presidí una de ellas, festiva y tumultuosa a la vez, en la Ciudad de México. En un mitin a las afueras del Senado –en su antigua sede–, muy concurrido, por cierto, me invitaron los dirigentes a decir unas palabras; increpé a los senadores para que tomaran en cuenta las exigencias legítimas del Barzón en defensa de los deudores de la banca. Y esas palabras sencillas pero llenas de convicción, calaron y fueron comentadas críticamente esa misma noche en el entonces noticiario privado más oficialista de la televisión, lo que mucho me honró como representante popular de oposición al prianismo de entonces, hoy reciclado. Después, en otra ocasión, visité a Alfonso Ramírez Cuéllar en el reclusorio donde estuvo como preso político un breve tiempo. Y finalmente presenté una iniciativa de ley en la Cámara de Diputados, donde propuse una moratoria y quita de adeudos para enfrentar la voracidad habitual de la banca. Ahora, pasado el tiempo, soy adversario de la política del gobierno. Son reprobables entre otras muchas cosas: la militarización de la seguridad pública, fallido experimento ese del calderonismo, causante de una crisis humanitaria sin precedente; la prisión preventiva oficiosa, que vulnera el principio sagrado de presunción de inocencia; el errático enfrentamiento de la pandemia, en un principio desdeñada, con graves carencias en hospitales públicos provocadoras de reclamos cotidianos de médicos y enfermeras; el desmantelamiento sistemático de organizaciones autónomas e intermedias, muy útiles para el pluralismo, para el pueblo, sus mujeres y niños, a pesar de sus corregibles flaquezas institucionales. Son criticables también: la falta de apoyo real y suficiente a las medianas y pequeñas empresas en plena pandemia; la subordinación del régimen federal a los dictados del trumpismo en el trato inhumano a los migrantes pobres, con motivo de amenazas económicas superables por vías legítimas con base en recursos legales disponibles en tratados comerciales, como lo han hecho otros países; la concentración inaudita de poder; el desprecio cotidiano de la realidad y de la Constitución; la defensa de un sistema tributario neoliberal que castiga a la clase media y favorece a la más alta de las altas. Sin embargo, al margen de mi oposición a dicha política morenista, debo reconocer que Ramírez Cuéllar tiene razón en los fines justos de su propuesta tributaria. El fin todo lo aclara, dijo una vez Santo Tomás de Aquino. Alfonso fue y es ave de tempestades. Hoy lo es con su propuesta sobre el tema de desigualdad brutal y el imperativo de gravar la riqueza de los más pudientes. Propuesta que causó escándalo mayúsculo y rasgadero de vestiduras a diestra y siniestra. Acertó sin duda él en los fines, pero erró en los medios. Y al hacerlo, los fines justos de la propuesta –la genuina progresividad tributaria y gravar la riqueza inmensa de los más ricos– pasaron a la sombra en el ánimo suspicaz de la opinión pública, sepultados por los medios sugeridos al referirse indebidamente y sin necesidad al Inegi. La medición de la riqueza está ya en manos hacendarias. Lo que no está en ellas es la voluntad de gravar la riqueza de los multimillonarios, como lo ha venido aconsejando el más brillante de los economistas de hoy, Thomas Piketty, un genio, un visionario. Impuesto a la riqueza extrema exigido por el bien común a la luz de la visión social del solidarismo católico frente a individualismos mezquinos y colectivismos antilibertarios; impuesto que existe hoy en varios regímenes democráticos del Occidente más avanzado cultural y económicamente. Solidarismo ejemplar como el de miles de parroquias católicas en el mundo, con sus brazos abiertos socorriendo a miles de migrantes pobres despreciados por tantos racistas, a desempleados, a personas de calle, a raíz de la pandemia. Reproduzco la parte medular de los fines nobles de la propuesta de Ramírez Cuéllar: “La progresividad fiscal debe ser la base sobre la cual todos los mexicanos debemos contribuir a los gastos del Estado y al financiamiento del estado de bienestar. La proporcionalidad y la equidad deben dar paso a la justicia y a la progresividad que marquen las leyes. La progresividad fiscal tendrá que aplicarse a la propiedad, la riqueza, el ingreso, las emisiones de CO2 y los daños a la salud. “La experiencia histórica nos muestra con una terca contundencia que el estado de bienestar sólo puede cobrar vigencia y hacerse realidad cuando pagan más los que más tienen. Sólo la fortaleza fiscal de los Estados puede financiar sustentablemente y con ingresos recurrentes verdaderos sistemas de salud, educación, protección del empleo y de generación de riqueza. La racionalidad de los gastos del gobierno se convierte en un imperativo. Pero un Estado austeramente pobre tiene grandes limitaciones para convertir el bienestar universal en una política de Estado.” Pero el problema es doble. Imperativo de reforma fiscal en tal sentido de justicia –nunca de terrorismo, tan habitual en regímenes no democráticos–, y exigencia perentoria de un destino eficiente y justo de los recursos: ni derroche ni tacañería presupuestales. No se pueden destinar esos recursos a limosnas electoreras, a empresas improductivas y contaminantes, a elefantes blancos. Se deben destinar a los fines de un programa, de un plan estratégico y común de salvación nacional. Plan de salvación en el que participen todos, de gran calado frente a la triple pandemia que se sufre: viral, ética y económica. Triple pandemia que ha evidenciado una crisis cultural, axiológica, porque a pesar de la tragedia humana de tinte apocalíptico, no se escarmienta al ser rehén la humanidad en general de una mundanidad que con sus ideologías rabiosamente ateas y de género, aplasta lo mejor del ser humano, su espíritu. Un plan de salvación patria en el que destaque la inversión en salud pública, en educación integral formadora de una juventud consciente y crítica, en cultura y tradiciones seculares tanto indígenas como mestizas, en apoyo suficiente a pequeñas y medianas empresas, en combate real a los monopolios, en aras de crecimiento y desarrollo justo para todos; en aras de una redistribución de la riqueza nacional que mejore salarios y medios de vida decorosa, vibrante, suficiente, digna. Vida de una nación hermanada en lo fundamental, fiel a sí misma, nunca dividida, nunca sometida al país del norte. Para finalizar, debo decir que Ramírez Cuéllar no está solo en México en cuanto a los fines de su propuesta; lo acompaña nada menos que Gerardo Esquivel, subgobernador del Banco de México a propuesta de Morena, economista serio y prestigiado. Él en 2015 publicó un estudio en Oxfam México, Desigualdad extrema en México. Concentración del poder económico y político, en el que señaló sin ambages algo muy de actualidad: “Uno de los grandes problemas reside en que nuestra política fiscal favorece a quien más tiene. No es de ninguna manera progresiva y el efecto redistributivo resulta casi nulo. Por gravar consumo por encima del ingreso, las familias pobres, al gastar un porcentaje más alto de su ingreso, terminan por pagar más que las ricas”. Esa es la realidad que debiera ser determinante en la definición de las políticas públicas para la realización del bien común. Bien común solidarista que se opone tanto al injusto individualismo neoliberal –tan cercano a salinistas, zedillistas y calderonistas reciclados– como al antidemocrático colectivismo materialista, tan afecto a muchos morenistas.

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