Disiento
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso). - Dos conductores van en sentido contrario enceguecidos porque llevan ácido en los ojos. No es necesario adivinar el resultado. Sólo la suerte podría salvarlos de una funesta colisión.
El problema es que no son sólo dos los sujetos intoxicados quienes conducen a toda velocidad. De un lado y otro suman muchos los que han perdido de vista el camino y con ello toda proporción de la realidad.
No tiene sentido repetir aquí los números agregados que bien conocemos. El saldo de personas, en el mundo y en el país, a las que el SARS-Cov-2 arrebató la vida, la pérdida del empleo, la pobreza súbita de millones, el cierre de los negocios, la destrucción multimillonaria de los patrimonios.
Cada una de esas frases incluye mucho dolor humano. En estos días los contagios rondan la vida íntima de tantos. ¿Quién se escapa a estas alturas de sufrir la pandemia en carne propia?
Somos demasiados los que estamos perdiendo. Nuestro futuro no es lo que era, ni volverá a serlo.
Los psicólogos tienen la agenda llena, también los ministros de culto, y los médicos, cuya carga laboral se ha multiplicado.
Como si no bastara esto para apelar a la empatía, la violencia criminal se aprovecha de la mala estación para hacer de las suyas. Ahí donde las empresas ilegales disputan territorio, las armas de fuego se encargan de llevarse a quienes el coronavirus había dejado ilesos.
Será porque alguna vez vivimos protegidos que, frente a este escenario, el cuerpo pide a gritos la protección de las personas adultas. Pero en vez de contar con una voz sensata y razonable que nos devuelva al menos un milímetro de la tranquilidad extraviada, los adultos que gobiernan la casa se han intoxicado y no ven nada más allá de sus narices.
El miércoles de la semana pasada el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que le parecía divertido denunciar una supuesta operación golpista en su contra a partir de un documento anónimo y sin verificación.
No es que quiera arrebatarle el contento a nadie, pero me sienta muy mal que, mientras tengo familiares en situación grave por la epidemia, el mandatario amenice con malas bromas durante sus conferencias mañaneras.
Me temo que está intoxicado con el gas de la apatía frente al dolor ajeno. En su ánimo no hay empatía, sino las ganas de pelear que siempre le ganan. No ha querido ser el adulto que los demás pedíamos, sino el gobernante chocarrero, rijoso y obsesionado con sus logros propios.
Cosa menos peor sería que la intoxicación sólo afectara a uno de los conductores. Así cabría que el otro se apartara con prudencia del camino. Sin embargo, el mal de la desconexión humana es la pandemia política de nuestros días.
Enrique Alfaro, gobernador de Jalisco, encarna al otro tipo de conductor. Hasta hace unas cuantas semanas se trataba de uno de los líderes más respetados de la oposición; gobernador de una de las tres entidades más importantes de la República; hombre sobrio, disidente mesurado y poseedor de una cabeza bien amueblada.
Pues a este señor también le llegó la intoxicación. No supo portarse con altura ética después de que en una alcaldía de su estado –controlada por el narco– desapareció, fue torturado y murió un joven obrero de la construcción, a manos de la policía municipal.
Al gobernador Alfaro no se le ocurrió otra salida del problema que echarle la culpa de la reacción social, frente a tan lamentables hechos, a “los sótanos del Palacio Nacional”, después de que las autoridades locales trataron de sobornar a la familia del difunto para que el hecho no tuviera difusión y con posterioridad a que el fiscal del estado hubiera tratado el expediente con negligencia durante casi un mes.
Igual y como hizo el presidente López Obrador con el documento apócrifo del Bloque de Oposición Amplia (BOA) –burda e inverosímil fabricación–, Alfaro corrió a señalar a los seguidores del presidente como responsables del incendio que atentó contra la vida de un oficial de policía y tuvo un saldo de 28 personas heridas.
Para acusar debía probar, dijo el presidente al gobernador. El mismo presidente que días después acusó sin probar nada, con un documento que su propia oficina de comunicación social reconoció como poco confiable.
Lo dicho: la intoxicación se generaliza justo cuando sería indispensable que los conductores del país tuvieran sus sentidos más alertas, estuviesen concentrados y trataran de conectar con lo que el resto de la comunidad estamos viviendo.
Mientras el presidente se divierte con frivolidad, quisiéramos un gobernante que asumiera la responsabilidad que le toca.
No puedo imaginarme a Benito Juárez bromeando por la mañana, en una conferencia de prensa, mientras los franceses desembarcaban en las costas del Golfo.
De su lado, Enrique Alfaro festinará su última jugada política. Al acusar sin probar que el presidente sería responsable de la violencia sufrida durante las marchas de protesta contra la muerte de Giovanni López, logró este gobernador jalar reflectores para convertirse en el líder más visible de la oposición.
Quienes aplaudieron su discurso infundado deberían asumir que al mismo tiempo dieron el espaldarazo a la propagación de mentiras.
Disiento cada día más de ambos bandos. Me agravia su arrogancia y su ligereza. Supongo que no hay vacuna para la intoxicación que distrae a la mayoría gobernante de los asuntos que sí son importantes. Disiento porque hacen falta adultos en casa, porque el oportunismo inmoral en estos días es doblemente oportunismo y doblemente inmoral, disiento porque el dolor de mi país y mi gente no merece menosprecio.
Este análisis forma parte del número 2276 de la edición impresa de Proceso, publicado el 14 de junio de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí