Una muerte lenta

viernes, 17 de julio de 2020 · 14:40
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “La única enfermedad que el capitalismo reconoce es no poder trabajar”. Esta frase del antropólogo y geógrafo David Harvey resuena en lo más íntimo de la pandemia nuestra. Vivimos la muerte lenta de la obesidad, la diabetes y la hipertensión, de pronto, acelerada por el virus. Y, aún así, millones fueron obligados a seguir trabajando o, según la definición, a transportar unos cuerpos obligados que sólo están sanos para la economía. El virus redefine lo que entendemos por afecto, trabajo, política y salud, de tal forma que su deslizamiento pausado por el mundo implicaría que nos volvamos a preguntar si vivimos una “buena vida”.  Ya Michel Foucault había hecho la distinción entre lo epidémico y lo endémico al asociar éste último con factores permanentes que fortalecen o debilitan a una población, y que dependen de la gobernabilidad tanto del Estado como de las personas. Pero creo que el dardo más acertado sobre la mundialización del sobrepeso es el que Lauren Berlant dispara en su ensayo Cruel Optimism (2011): “La obesidad ha sido vista como una enfermedad vergonzosa, de los débiles de carácter, una crisis de voluntad que disuelve al sujeto soberano del liberalismo”. En efecto, pareciera que debajo de nuestra obesidad nacional, más que una voluntad endeble que cede todos los días a ingerir azúcares, grasas, harinas procesadas, no hay un evento melodramático del propósito no cumplido del Año Nuevo, sino –como dice Berlant– un ambiente, es decir, condiciones que tienden a repetirse y cuyas catástrofes estamos dispuestos a ignorar. Hasta que el ambiente se transforma en un evento. Como la pandemia nuestra.  En las mediaciones de lo que entendemos en un momento por salud, siempre hay juegos de soberanías: la del individuo que consume, la de las empresas que producen comida que no alimenta, la del gobierno que regula o no. Llamarla “condición crónica” o “epidemia” tiene un trasfondo, respectivamente, para las aseguradoras o para el Estado. En la primera es algo meramente administrable y, en la otra, objetivo de una campaña de lucha por la información pública –los etiquetados o la publicidad engañosa, por ejemplo–, y contra la adicción al contenido exacto de azúcar y grasa que tiene una dona glaseada. Si comer es compulsión, ya no es un acto de la voluntad de consumir; se pierde el sujeto soberano. Pero Berlant va un poco más allá: son los pobres los que, por comer mal, viven menos tiempo. En el caso de México, hasta 15 años por debajo de Europa. La fantasía de la longevidad que justifica los años de explotación de un trabajador, no se cumple en más de la mitad de una población que aporta dinero para su propia jubilación. Sucedió por confundir “el buen vivir” con el consumo que, en una población que no tiene dinero, espacio ni tiempo para comer, toma lo que está a la mano, es rápido, y se sirve en segundos. La gordura generalizada coincide con la precariedad laboral que no necesita cuerpos apretados en fábricas y oficinas, sino trabajos desde casa, armados de teléfonos y computadoras, con intermitencia, por semanas que casi nunca son años. Si el cuerpo de los trabajadores es una extensión de la máquina, en el nuevo orden tecnológico, sólo se mueven los dedos. Si de algo, su cuerpo es una prolongación de la máquina dispensadora o del horno de microondas de la oficina. El sobrepeso no estorba en un espacio frente a la pantalla, y la insatisfacción del precarismo laboral se desquita con cucharadas cada tres minutos de una sopa instantánea. El capitalismo 2.0 es adicción sólo si es ilegal. No es dependencia formarse para ser el primero en tener un Iphone o necesitar el acelere de las galletas del mediodía. Son necesidades manufacturadas. Los enfermos “crónicos”, es decir, los que durarán así mucho tiempo y, por lo tanto, sólo pueden administrarse, son los daños colaterales del capitalismo que ya no consume sino que desecha. Ante un Estado que adelgaza, la parte pobre de las ciudades engorda y se toma como segregada por “el alto costo en salud”. Ambos, Estado y ciudadanos pobres, perdieron soberanía. Cuando antes –en los murales de Rivera y Orozco–, los gordos eran el cura y el burgués, ahora los obesos, los del sobrepeso, serán retratados en México como morenos, pobres, saturados de muerte –“mórbidos”–, sedentarios por gusto, controlados por sus apetitos. Los gordos: el niño de escuela pública, la señora de tubos, el policía. Los “expertos” hablan de “patrones alimenticios” como si se tratara simplemente de hábitos y no, como es, de ingresos bajos y casi total falta de tiempo para cocinar en casa o hacer ejercicio físico. ¿Dónde quedó entonces el “buen vivir”? Relaciones familiares y amorosas precarizadas por los dobles turnos, la violencia intrafamiliar y el abandono; dobles y triples empleos informales y fugaces; dejar la casa para inmigrar a lo desconocido, todo, conduce al “optimismo cruel” del título de Berlant, es decir, a los objetos de deseo en pos de los cuales morimos lentamente. En el caso de la salud, la pregunta es quién y cómo se define: ¿costo para los seguros, condición médica, disponibilidad para trabajar, o longevidad? Escribe la filósofa: “La forma en que el desgaste físico y emocional del trabajador se articula con la muerte lenta, se puede ver en la apatía y otras relaciones políticamente deprimidas de alienación, frialdad, desapego o distracción, especialmente en poblaciones subordinadas, que pueden leerse como formas afectivas de compromiso con el entorno de muerte lenta, tanto como la violencia de las mujeres maltratadas ha tenido que ser leída como una especie de destrucción hacia la supervivencia. Pero lo que estoy ofreciendo aquí también es ligeramente diferente. En esta escena del comer grasa y azúcar baratas, la actividad hacia la reproducción de la vida no es idéntica a mejorarla o mejorar en sí misma, ni una respuesta mimética a las condiciones estructurales de un fracaso colectivo para prosperar, ni sólo unas minivacaciones de ser responsable: dicha actividad también se dirige a hacer una experiencia menos mala, un alivio fugaz”. El problema es, entonces, de todo el modelo de “buena vida” que resulta inaccesible para la mayoría, salvo como muerte lenta. Volvamos ahora al buen Foucault. La idea de “vida” como la usamos hoy, tiene apenas unos tres siglos. El filósofo nos previene sobre cualquier esencialismo: el concepto biológico, usado para gobernar, con frecuencia ha justificado atrocidades. De la naturaleza no se puede extraer una ética. El último intento fallido fue “el gen egoísta”, que encubrió la manera “natural” como se quiso imponernos la competencia criminal y la supervivencia del más ruin. Eso sucede cuando los poderes y los saberes se montan en verdades y hechos. Por ello, la protección de la vida sin duda debe tomarse con sigilo, porque podría encubrir atrocidades como la eugenesia, la prohibición del aborto o incluso la defensa de un “modo de vida”, como dicen los supremacistas estadunidenses. En el caso de la economía liberal, el que no pudiera conocerse del todo, salvo su capacidad de autoarreglarse –casi como los designios de Dios–, trajo consigo una ruptura en la confianza de la soberanía de los representantes para intervenirla, limitarla, regularla. Entonces, el discurso de poder, montándose en la vulnerabilidad de todos ante la enfermedad, la pérdida, la muerte, invirtió los ejes de la ecuación y propuso aprender a vivir en la contingencia, en la precariedad, y olvidar para siempre lo que nos hacía infelices, es decir, la búsqueda de la felicidad. Cuando hay un conflicto entre lo que queremos y podemos, proponen eliminar uno de sus componentes. Una vida amorosa estable, un trabajo satisfactorio, una vejez acompañada, un tiempo para no hacer nada, fueron puestos en la escala de la ilusión, de lo inalcanzable, poco realista y, aún irrisorio. Pero, henos aquí, en medio de la pandemia, añorando, otra vez, neciamente, la vida plena que no sea la de una muerte lenta. No la “resiliencia” de adaptarse a la crisis venidera, sino la rebelión para que no vuelva a suceder. No la circulación del virus –inevitable– sino el reflejo terrible de lo inhumano que nos devolvió.  

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