Caprichos y estragos de la testosterona

viernes, 14 de agosto de 2020 · 15:53
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 25 de julio pasado murió, a los 104 años, Olivia de Havilland (1916-2020), cuyo nombre de pila figura, desde 1950, en la toponimia de la Ciudad de México. ¿Y por qué esta noticia tendría que interesarle a nuestra columna? Por la sencilla razón de que la actriz fue protagonista del extraño romance –por no decir absurdo y falaz– de un mexicano sobresaliente que perdió la cabeza por ella; a tal grado, que es imperativa la narración de esta historia, amén de que al considerarla en sus vertientes psico-endócrinas se vislumbra una correlación con otra historia de amores fallidos, protagonizada por uno de los compositores más afamados de la música universal. La calle a la que aludimos se llama Dulce Olivia y está situada en el barrio Santa Catarina de Coyoacán. Corre paralela a la avenida Miguel Ángel de Quevedo, abarcando seis manzanas, y su numeración concluye después del cruce con la calle Zaragoza, justo frente a la residencia del cineasta Emilio Indio Fernández (1904-1986), que es el sobresaliente connacional implicado. Debemos anotar que la residencia es una mezcla entre fortaleza, museo y set cinematográfico cuyo diseño estuvo a cargo del reconocido arquitecto Manuel Parra (1911-1997), quien logró imprimirle su estilo “neo-colonial” a pesar de las exigencias del impetuoso Indio que pretendía, más bien, un estilo “neo-prehispánico”. De resaltar, también, que en la “sala de música” diseñada por Parra se exhibieron luminarias como María Callas, Arthur Rubinstein, Agustín Lara, Celia Cruz y José Alfredo Jiménez, y que en la mansión se rodaron 190 películas. Pero antes de llegar al punto medular del arrebatado enamoramiento del Indio con la “dulce” actriz, anotemos los mínimos perfiles biográficos de ambos, en aras de catar el impacto glandular que ella ejerció sobre él. Fernández nació en Chihuahua, siendo hijo de un militar y una indígena kikapú. Su atlética juventud lo vio como clavadista en La Quebrada de Acapulco y como revolucionario al lado de Adolfo de la Huerta, quien se levantó en armas contra Álvaro Obregón. Ese infructuoso levantamiento derivó en reclusión carcelaria y en exilio en la Unión Americana. Inicialmente, Emilio se ganó la vida como estibador y camarero, pero después, ya como albañil, se acercó a Hollywood, donde su entrenamiento físico le granjeó papeles como extra y doble. Particularmente peligrosos fueron sus doblajes de las escenas de acción de Douglas Fairbanks, primer presentador de los premios Oscar en 1929 (mencionamos esto ya que, en 1928, el titular de la Metro-Goldwyn-Mayer necesitó un modelo que posara desnudo para la estatuilla, encontrándolo, por recomendación de Dolores del Río, en el Indio). Al cabo de varios años de coqueteo con la industria cinematográfica yanqui, decidió regresar a México con la idea de imponer, gracias a los aprendizajes y las amistades obtenidas, su talento como director. En cuanto a eso, el efímero presidente de La Huerta, también exiliado en Los Ángeles, le espetó: “México no necesita más revoluciones, Emilio. Tú estás en la meca del cine, y el cine es la mejor herramienta que los humanos tenemos para expresarnos. Aprende a hacer películas y regresa a nuestra patria con el conocimiento. Haz nuestras películas y así le expresarás tus ideas a miles de personas”. Y, cual certero presagio, la fama de Fernández se asentó con una gran producción de largometrajes, algunos considerados emblemas de la Época de Oro. En lo que concierne a Olivia de Havilland, bástenos con saber que fue una célebre actriz inglesa, cuya deslumbrante carrera en Hollywood le valió dos premios Oscar y varias nominaciones, una de ellas por su brillante papel secundario en Lo que el viento se llevó (1939). No sería exagerado que anotáramos que la hermosa diva está considerada como un ícono en la historia del cine, y que sus actuaciones despertaron pasiones encendidas en sus millares de admiradores en el mundo entero. Y ahora sí, abordemos lo anunciado. Fue la mera visión de la actriz británica en esa cinta la que alborotó irremisiblemente las hormonas del Indio Fernández. Raudo y volitivo decidió que tenía que hacerla suya, costara lo que costara. ¿Ilusión vana o posibilidad real? El compatriota pensó en lo segundo, inclusive en casarse con ella, puesto que contaba con un amigo gringo, el guionista Marco Aurelio Goodrich (1897-1991), que podía ayudarlo traduciéndole y entregándole las cartas que habría de escribirle con ardor a flor de pluma. Volaron las epístolas desde México y al cabo de un cortejo tenaz, Olivia acabó en los brazos y en el lecho del amigo traductor… Así las cosas, Fernández optó por consolar su lastimado ego poniendo un letrero con el nombre de la única mujer que lo había enloquecido –contrajo nupcias con cinco señoras– sobre la calle que daba al ventanal de su recamara –el presidente Miguel Alemán oficializó el desagravio–, y el álgido desaire lo sublimó con estas palabras: “Cada alba despierta su nombre bajo mi ventana”, que, mejor dicho, podríamos entender como las ganas de tenerla siempre cerca y, simbólicamente, rendida e inerme a sus pies. Con respecto al compositor predicho, se trata del celebérrimo vienés Franz Peter Schubert (1797-1828), quien vivió una existencia alejada del amor de pareja y hubo de contentarse con los favores comprados a las prostitutas. De hecho, debido a ese intercambio mercenario de “placeres” contrajo la sífilis, que fue la enfermedad que lo llevó tan prematuramente al sepulcro. De igual manera, comencemos por el principio, dejando abierta la interpretación del paralelismo con la vivencia sufrida por el Indio. Franz Peter no practicó jamás el fisicoculturismo, sino el férvido cultivo de su espíritu y su amor por la música, amén de que la madre naturaleza no lo dotó de una figura agraciada. Era bajo de estatura, miope y, para colmo de males, no se preocupaba de su arreglo personal. Un amigo cercano lo describió de esta forma: “Schubert tiene el encanto de un verdadero pescado hervido para el otro sexo. No se preocupa de su indumentaria y tampoco de sus dientes. Apesta a tabaco y no es, de veras, un galán”. Ya desde niño supo que su acendrada sensibilidad habría de condenarlo a la desdicha y el desasosiego. En la incipiente madurez así lo consignó en su diario: “Durante muchos años he cantado mi canción solitaria. Si le cantaba al amor, inmediatamente se trasmutaba en dolor. Si le hubiera cantado al dolor, quizá se habría trasmutado en amor. De manera que siempre estaba lacerado y escindido entre la alegría y la infelicidad”. Mas cuando aparecieron, en la turbulenta adolescencia, los embates de la testosterona, Franz Peter trató de dar rienda suelta a sus intentos para desahogarlos en el sitio adecuado. Lastimosamente, ninguno de ellos cuajaría de manera satisfactoria. Sabemos que su educación primaria la transcurrió al amparo de su padre, un maestro de escuela y un gran aficionado a la música, viéndose muy limitada su cercanía con las niñas de su edad. Cumplidos los 16 años, con la pesada carga de una próstata inquieta, concluyó los estudios secundarios como interno en el Stadkonvikt de Viena, una institución austera dirigida por curas, donde tuvo de maestro de composición a Antonio Salieri. Tristemente, ahí tampoco logró tener compañeras de estudio. Tendría que ser, un año después, cuando se apareció la oportunidad de convivir, ahora sí, con el “bello” sexo, pero las condiciones distaban de ser ideales, ya que se trataba del ambiente religioso donde prestaba sus servicios como organista y donde había aprendido más del oficio compositivo. Era la iglesia de Lichtental, su barrio en las afueras de Viena. Resulta, entonces, que Franz Peter compuso su primera misa (1) y que la joven soprano designada para cantar los solos lo desquició. Era hermosa y cantaba como los ángeles; sin embargo, la timidez del músico se interpuso en el enamoramiento. Sólo pensó en componerle algunos lieder, y hacérselos llegar y escuchar a través de un amigo tenor… ¿Imaginamos lo que sucedió? La doncella, Therèse Gottlob, se prendó de la música entonada por el desenvuelto intermediario y el romance entre ellos floreció. Años después casaría ella con un panadero. Y, a partir de ahí, lo demás fue cruento y vulgar para nuestro compositor. Vino un enamoramiento, también fallido, con una sirvienta, y después la reiterada asistencia a los burdeles de su ciudad. Como ya apuntamos, la sífilis no se dejó esperar, acribillando al pobre Franz Peter sin misericordia. La descripción de sus funestas aficiones corre por su cuenta: “el sexo fue para mí, tanto un dolor nervioso, como un momento de pavor aunado a un poco de placer…”. Gracias al mercurio empleado como cura, perdió el apetito, padeció migrañas, alucinaciones, violentos cambios de humor y unos terribles temblores en las manos que le impidieron volver a tocar el piano. Para mitigar los estragos recurrió al opio y le rogó a Dios que lo mandara al otro mundo… l __________________________ 1       Escúchela https://youtu.be/4wwElmSQhoU https://youtu.be/4wwElmSQhoU  

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