Líbano en el desastre, ¿qué se requiere para salvarlo?

miércoles, 19 de agosto de 2020 · 11:14
A unos días de la celebración del centenario de la proclamación del Gran Líbano, el próximo 1 de septiembre, el país fue ensombrecido por las explosiones en el puerto que destruyeron la mitad de Beirut el 4 de agosto. Después de 100 años, un desastre sacó a la superficie lo que ya se sabía: el mal funcionamiento de un sistema que fue forjándose a lo largo de ese periodo, pasando por el pacto nacional de 1926, la Constitución y su independencia en 1943. El diseño de un gobierno pluriconfesional que orientó los años de formación nacional y prefiguró la única forma de mantener la paz y darle viabilidad como país, está agotado. Todo el camino andado ha sido cuestionado en los últimos gobiernos, que han mostrado serias dificultades para su formación. Ahora se pone en entredicho el pacto nacional que permitió un gobierno con la representación de todas las comunidades religiosas, que confiere a un cristiano la Presidencia, que por costumbre ha sido para los maronitas; el primer ministro es un musulmán sunita y el presidente del parlamento es un musulmán chiita; luego todos los ministerios se distribuyen proporcionalmente entre las 18 confesiones reconocidas en el país, de las que los diputados también forman parte. El cambio demográfico aporta a la inestabilidad de Líbano, porque su composición no responde como antes al peso de las comunidades. Ahora, de sus 5 millones de habitantes sólo 35% es de cristianos (maronitas, ortodoxos, melquitas, armenios y otros); los musulmanes casi doblan esa proporción, con 60% (30 para cada una de sus dos ramas principales: sunitas y chiitas), y apenas 5% de drusos, de acuerdo con los analistas que hacen cálculos hipotéticos porque no hay censos oficiales. La guerra en Siria, que dura desde 2011, ha aportado también a la inestabilidad de Líbano, a donde llegaron en busca de refugio 1 millón y medio de inmigrantes. Pero, además, el país albergaba ya a 400 mil palestinos desde los primeros que llegaron en 1948, cuando se creó el Estado de Israel. Pese a todo, por increíble que parezca dado que comparten una frontera de 75 kilómetros, Líbano ha escapado a la tormenta siria, pero la fuerte migración sacude todos los componentes comunitarios del país, haciendo más numerosa la comunidad musulmana. Sin embargo, no hay que confundirse, porque no es lo religioso lo que define exactamente al gobierno libanés, sino lo que representan los diferentes grupos políticos que lo componen. El Estado funciona mal, sus dificultades se han generado internamente, pero la presión internacional cuenta mucho en un país de apenas 10 mil 500 kilómetros cuadrados, sobre todo a partir de que Estados Unidos insiste en retirar sus apoyos mientras el gobierno mantenga el vínculo con Hezbolá. Olvida convenientemente que la organización forma parte de su diseño institucional y representa a la comunidad chiita, que reúne cuando menos un cuarto de la población del país. No le importa tampoco que Siria se hunda económicamente con la amenaza de sanciones a los países que mantengan vínculos comerciales. Líbano aunó así a sus dificultades internas las del mundo que lo rodea y desde el 17 de octubre del año pasado ocurrió el desfondamiento del gobierno, como se evidenció con la renuncia del entonces primer ministro Saad Hariri y el vacío que impidió formar gobierno durante varios meses. Desde entonces la economía del país ya estaba deshecha, la deuda externa superó los 85 mil millones de dólares y empezaron a escasear los alimentos, pues se debe importar más de 80% de los que se consumen. Por si esto no fuera suficiente, la pandemia del coronavirus ha hundido al turismo, una de las fuentes de ingreso más fuertes. También ha contribuido a la crisis la cancelación de contratos de Arabia Saudita, que empleaba a 160 mil libaneses, de los 300 mil que viven en los países del Golfo, cuyas remesas sumaban 60% de las transferencias económicas hacia el país, representando 14% del PIB. La crisis se ha llevado también 20% de las exportaciones libanesas hacia esos países que le resolvían el problema de los hidrocarburos. A ello se agrega que el FMI se ha negado a darle apoyo mientras el país no realice un cambio profundo en su organización política, cualquier cosa que eso quiera decir. Y todo eso afecta brutalmente a los ciudadanos en la vida corriente. Su moneda ha perdido en unos meses algo así como 600% de su valor frente al dólar. Y eso si encontraran dólares, lo cual resulta imposible en los bancos, por lo que hay que recurrir al mercado negro, donde hay que pagar precios exorbitantes. Las líneas aéreas se han negado a aceptar el pago en la libra libanesa y cualquier transacción debe realizarse en euros o en dólares. En las manifestaciones la gente reclama asuntos tan elementales como la luz, ya que la energía eléctrica se suministra solamente tres horas al día por hogar, el gas también escasea y fallan los teléfonos. Por supuesto se culpa de todo al gobierno que ha fomentado y ha beneficiado a los políticos acusados de corrupción y saqueo de los recursos. La catastrófica situación llegó al límite con el desastre ocurrido el martes 4 de agosto cuando en el muelle 12 del puerto de Beirut estallaron las 2 mil 700 toneladas de nitrato de amonio que la negligencia de las autoridades dejó allí desde 2014; una bomba de tiempo abandonada por el barco ruso Rhosus, que también debe investigarse. La explosión, equivalente a entre mil y mil 500 toneladas de dinamita, mató a más de 170 personas, dejó heridas a más de 6 mil e hizo añicos los barrios más cercanos; destruyó las construcciones de la arquitectura porteña libanesa del siglo XIX, dejando maltrecho el apreciado museo Sursock, uno de sus más notables ejemplos de ese patrimonio. Las tuberías rotas inundaron el Museo Nacional, poniendo en peligro joyas de la antigüedad de las civilizaciones que florecieron en la región. Ninguna construcción conservó los cristales en 10 kilómetros a la redonda. Por eso la protesta apenas puede expresar los fuertes sentimientos de agravio de la población, en particular de quienes nacieron después de la guerra de 1975 y no han conocido algo parecido a lo vivido en los años en que se le veía como parte de Europa. Miles de voces pidieron la renuncia de los ministros el 8 de agosto en la Plaza de los Mártires y se adelantaron al juicio colgando los retratos de políticos entre los que se encontraban el presidente Michel Aoun y el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah. Expresaban así su cólera e insistían en que su dimisión no cambiará nada. Y en efecto, ésta llegó el 10 de agosto, dejando fuera del gobierno al primer ministro Hassan Diab y a su gabinete, que contaba con el apoyo de la Corriente Patriótica Libre, de Gebran Bassil y del presidente del parlamento, Nabih Berry. Sus influyentes organizaciones llamaron a la rápida formación de un nuevo gobierno. Y es el cuestionado presidente Aoun quien deberá designar a un primer ministro que, según observadores, podría ser de nuevo Saad Hariri con su partido del Movimiento Futuro. Tiene en contra que ya ha sido primer ministro dos ocasiones, ha mostrado rivalidad con Arabia Saudita y la gente está harta con la presencia de los nombres de siempre. En cambio, Francia, Estados Unidos y Arabia Saudita se inclinan por Nawaf Salam, antiguo representante de Líbano ante las Naciones Unidas y juez de la Corte Internacional de Justicia. Y aunque su nombre está también relacionado con una antigua familia de políticos, despierta más confianza. Pero cómo será un nuevo gobierno si los libaneses no confían ya en sus políticos más reconocidos y en la manifestación del 11 de agosto, convocada en torno a la estatua del Emigrante –un regalo del Centro Libanés de México, que a unos cuantos metros de la explosión quedó en pie–, coreaban que “todo el sistema debe caer” y que “no tienen derecho a quedar ninguno de ellos porque entonces Líbano no se reconstruirá”. Por eso la ayuda inmediata desde el exterior luego del desastre se canalizará a través de ONG y de organismos no vinculados con el gobierno, como los 250 millones de euros acordados por la Unión Europea. La crisis institucional es algo pocas veces visto. Muchos libaneses se pronuncian por un gobierno transitorio que llame a elecciones legislativas, sin las ataduras de la tradicional fórmula de representación comunitaria. Es tiempo de que los diputados sean ciudadanos comprometidos con la nación, y si acaso debe mantenerse el aspecto confesional, dejarlo para un Senado donde estén presentes las regiones. La libanicidad debe expresar ya, después de 100 años, un sentimiento de pertenencia nacional y dejar atrás el pasado, más cuando de lo que se trata no es solamente de reconstruir una vez más a Líbano, sino de salvarlo. *El autor de este texto es investigador emérito de la UNAM Este texto forma parte del número 2285 de la edición impresa de Proceso, publicado el 16 de agosto de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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