Poesía vs. política

domingo, 6 de septiembre de 2020 · 13:53
CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– En medio de la repetición incontenible de lugares comunes y mediocridades, vale la pena hacer una pausa para dejar de hablar todo el santo día de los políticos y sus devaneos, pasatiempos y ocurrencias. Es tiempo de hablar de poesía, de cultura de verdad. Si la política tuviera hoy como fin el Bien Común, es decir, la organización del ambiente propicio para la felicidad material, intelectual y ética del pueblo, entonces habría que encomiarla junto a sus gestores. Ello, porque el Bien Común a la luz de la sana filosofía política, es el fin primario de la vida temporal al ser la felicidad, "operación propia de las personas según la virtud en la vida de comunidad". Cuando los gobiernos buscan la común utilidad según prudencia y justicia, entonces la ciudad, la nación asumen un modo de ser conforme a la razón y participan de la vida buena; entonces la ley y el derecho equivalen a instrumentos para la instauración de la vida recta de la multitud reunida. Entonces se vive felizmente según "la óptima virtud". Tal cosa es propia de las épocas de oro en materia social y política. Pero si la política tiene como propósito la utilidad sola de los gobernantes, según riqueza, placer y poder en sí, entonces la ciudad y la nación se descomponen, se envilecen, se arruinan; cuando la ley es usada como herramienta selectiva de facción, entonces el derecho se degrada y se convierte en látigo de infelicidad común. Tal cosa ocurre en las épocas decadentes. Y es entonces cuando en ciertas ocasiones, paradójicamente, se compensa la decadencia, la grisura política con el brillo de la cultura, del arte como frutos tardíos de una grandeza pasada. Ese arte, esa cultura de tiempos barrocos, cargan su espalda con una parte del bagaje de una edad de oro, ya ida con Yuste como referencia en la España del César Carlos V. Esa compensación providencial se dio en la España del siglo XVII, cuando el atardecer de su grandeza, de su protagonismo político en Europa y el mundo comienza a darse, cuando fue vencida su gran flota por el destino y la tempestad en el Mar del Norte. La victoria de Juan de Austria en Lepanto contra los turcos de Solimán el Magnífico, quedaba atrás en el 1571. Lepanto, "la más alta ocasión que vieron los pasados siglos", en palabras de Miguel de Cervantes que combatió en tan grande ocasión con valor, perdido el brazo en la galera Marquesa. Es Francisco de Quevedo, ese poeta de "una vida en constante estertor, en robusta agonía", el genio del Barroco español, el crítico implacable de la mediocridad, de un reino "agónico y cansado" y de gobernantes convertidos en pícaros y de pícaros hechos cortesanos grises, según dicho sabio de López Castellón, a quien piso sus huellas en cuanto a Quevedo y su tiempo. ¡Qué tiempos los de Quevedo! Ve morir a Mateo Alemán, a su amigo Cervantes el del buen Quijote y Sancho, a Juan de Mariana, a otro amigo, Lope de Vega, y a su enemigo, Góngora. Comparte fama con Francisco Suárez el genio del derecho, Ruíz de Alarcón, Tirso de Molina, Calderón de la Barca. Ve pintar a una pléyade de colosos: el Greco, Velázquez, Zurbarán, Ribera. Y tanto montan ellos como el madrileño y su pluma implacable, nacido aquél en 1580. Quevedo, de despiadada ironía, autor del Buscón, del Chitón de las tarabillas, de La paciencia y constancia del Santo Job, de la Vida de Marco Bruto, genial lección de política. Se definió a sí mismo en endecasílabo notable: "Soy un fue y un será y un es cansado...". Recordar a Quevedo, a su genio, circunstancias, apogeo compensatorio de arte, cultura, filosofía y derecho, es viento que acaricia y refresca el ambiente general del México de hoy: enrarecido, dividido, violentísimo, plebiscitario como en época de circos romanos, enfermo, a la deriva, hambriento, frívolo, saturado de medianías en los niveles altos de índole eclesiástica, política, social, económica, financiera. Ambiente ese de pasividad suicida, de inconsciencia en las multitudes adormecidas por propaganda repetida hasta el cansancio. Edad de hierro, la más pobre, en la escala de Hesíodo, tanto en política como en cultura. Todavía el arte no compensa las cansadas, las anquilosadas política y economía, como en la España barroca de Quevedo, de insatisfecha sed de justicia. Hacer una pausa por un momento para dejar de hablar de los políticos mexicanos y de los multimillonarios, y apelar a los dioses para que el arte, la poesía y la cultura salgan del letargo al encuentro de las juventudes mexicanas, del genio de la nación que es siempre joven porque mide la vida con la regla de la alta y fundada esperanza. Que de nuevo hable a diario la juventud mexicana de arte, de cultura, de grandeza humana, del Espíritu, de poesía. Hondura frente a mediocridad de tenderos, a frivolidad de grises decadentes. Entonces, por añadidura la política y la economía se transformarán para bien de todos, pueblo y gobierno. "No hay revolución sin poetas que son videntes providenciales; no hay revolución sin cantos proféticos", ha dicho sabiamente Thomas Merton al hablar de las voces de Baldwin y Luther King, de la América de color, hoy otra vez en pie de lucha contra racismo, pedantería y arrogancia criminal. Ojalá pronto se oigan en México los cantos nuevos, las suaves patrias, las voces frescas de los altos poetas jóvenes. Dedico este artículo con respeto y afecto a Don Jorge Carrasco, director general de Proceso, defensor de la prensa libre, prensa crítica del poder en turno cualquiera que sea su color, de la revista al servicio de las verdades históricas y políticas de una nación; y a los venideros poetas que preludian esperanza y anhelo de un México mejor.

Comentarios