La víctima mexicana de Pinochet

martes, 10 de septiembre de 2013 · 22:49
MÉXICO, D.F. (Proceso).- La joven mexicana María del Rosario sabía que iba a morir. Estaba tan convencida de ello que el 7 de diciembre de 1973 escribió una carta a su amiga chilena Flor Salazar en la que le pedía hacerse cargo de su hijo Ernesto y la designaba heredera de sus escasas pertenencias.­ La redactó en las penumbras de una mina de carbón abandonada en la precordillera de Los Andes, en el norte de Chile. Allí se escondía junto con su esposo Bernardo, de nacionalidad argentina, y su hijo Ernesto, de dos años y medio. Intuía que los militares que les seguían el rastro estaban cerca. No se equivocaba. La búsqueda de los “extremistas extranjeros” era desaforada. La consigna era ubicar a esa familia por cualquier medio y proceder de acuerdo con el plan de extermino que desarrollaba en todo Chile el régimen militar encabezado por el general Augusto Pinochet. Patrullas militares del regimiento Arica de la ciudad de La Serena, capital de la IV Región, buscaban a los “extremistas” en la zona de Vicuña, población ubicada 383 kilómetros al norte de Santiago donde vivían María del Rosario Ávalos Castañeda, Bernardo Lejderman Konujouwska y su pequeño hijo Ernesto, desde principios de 1973. Ahí Bernardo trabajaba como asesor del gobernador del Elqui, Jorge Manuel Vásquez Matamala, integrante de la Unidad Popular (UP), la coalición izquierdista de Salvador Allende. Cinco días después del golpe militar, Vásquez Matamala fue detenido y ejecutado. La familia Lejderman Ávalos se mantuvo oculta en casas de diferentes amigos en Vicuña durante más de un mes. Al estrecharse el cerco se refugiaron en un túnel del ferrocarril cercano al pueblo de Guallihuaica (12 kilómetros al oeste de Vicuña), donde vivieron en condiciones paupérrimas. Con la ropa que traían puesta, un par de cobijas, dos bolsas con alimentos y Ernesto en brazos, a finales de noviembre emprendieron una lenta y extenuante marcha por la precordillera hasta encontrar una pequeña cueva en la pendiente de un cerro. Era una pequeña mina de carbón en desuso. A Bernardo le pareció que esa cavidad en la solitaria Quebrada de La Angostura era un lugar seguro para esconderse mientras conseguía un arriero que los cruzara a Argentina, su país, apenas al otro lado de la Cordillera de Los Andes, la cual es menos inhóspita en el verano austral, que ya se aproximaba, porque comienza el deshielo. Un día, explorando el área, Bernardo descubrió al campesino Luis Ramírez labrando su sembradío en esa remota zona precordillerana. Lo llevó a la cueva, donde el labriego vio a Ernesto famélico, sin zapatos, y accedió a bajar a Guallihuaica por algunos víveres para la familia. En pocas horas, la delación de un taxista hizo que Ramírez cayera en manos de militares al mando del capitán Fernando Polanco Gallardo, oficial de los servicios de inteligencia del ejército. En una sala de interrogatorios del regimiento Arica, Luis fue molido a golpes. Le aplicaron descargas de electricidad, lo sumergieron en agua y le advirtieron que si no hablaba matarían uno a uno a todos los miembros de su familia. Era la noche del viernes 7 de diciembre de 1973. –Ahora mismo nos vas a llevar donde están esos comunistas. ¿Entendiste, güevón? –le dijo el capitán Polanco a Luis. –Sí –balbuceó el campesino tirado en un calabozo del regimiento, irreconocible su rostro a fuerza de puñetazos y patadas. A sangre fría Una patrulla militar al mando de Polanco e integrada por ocho elementos partió esa misma noche de La Serena en una camioneta rumbo a Guallihuaica. Tras cruzar ese pueblo, y cuando el campesino Luis Ramírez lo indicó, la camioneta detuvo la marcha en el caserío El Chape. Los soldados continuaron a pie por un sendero cuesta arriba, árido y pedregoso. Cuatro horas después llegaron al sembradío de Luis, ubicado a unos mil metros de la mina de hornos carboníferos que servía de escondite a los Lejderman Ávalos. –Tú quédate aquí –le dijo Polanco al campesino–. Nosotros vamos a hacer un Consejo de Guerra a esos extremistas. El campesino les mostró el camino y esperó en su pequeña parcela. Los vio marchar en sigilo, con sus fusiles al hombro, cuando ya irradiaba el sol de la primavera austral. Después escuchó varias detonaciones que retumbaron en la Quebrada de La Angostura. Rosario fue sorprendida mientras colgaba las cobijas afuera de la mina con su hijo Ernesto al lado. Sin mediar palabra, los militares dispararon sus fusiles desde unos 10 metros de distancia. Herida de muerte con un disparo a la altura del tórax, Rosario cargó al pequeño e intentó caminar hacia una roca para ponerlo a salvo de los proyectiles. Alcanzó a dar unos cuantos pasos y se desplomó. Ernesto se aferró a ella. Cuando Luis llegó al lugar luego de que un militar fue a buscarlo a la parcela para que cavara una fosa, la joven mexicana todavía estaba viva. –¿Dónde está tu esposo? –le preguntaban sus victimarios. El campesino nunca olvidó el llanto del pequeño mientras abrazaba a su madre moribunda ni sus gritos estremecedores cuando los militares lo separaron a la fuerza y para siempre de ella. Antes de morir, Rosario alcanzó a rogarles que no le hicieran nada a su hijo. El sábado 8 de diciembre de 1973, a los 24 años, se convirtió en la primera y única víctima mexicana de la dictadura de Augusto Pinochet. Bernardo se encontraba cerro arriba recolectando leña cuando escuchó los disparos. Corrió hacia la mina y casi al llegar los militares lo recibieron a balazos. Sin arma alguna para responder el fuego e intentar una acción desesperada, emprendió la huida. Fueron dos horas de persecución implacable que culminaron cuando, exhausto, él se detuvo para recuperar fuerzas y los militares lo cercaron. Cayó acribillado por la espada y el costado derecho. Polanco se cercioró de que el argentino estuviera bien muerto y decidió dejar el cadáver allí, expuesto a los buitres. Al volver a la mina, ordenaron a Luis Ramírez que sepultara a Rosario, lo cual hizo en el mismo sitio donde ella cayó. –¿Y Bernardo? ¿Vamos a enterrarlo? –preguntó. –A ese que se lo coman los pájaros y los animales –respondió Polanco. Viaje sin retorno El movimiento estudiantil de 1968 sorprendió a Rosario en el tránsito de la preparatoria a la universidad. Ella se alistaba para ingresar a estudiar psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la cual era ese año el epicentro del masivo movimiento estudiantil que estremeció la conciencia del país y llevó a miles de jóvenes mexicanos a abrazar los ideales izquierdistas en boga. Rosario había crecido en la colonia Escandón de la Ciudad de México en el seno de una numerosa familia de comerciantes. Gumersindo Avalos y María Loreto Castañeda, sus padres, tenían puestos de ropa en el mercado Escandón y una próspera panadería. Trabajadores como eran, llevaban una vida austera pero sin privaciones, en la que su objetivo siempre fue darles educación a sus 12 hijos e inculcarles valores católicos de buena crianza. “Para mí, Rosario siempre fue una niña –dice su hermano Gabriel–. Era seis años menor. Me acuerdo que era muy estudiosa, inteligente, aplicada en la escuela, muy tranquila, pero tenía inquietudes de hacer cosas. Quería ser bailarina clásica. Yo militaba en un grupo llamado Movimiento de Izquierda Revolucionaria Estudiantil, el MIRE, pero como la veía muy chica nunca hablé de política con ella. Rosario estudió la primaria en la escuela pública José Eleuterio González, ubicada en Patriotismo 72, y cursó el bachillerato en la Prepa 4, en Tacubaya. En esos años desarrolló una arraigada religiosidad. –Estaba en grupos católicos y era muy solidaria con el prójimo, con la gente humilde –afirma su hijo Ernesto–. A veces tenía problemas con mi abuelo porque llevaba niños pobres a la casa para darles de comer. Rosario era una esbelta trigueña de vivaces ojos negros y sonrisa fácil que atraía la atención de otros jóvenes. En 1969 ingresó a estudiar psicología a la UNAM y por las tardes trabajaba en la Biblioteca Central de esa casa de estudios para ganar independencia económica. Ella y seis compañeros más de psicología y otras carreras crearon un grupo de discusión política de orientación marxista del cual nunca supo su familia, ni siquiera su hermano Gabriel, el otro izquierdista de la familia. En la Biblioteca Central de la UNAM, Rosario conoció a un caballeroso argentino lector habitual de textos de filosofía política y que se había convertido en asiduo visitante de ese emblemático recinto de Ciudad Universitaria. Desde el principio, Rosario quedó deslumbrada por aquel extranjero de vibrante personalidad que se convertiría, a sus ojos, en un arcángel emancipador. Era Bernardo Mario Lejderman Konujouwska, un revolucionario en búsqueda de una revolución. En 1971, después de casarse en México, la joven pareja viajó a Chile para participar en la revolución en democracia que intentaba desarrollar el médico socialista Salvador Allende. Fue un viaje sin retorno.

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