La identidad dual del Museo Carrillo Gil

lunes, 21 de enero de 2019 · 17:57
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Poseedor de uno de los principales y más espectaculares acervos de arte moderno mexicano, el Museo de Arte Carrillo Gil, en la Ciudad de México, es un recinto que debería ser más riguroso con la identidad dual que lo caracteriza. Inaugurado en 1974 con la vocación de difundir la espléndida colección de arte moderno mexicano del doctor Álvar Carrillo Gil, el museo, entre 1984 y 1998 y bajo la acertada dirección de Sylvia Pandolfi, desarrolló una vocación en la que se alternó la exhibición del acervo con actividades de arte contemporáneo que sobresalieron por la calidad e innovación de las propuestas, la originalidad de los temas curatoriales y la pertinencia de su organización. Además de realizar exhibiciones de investigación tan emblemáticas como Ruptura 1952-1965 (1988), Pandolfi promovió la difusión y legitimación de creadores jóvenes a través de muestras individuales de artistas sobresalientes –Felipe Ehrenberg, Nahum Zenil– como con la exhibición anual del Encuentro Nacional de Arte Joven. Un certamen que en la década de los ochenta se impuso por ser una eficiente plataforma para vincular a los artistas emergentes con la escena institucional y comercial.    Con una vitalidad que se manifestaba en el número de visitantes, el Carrillo Gil se ha convertido en un recinto vacío en el que no sólo llegan a exhibirse prácticas contemporáneas de cuestionable calidad, sino que su colección permanente se mantiene ausente por largos periodos. Actualmente, además de una exhibición bastante modesta de diseño italiano que carece de contextualizaciones históricas, estéticas y tecnológicas que permitan significar objetos tan reconocibles como una cafetera Bialetti o una máquina de escribir Olivetti de 1932, el Carrillo Gil presenta dos muestras de contexto político: Memorias de la ira. Arte y violencia en la colección del Museo de Arte de Lima, con una selección de obra contemporánea que aborda la violencia que se vivió en Perú entre 1980 y 2000; y una ambivalente propuesta curatorial que, bajo el título de Orozco, Rivera y Siqueiros. La exposición pendiente, sobresale tanto por las extraordinarias obras que exhibe como por el recuerdo de la calidad curatorial que caracterizó al museógrafo y promotor Fernando Gamboa (Ciudad de México, 1909-1990). Curada por Carlos Palacios, La exposición pendiente narra y contextualiza las vicisitudes que acompañaron a la muestra que curó Gamboa en 1973 con el título de Orozco, Rivera, Siqueiros. Pintura mexicana. Organizada para inaugurarse el 13 de septiembre en el Museo de Bellas Artes de Santiago de Chile, la muestra ya instalada nunca fue vista –como se ha documentado con profusión– debido a que dos días antes, el 11, el presidente Salvador Allende fue víctima del golpe de Estado comandado por Augusto Pinochet. Dividida en dos secciones que corresponden a una reproducción casi total de la curaduría de Gamboa, y un emplazamiento con documentos que refieren tanto al evento político como a la organización previa del proyecto, La exposición pendiente devela una curaduría original que, sin complejidades narrativas, se centra en la sofisticación y seducción visual de las obras. Integrada originalmente por 128 obras de Orozco y 34 de Siqueiros pertenecientes a la colección Carrillo Gil, la selección de Orozco se impone no sólo con pinturas como Cristo destruyendo su cruz (1943) sino con la sutil Mujer mexicana en estampa litográfica con punta seca que realizó en 1929. Sobresaliente por su colección y necesario como plataforma para el arte joven mexicano, el Carrillo Gil, en lugar de diluirse en proyectos curatoriales menores, debería fortalecer su presencia organizando proyectos que permanentemente permitan conocer y disfrutar tanto sus obras maestras, como las prácticas y experimentaciones contemporáneas de alta calidad. Este texto se publicó el 20 de enero de 2019 en la edición 2203 de la revista Proceso.

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