Más allá de la imaginación
La catástrofe del 26 de abril de 1986 destruyó pueblos, familias, seres humanos… Svetlana Alexievich, periodista nacida en Ucrania pero criada en Bielorrusia –y recientemente galardonada con el Nobel–, se dio a la tarea de contar esas historias trágicas, como una gran sinfonía coral del dolor, que reunió en Voces de Chernobyl, libro estremecedor pensado para que ninguna de esas vidas destrozadas se olvide.
París (Proceso).- A lo largo de tres años, la periodista Svetlana Alexievich fue al encuentro de las víctimas de la catástrofe nuclear en las zonas más afectadas de Bielorrusia, su “pequeño país perdido en Europa, del que el mundo no había oído casi hablar y que de repente se convirtió en el diabólico laboratorio de Chernobyl”.
Su libro Voces de Chernobyl, crónica del futuro –publicado en Rusia y en Ucrania en 1997, pero todavía vetado en Bielorrusia– suena como un coro trágico.
Casi todos los interlocutores de la escritora hablan por primera vez y gracias a ella el eco de sus voces, ampliado por el Premio Nobel de Literatura que la coronó en 2015, recorre el mundo y desafía el olvido.
Uno de los primeros testimonios de Voces de Chernobyl es el de la misma Alexievich, quien confía su dificultad de pensar el mundo después de entender que “los radionucleidos diseminados por nuestra tierra vivirán 50 años, 100 años o 200 mil años.
“La noche del 26 de abril… Durante aquella única noche nos trasladamos a otro lugar de la historia”, escribe. “Realizamos un salto hacia una nueva realidad, y ésta ha resultado hallarse por encima no sólo de nuestro saber, sino también de nuestra imaginación. Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente (al menos así nos lo parecía) de la humanidad no se han hallado las claves para abrir esta puerta. (…)
“Seguramente nos hubiéramos acostumbrado mejor a una situación de guerra atómica, como lo sucedido en Hiroshima, pues justamente para esta situación nos preparábamos. Pero la catástrofe se produjo en un centro atómico no militar, y nosotros éramos gente de nuestro tiempo y creíamos, tal como nos habían enseñado, que las centrales nucleares soviéticas eran las más seguras del mundo, que se podían construir incluso en medio de la Plaza Roja.
Según cuenta, Svetlana Alexievich entrevistó a más de 500 personas. Necesitaba sumergirse en lo que habían vivido para medir y traducir la dimensión trágica y radical de su experiencia.
“He escrito este libro durante muchos años. Me he encontrado y he hablado con trabajadores de la central, con científicos, médicos, soldados, gente evacuada, residentes ilegales en zonas prohibidas… Con personas para las cuales Chernobyl representa el principal contenido de su vida, cuyo ser íntimo y cuyo entorno, y no sólo la tierra y el agua, están envenenados con Chernobyl.
“Estas personas contaban y buscaban respuestas. Reflexionábamos juntos. A menudo tenían prisa, temían no llegar a tiempo y aún no sabían que el precio de su testimonio era su vida.
“‘Apunte usted –me decían–. No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien las leerá y entenderá. Más tarde. Después de nosotros…’”
[caption id="attachment_417694" align="alignnone" width="1200"] La escritora bielorrusa Svetlana Alexievich. Foto: AP[/caption]
Los “tchernovisti”
Después de compartir sus pensamientos con el lector, se eclipsa la escritora y deja la palabra a los tchernovisti (víctimas de Chernobyl).
Le confía Valentín Komskov, soldado que manejó camiones durante su estadía en Chernobyl:
“De modo que me fui para allá. Me presenté como voluntario (…) Era arriesgado, es verdad. Y peligrosa la radiación, pero alguien lo tenía que hacer. ¿O no fueron nuestros padres a la guerra?
“Luego regresamos a casa. Me quité de encima todo aquello, toda la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo. Tanto que me la pidió que… No se la quitaba para nada. Al cabo de dos años le diagnosticaron un tumor en el cerebro… El resto lo acabará de escribir usted. No quiero seguir hablando.”
Eduard Borisovich Korotskov, piloto de helicóptero que voló varias veces a baja altura sobre el agujero gigantesco en el que yacía el reactor número 4, recuerda:
“He hablado con científicos. Uno decía: ‘Podría hasta lamer este helicóptero suyo y no me pasaría nada’. Y otro: ‘Pero muchachos, ¿qué hacen sin trajes de protección? ¿Quieren dejar la vida aquí? ¡Protéjanse con metal!’
Al calor del momento, el piloto no tenía tiempo de reflexionar sobre los peligros que corría:
“Empezamos a pararnos a pensar en aquello… seguramente, pasados unos tres o cuatro años… cuando te cuentan que si uno se ha puesto enfermo, que si otro… Te enteras de que aquel se ha muerto. De otro que se ha vuelto loco. Un tercero se ha suicidado. Entonces empezamos a preocuparnos. Pero creo que entenderemos todo esto dentro de 20 o 30 años”.
[caption id="attachment_438294" align="alignnone" width="1200"] Chernobyl. Voces y silencios. Foto: energia-nuclear.net[/caption]
“Radiofobia”
Minimizar el impacto de la radiactividad sobre la salud de millones de damnificados fue y sigue siendo una de las tareas prioritarias tanto de las autoridades soviéticas y postsoviéticas como de los defensores occidentales de la energía nuclear. Con ese objetivo se ideó el concepto de radiofobia. Salvo el cáncer de tiroides, todas las demás patologías que afectaron y siguen afectando a los irradiados y a sus descendientes son psicosomáticas, aseguran.
La profesora Nina Konstantinova se rebela contra quienes buscan convencerla de que es hipocondriaca:
“Durante los primeros meses, recuerdo, se llenaron de nuevo los restaurantes, se oía el bullicio de las fiestas. ‘Sólo se vive una vez’. ‘Si hemos de morir, pues que sea con música’.
“Ahora Chernobyl está cada día con nosotros. Un día murió de pronto una joven embarazada. Sin diagnóstico alguno. Ni siquiera el forense apuntó un diagnóstico. Una niña se ahorcó. Así nomás. Una niña pequeña. Y el mismo diagnóstico para todos. Dicen: ‘Chernobyl’.
“Nos echan en cara: ‘Ustedes están enfermos por culpa de su miedo’. Debido al miedo. A la radiofobia. Entonces, que me expliquen por qué los niños chiquititos se enferman y mueren. Tan pequeños no conocen el miedo, y aún no lo entienden.
“¿Qué hipocondria? Me duele todo. No tengo fuerzas. Mi marido y yo no nos atrevíamos a decírnoslo, pero empezaron a dejar de respondernos las piernas. Todos los de nuestro alrededor se quejaban; nuestros amigos, toda la gente. Ibas por la calle y te parecía que de un momento a otro te ibas a caer al suelo. Que te ibas a acostar en el suelo y dormirte.
Medir el desastre y tener que callarse… Un sentido de culpabilidad invade a Marat Filipovich Kojanov, exingeniero del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Bielorrusia, cuando vuelve a pensar en las semanas que siguieron el fatídico 26 de abril de 1986.
“Lo recuerdo como si fuera la guerra. Ya hacia finales de mayo, algo así como un mes después del accidente, nos empezaron a llegar para su examen productos de la zona, del área de los 30 kilómetros. El instituto trabajaba las 24 horas. Como un organismo militar. En toda la República de Bielorrusia en aquel momento, sólo nosotros disponíamos de profesionales y de los aparatos necesarios. Nos traían vísceras de animales domésticos y salvajes. Comprobábamos la leche. Después de las primeras pruebas quedó bien claro que lo que nos llegaba no era carne sino residuos radiactivos. (…)
“Toda la información se convertía en secreto guardado bajo siete sellos, para ‘no provocar pánico’. Y esto durante las primeras semanas. Justamente los días en que los elementos de corta vida emitían su mayor radiación, y todo ‘irradiaba’. Escribíamos notas de servicio sin parar. Sin parar. No hablar abiertamente de los resultados. Te privaban de tu título y hasta de la credencial del Partido. (Empieza a ponerse nervioso.) Pero no era el miedo… El miedo no era la razón, aunque influía, claro. Sino el que éramos hombres de nuestro tiempo, de nuestro país soviético. Creíamos en él; toda la cuestión está en la fe.
“En nuestra primera expedición a la zona se comprobó que, en el bosque, el umbral era de cinco a seis veces superior que en campo abierto y en la carretera. Trabajaban los tractores. Los campesinos cultivaban sus huertos. En algunas aldeas medimos la tiroides a niños y mayores. Resultado: cien, doscientas, trescientas veces por encima de las dosis toleradas.
“Las tiendas seguían abiertas y, como de costumbre en nuestras tierras, todo lo que se vendía se presentaba junto: trajes, vestidos y, al lado, salchichas, margarina. Estaban ahí al alcance de todos, a la intemperie, ni siquiera cubiertos con un plástico. Tomamos un salchichón, un huevo… Los pasamos por los rayos X: no eran alimentos sino residuos radiactivos.”
En algunos casos la explosión del reactor rompió lazos familiares. Se estremece Nadejda Afanassievna Boukarova, habitante del poblado de Joiniki, cuando evoca a su hermana:
“Los primeros días… agarré a mi hija y salí corriendo a Minsk, a casa de mi hermana. Y mi hermana, una persona de mi misma sangre, no me dejó entrar a su casa porque tenía un niño pequeño y lo estaba amamantando. ¿Se imagina?
“Miro a nuestros hijos: vayan a donde vayan se sienten extraños entre sus compañeros. En los campamentos, donde mi hija pasó un verano, tenían miedo de tocarla. ‘Erizo de Chernobyl’, ‘luciérnaga’, ‘das luz por la noche’, le decían. Al llegar la noche la querían sacar a la calle para comprobar si daba o no luz.”
[caption id="attachment_438295" align="alignnone" width="1200"] "Dimensión trágica". Foto: Sputnik / Igor Kostin[/caption]
“No sé cómo voy a morir”
Iván Alexandrovich Mijalévich, soldado que combatió en Afganistán, confiesa:
“No le tengo miedo a la muerte. A mi propia muerte. Pero no tengo claro cómo voy a morir. Vi morir a un amigo. Se hizo enorme, se hinchó. Como un tonel. Y mi vecino. También estuvo allí. Un operador de grúa. Se volvió negro como el carbón y se encogió hasta el tamaño de un niño. No tengo claro cómo voy a morir. Si pudiera elegir mi muerte pediría que fuera común y corriente. No como las de Chernobyl. Y, sin embargo, lo que sé de seguro es que con mi diagnóstico no se dura mucho. Al menos sentir que llega el momento. Y una bala en la frente. He estado en Afganistán. Allí la cosa es fácil. Una bala y… (…)
“Conservo un recorte de periódico sobre el operador Leonid Toptunov. Era quien estaba de guardia aquella noche en la central y apretó el botón rojo de emergencia unos minutos antes de la explosión. El botón no funcionó. A Leonid Toptunov lo trataron en Moscú. ‘Para salvarlo tendríamos que darle un nuevo cuerpo’, decían impotentes los médicos. Le había quedado solamente un único punto limpio, no irradiado, en la espalda.
Larisa Z. es una de las pocas personas que le pidió a Svetlana Alexievich que no la identificara:
“Mi niña… Mi niña no es como los demás. Y cuando crezca me preguntará: ‘¿Por qué no soy como los demás?’
“Cuando nació… No era un bebé, sino una bolsita viva, cosida por todos lados, sin una rendija, sólo con los ojos abiertos. En la cartilla médica hay un escrito: ‘Niña nacida con una patología compleja múltiple: aplasia del ano, aplasia de la vulva, aplasia del riñón izquierdo’. Así suena en lenguaje médico, pero en palabras normales es: sin pipí, sin culito y con un sólo riñón.
“La llevé a operar al día siguiente, al segundo día de haber nacido. Abrió los ojos, hasta pareció sonreír, aunque al principio pensé que quería llorar. Los niños como ella no viven, se mueren enseguida. Ella no murió porque la quiero.
“En cuatro años, cuatro operaciones. Es el único niño en Bielorrusia que ha sobrevivido con una patología tan compleja. La quiero mucho (Se queda callada) (…)
[caption id="attachment_438232" align="alignnone" width="1200"] Vika Chervinska, de 8 años, en un hospital para niños con cáncer en Kiev. Foto: AP / Efrem Lukatsky[/caption]
“Ella de momento, aún no comprende, pero un día querrá saber y me preguntará por qué no es como los demás.
“He luchado cuatro años. Con los médicos, con los funcionarios. He tocado a las puertas de los despachos más importantes. Y sólo al cabo de cuatro años me han entregado un certificado médico confirmando la relación entre las radiaciones ionizantes ‘en pequeñas dosis’ y su terrible patología. Cuatro años me lo estuvieron negando: ‘Su niña es un inválido infantil’. ¿Cómo que inválido infantil? Es un inválido de Chernobyl. He estudiado mi árbol genealógico: nunca hubo nada entre mis antepasados, todos vivían 80 y 90 años.
“Los médicos se justificaban: ‘Nos dieron instrucciones. Casos como éste hemos de diagnosticarlo como dolencia común. Dentro de 20 o 30 años, cuando se complete el banco de datos, empezaremos a relacionar las enfermedades con la radiación ionizante. Con las pequeñas dosis. Con lo que comemos y bebemos en nuestra tierra. Pero, de momento, la ciencia y la medicina saben poco del fenómeno.
“Quería denunciarlos. Llevar a juicio al Estado. Me llamaban loca, se reían de mí, diciéndome que niñas así ya nacían en la Grecia antigua. Y en la China imperial. Un funcionario me soltó a gritos: ‘¡Mírenla: quiere prebendas de Chernobyl! ¡El dinero de Chernobyl!’ No sé cómo no perdí el conocimiento en aquel despacho. ¡Cómo no me morí de un ataque al corazón!… Pero no me está permitido.”
[caption id="attachment_438347" align="alignnone" width="1200"] Los secretos de Chernobyl.[/caption]