Fidel Castro, Monsiváis y Oscar Wilde: aquella visita al DF en diciembre del 2000

domingo, 27 de noviembre de 2016 · 10:04
CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- Siete días antes del sábado 2 de diciembre del 2000, la jefa de Gobierno del Distrito Federal, Rosario Robles, me pidió que le consultara a Carlos Monsiváis su opinión sobre el reconocimiento que le pensaba dar al comandante Fidel Castro en el Palacio del Ayuntamiento. Al gobernante cubano le darían las Llaves de la Ciudad y lo nombrarían huésped distinguido, en claro contrapeso a su asistencia a la toma de posesión de Vicente Fox, el primer presidente no priista que llegaba a Los Pinos. Robles quería que Monsiváis asistiera a un encuentro posterior con intelectuales. El escritor mexicano era uno de los pocos intelectuales de la izquierda que tenía una posición muy crítica hacia el gobierno castrista. Desde los juicios sumarios del caso Padilla, en 1971, la persecución posterior a escritores homosexuales como Reynaldo Arenas, y el confinamiento forzoso en “sidatorios” a personas que vivían con VIH-sida, Monsiváis había desarrollado una crítica muy dura contra el autoritarismo, la censura y la homofobia del régimen cubano. –Ya sabes que será muy difícil que acepte –le comenté a Rosario Robles– ¿No se puede eludir o evitar? –me atreví a preguntar. –Me lo están pidiendo de la embajada. Además, hay muchos compañeros que quieren distinguir a Fidel. Temeroso, el lunes 27 de noviembre le consulté su opinión a Monsiváis. Por supuesto, su reacción fue airada, molesta. “El PRD no aprende. Castro vino a la toma de posesión de Carlos Salinas y, además, lo tuvo refugiado en la isla… Ahora viene cuando toma posesión Vicente Fox. Si Rosario sabe contar, que no cuente conmigo para esto. Va a perder el apoyo de los sectores más liberales de izquierda”. [caption id="attachment_420611" align="alignnone" width="1200"]Carlos Monsiváis en un retrato tomado en marzo de 2010. Foto: Octavio Gómez Carlos Monsiváis en un retrato tomado en marzo de 2010. Foto: Octavio Gómez[/caption] Nada calmó desde ese momento a Monsiváis. El Gran Gato se convertía en una fiera cuando defendía su punto de vista. Toda la semana me argumentó en contra del evento. Dejé que se desahogara. No valían argumentos como “es un evento protocolario”, “Fidel Castro es un referente histórico inevitable”, “es un mensaje de contrapunto a la victoria de Vicente Fox”. Monsiváis era durísimo. Sentía que se abría una insalvable diferencia con el gobierno de la Ciudad de México y él lo personalizaba con Rosario: “Si es capaz de darle una medalla a Fidel Castro para quedar bien, es capaz de cualquier cosa”. El alma del hombre bajo el socialismo El jueves 30 de noviembre, dos días antes de la ceremonia para galardonar a Fidel Castro y en vísperas de la llegada del “sexenio del orden y el respeto” de Vicente Fox, Monsiváis dio una conferencia en el Palacio de Bellas Artes sobre la obra de Oscar Wilde. “A cien años de su muerte, Oscar Wilde sigue siendo nuestro contemporáneo”, se tituló la conferencia. La Sala Manuel M. Ponce estuvo abarrotada. Monsiváis articuló una de las mejores y más profundas reflexiones que le escuché sobre el autor de El Retrato de Dorian Gray. Reivindicó a Wilde no como un mártir sino como un pensador visionario, profundo, maestro de las paradojas, espíritu libre y crítico. Retomó párrafos enteros del ensayo wildeano El Alma del Hombre Bajo el Socialismo. Claramente, Monsiváis mandaba un mensaje no sólo al foxismo sino al próximo invitado de la Ciudad de México. “Si el socialismo es autoritario, si hay gobiernos armados de poder económico, como lo están ahora de poder político, si, en una palabra, llegamos a tiranías industriales, entonces la condición del hombre sería peor que la actual”, citó Monsiváis a Wilde. No mencionó a Fidel Castro, mucho menos al régimen cubano que cumplía más de cuatro décadas desde el triunfo de una revolución que se proclamó socialista, pero Monsiváis sabía destacar las entrelíneas de sus discursos: “Queda claro, entonces, que ningún sistema de socialismo autoritario servirá. Pues, mientras bajo el sistema actual bastante gente puede vivir con cierta libertad de expresión y felicidad, bajo un sistema industrial cuartelario, o bajo un sistema de tiranía económica, nadie tendrá esa libertad”, sentenció Wilde-Monsiváis. Monsiváis remató advirtiendo que el ensayo de Oscar Wilde se ha convertido en el pronunciamiento “más libertario y liberal de una izquierda moderna, tolerante”. Justamente lo contrario que a lo que representaba el régimen de Fidel Castro desde su perspectiva. Fidel  y el Palacio del Ayuntamiento Las medidas de seguridad en torno al Zócalo y al Palacio del Ayuntamiento se reforzaron aquella fría mañana del sábado 2 de diciembre. Una lista de 300 invitados fueron convocados desde las 9 de la mañana para tomar su lugar en el patio central del edificio sede del gobierno capitalino. La expectativa frente a la llegada de Fidel Castro electrizaba el lugar. Las calles aledañas al Zócalo estaban cerradas a la circulación. El Estado Mayor Presidencial, la Fuerza de Tarea de la policía capitalina y el G-2 del gobierno cubano tomaron el control desde horas antes. El comandante entró al Palacio del Ayuntamiento a las 11 horas, en un traje oscuro, sin su eterno uniforme militar color verde. Rosario Robles lo recibió, vestida de traje sastre, blanco. Subieron a su oficina. Tuvieron una conversación privada durante 20 minutos. Castro estaba impresionado con los edificios multifamiliares, las torres y la enorme mancha urbana que era el Distrito Federal. –¿Usted gobierna todo esto? –le preguntó Castro a Rosario, en son de juego. Bajaron al patio central. Ahí estaba ya doña Amalia Solórzano, a quien Fidel Castro saludó con especial deferencia, al igual que al ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, amigo personal del comandante. El general Lázaro Cárdenas fue uno de los principales apoyos desde México para el triunfo de la Revolución cubana, para enfrentar el doble aislamiento. “Algunos me preguntan por qué llevo tanto tiempo al frente del gobierno. Porque la CIA ha fracasado. Si ya hubiera atentado contra mí, no estaría dando tantas molestias”, inició Fidel Castro su discurso para romper el hielo de la mañana. El gobernante cubano tenía presente el “último intento” de atentado en su contra, en Panamá, durante la Décima Cumbre Iberoamericana. Sobrevivió a más de 600. El los contabilizaba. Los relataba. Castro recordó que una mañana como esa, hace 44 años, el Granma que partió del puerto de Tuxpan, Veracruz, había llegado el 2 de diciembre de 1956 para emprender la revolución en contra de la dictadura de Fulgencio Batista. “De ningún país he leído tanto como de México. Con ningún país tengo tantas relaciones afectivas como con México. Y la Revolución Mexicana fue la primera revolución social. México está lleno de historia. Me pregunto si hay otro país que tenga igual historia. Nosotros no tenemos nada parecido”, afirmó Castro. Dio datos, cifras, citó a Benito Juárez, a Francisco Villa y a Emiliano Zapata, mencionó cómo el nuevo orden económico global saquea la riqueza de los países pobres ahora con los conocimientos especulativos del gran capital. Habló de los pesares de los migrantes mexicanos que buscan llegar a territorio estadunidense, donde ahora los cazan “los modernos Buffalo Bill”. Y eso que nadie imaginaba en ese momento que pudiera llegar a la Casa Blanca un Buffalo Bill como Donald Trump. Todos los asistentes estaban absortos con el discurso improvisado que se prolongó por hora y media. Fidel Castro estaba ahí para que lo escucharan, no para dialogar. Me preguntaba, ¿por qué un hombre tan brillante, un político nato, le había expropiado la palabra a todo un pueblo durante cuatro décadas? ¿por qué tienen que estar enlazadas siempre en las izquierdas la defensa del poder, de la soberanía, con el autoritarismo, con la personalización revolucionaria? La respuesta no está en el aire. Quizá está en el mismo ensayo de Oscar Wilde, quien subrayó en El Alma del Hombre Bajo el Socialismo, “la verdadera perfección  del hombre reside no en lo que el hombre tiene, sino en lo que el hombre es”. Fidel Castro terminó su discurso a las 14 horas. Lo aplaudieron. Le gritaron “¡Viva Fidel! ¡Viva Fidel!”. Félix Salgado Macedonio estaba emocionado como un niño. Amalia García estaba absorta. Jesús Ortega consumía un cigarro tras otro. Carlota Botey sentía que un ser divino se había aparecido. Rosario Robles estaba más nerviosa. Afuera del edificio protestaban contra el gobierno unos grupos del CGH de la UNAM. Castro terminó su alocución y se reunió en privado con intelectuales de las izquierdas perredistas y académicas. En su siguiente visita a México, dos años después, Fidel Castro no recibió ninguna medalla ni las llaves de Monterrey. Simplemente la orden de Vicente Fox: “comes y te vas”. Paradójicamente, el más divertido con ese episodio fue Carlos Monsiváis. En abril del 2004, para sorpresa de todos, el empresario Carlos Ahumada, pareja sentimental en ese entonces de Rosario Robles, líder nacional del PRD, huyó de México tras el episodio de los videoescándalos. Su refugio: la isla de Cuba. Su anfitrión, Fidel Castro, grabó horas y horas del testimonio del protagonista de una de las guerras intestinas perredistas por la candidatura presidencial del 2006.

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